Recuerdos de una finca y un pago de Trebujena: El Duque y sus gentes

He evocado de nuevo y sentido de cerca la presencia de ese lugar y sobre todo la de aquellos de mis familiares que durante mucho tiempo atrás la habitaron, trabajaron sus tierras y, en definitiva, la amaron

El capataz de El Duque, Juan García Arellano y su esposa Josefa Robles Gómez.

Para Jimena, última descendiente de esta larga familia cuya llegada todos esperamos con alegría e impaciencia, y para su abuela Luisa, mi esposa.

Estos días atrás, mientras repasaba algunos de los papeles de Antonio Briante para escribir la colaboración que preparaba para lavozdelsur.es sobre la historia de su manuscrito Entre surcos y espigas con motivo de la publicación en Trebujena de su novela del mismo nombre, volví a reencontrarme después de muchos años con las notas y comentarios que en marzo de 1951 dejó escritas en uno de sus Cuadernos diarios sobre la propiedad rústica del término de Trebujena llamada El Duque, enclavada en el pago del mismo nombre y con una antigüedad de más de un siglo. Su relectura me ha hecho evocar de nuevo y sentir cerca la presencia de ese lugar y sobre todo la de aquellos de mis familiares que durante mucho tiempo atrás la habitaron, trabajaron sus tierras y, en definitiva, la amaron.

Eran personas a las que quise: mi padre, mis abuelos paternos Juan y Josefita, mis tías y tíos Luisa, Palomares, Pepe y el pequeño de los varones, mi tío Curro. Desgraciadamente, hoy ninguno de ellos está ya entre nosotros y a ninguno de ellos puedo recurrir para que me cuenten y me amplíen los detalles sobre sus vidas en esas tierras de viñas, olivar y de cereal, pero pueden estar seguros de que todo aquello que de bueno había en ellos permanece y ha echado fuertes raíces entre sus descendientes.

Algunos de los recuerdos infantiles que con tozudez aún permanecen en mi cabeza tienen por marco espacial ese pago y esa finca de nombre El Duque. Entre ellos sigue poblando mi memoria de una manera vívida e imborrable la imagen de Manolete, un caballo alazán, algo rojizo, que a mis asombrados ojos de niño parecía un verdadero gigante. El nombre de Manolete se lo había impuesto mi abuelo paterno Juan, el capataz de El Duque, por haber nacido el animal el mismo día en que falleció, el 29 de agosto de 1947, el torero cordobés del mismo nombre. Junto con la yegua blanca de nombre Cirila y varios mulos empleados sobre todo en las labores de labranza integraba la cuadra equina de la finca.

A él me subía mi padre en algunas de las ocasiones en las que iba a visitar a mis abuelos al campo. Era el caballo Manolete un animal imponente a mis ojos infantiles. Desde la mesetilla en la que se levantaba la casa familiar de mis abuelos, avanzaba yo encaramado sobre los lomos de este bucéfalo labriego llevado de la mano de mi padre, hasta el comienzo de las vertientes que rodeaban la finca por su lado este. Desde este punto podía ver un pozo cubierto, cerrado, con una portezuela y una planta de construcción que, aún no sé por qué, en esos años suscitaba en mí un extraño interés y una atracción y admiración inexplicables. Más abajo de este pozo y más próximo ya al camino del Algarve había otro, prácticamente sin brocal en los años de los que hablamos, el llamado Pozo de Juanititi.

Lateral izquierdo con el aljibe en el antiguo almijar y puerta principal y algarrobo a su derecha.

Aunque la casa contaba con otro pozo más, enclavado en la zona de viña conocida como El Lustrillo, que estaba situada en la parte baja de la vertiente de frente de la casa, el agua para beber y para otras necesidades de la casa debía traerse en cántaros que traían los animales de carga en aguaderas desde los pozos existentes en los retirados lugares de Quiñana y Jaranilla.

En este mismo marco viví también la inolvidable experiencia que para un niño de esos años suponía participar desde la plataforma de madera y el asiento elevado de un trillo de discos en las faenas de trilla de la parva extendida en la era que había a la izquiedra de la casa familiar. Este punto era un lugar que por ocupar lo más alto de la finca y por su orientación resultaba inmejorable para realizar otras faenas de la recolección que necesitaban del aprovechamiento de las corrientes de aire, como ocurría con el aventado de la parva, algo a lo que contribuía su orientación hacia la atlántica Sanlúcar y sus frescos aires de Poniente.

Aún sobrevive en la parte derecha de la casa un gran algarrobo de casi 80 años de vida, que durante mucho tiempo compartió cercanía con un frondoso laurel. Aunque testigo mudo, este algarrobo nos habla sin embargo de aquella época de escasez, de hambre y de penuria económica vivida por la mayoría de los españoles durante los primeros años de autarquía económica implantada por el franquismo en la década de los 40 del siglo pasado: alguien de mi familia, tal vez mi padre, me contó que este algarrobo tenía su origen en las simientes de algarrobas caídas al suelo por alguno de los trabajadores de Trebujena que allí iban en trabajar, muchos de ellos con una dieta tan escuálida que apenas incluía una naranja y unas cuantas algarrobas.

Aunque no tengo muchos recuerdos de los detalles de la vivienda familiar, sé que esta era una casa de campo de planta rectangular con dos entradas, la principal y otra lateral situada esta última a su izquierda en la zona donde estaba el aljibe, en el almijar, y la era. Cuando se accedía por su entrada principal el espacio se abría a una especie de salón en el que llamaba la atención un suelo empedrado y limpio que diariamente barría mi abuela con escobas hechas de palma, mientras que en su izquierda destacaba la presencia de una cantarera para el surtimiento de agua de los habitantes de la casa. A este mismo lado quedaba igualmente el llamado familiarmente cuarto de los serones con una puerta que daba al almijar y un pequeño horno donde mi abuela Josefita cocía el pan necesario para las necesidades de su familia para una semana. Este pan se guardaba luego el zurrón, una especie de bolso hecho empleita y con su interior forrado de tela para que este alimento se conservase durante más tiempo en condiciones óptimas de consumo. Finalmente, en la parte derecha de la casa quedaban los dormitorios y una cocina en cuyas proximidades otra puerta daba paso a la cuadra para los animales de labranza.

Según se venía de la finca La Sevillana y se llegaba a la casa de El Duque pegado al corral había una especie de jardincito plantado de varios tipos de  flores. En él se cuidaba especialmente una planta que en la casa se conocía como “sanalotodo”, una especie de cactus parecido a la de aloe vera cuyas hojas se restregaban sobre pequeñas heridas, golpes u otras contusiones leves para su curación.

En infinidad de ocasiones esta distribución de la casa de campo de El Duque me ha ayudado a recrear en mi mente, de manera muy plástica, como si hubiese estado yo presente, un triste episodio vivido por mis familiares en el verano de 1936 en aquellos meses de sangre y de odio impuestos a la población de Trebujena por los sublevados contra la II República y que terminó con la vida de varias decenas de trebujeneros.

Viñedos en el camino hacia El Duque desde la pasada de La Sevillana.

Me contaba mi padre también que algunas noches llegaban y llamaban a las ventanas laterales de la casas buscando algo de alimento algunos de los hombres que en un primer momento habían conseguido escapar del pueblo para salvar sus vidas y que andaban vagando por el término refugiados y ocultos por los campos y parajes del mismo. Entre ellos iba una de esas noches el líder anarcosindicalista local Miguel Caballero Pazos, Manzana y otros compañeros. Por este motivo la Guardia Civil de Trebujena vigiló y se presentó en varias ocasiones en El Duque preguntando si habían aparecido por allí algunos de esos huidos, advirtiendo a mis abuelos de la grave responsabilidad en la que incurrirían si mentían o si ayudaban a los fugitivos en su huida.

El motivo de esta vigilancia era que mi abuela, Josefa Robles Gómez, era hermana de Dolores La canchola, la esposa de Miguel Caballero Pazos Manzana, una mujer cuya existencia los fascistas locales convirtieron en un puro sufrir, arrebatándole en apenas unos meses de 1936 primero la vida de su esposo Miguel y luego la de un hijo en plena juventud. Pocos años antes, en octubre de 1932, una “enfermedad maldita”, como recogía el periódico anarquista La Voz del Campesino del día 8 de ese mes, se había encargado de arrebatarle también en el Hospital de Mora de Cádiz a Miguel, otro de sus hijos varones con sólo 18 años y también militante activo de la CNT local. La tuberculosis, esa eterna compañera de los pobres y de las clases populares, también quiso sumarse a este ensañamiento, matándole también a Manuel, otro de los hijos de Dolores La canchola.

A comienzos de la década de los años 50 del siglo pasado El Duque tenía una extensión de unas 80 aranzadas, de las cuales 52 estaban entonces plantadas de viñedos, 8 de olivos que tiempos atrás flanqueban el carril que partiendo de la casa llegaba hasta casi el camino del Algarve y finalmente 20 aranzadas de tierra calma en las que en tiempo trabajó como gañán Frasquito. Esta propiedad había pertenecido a Francisco Galán (Curro Pianzo) y luego a sus herederos María Luisa Galán, esposa del médico titular de Trebujena José Muñoz Carrasco, y a Francisco Galán, Paquito Curro, esposo a su vez de María Pepa Luza Jiménez.

Tomando el camino del Algarve (en dirección a Sanlúcar de Barrameda) El Duque está situado aproximadamente a unos dos o tres kilómetros al oeste de la población, aunque a él puede llegarse también por la carrerera que conduce desde Trebujena al río Guadalquivir, girando a la izquierda al llegar al  conocido como Puente Lombera. La finca está situada en unos declives empinados que se orientan hacia el sur, frente al cortijo de Monteagudo cuyas tierras arrancan desde los terrenos próximas a la misma carretera que conduce a Sanlúcar. Nos cuenta Briante, a quien seguimos en algunas de estas ultimas notas, que en 1951 el espacio de marisma existente entre El Duque y Buenavista estaba totalmente inundado, como un lago.

Viñedos próximos al algarrobo.

Las diferentes zonas del terreno plantado de viñas recibían nombres particulares que les habían sido puestos por los moradores de El Duque o por los propios trabajadores que allí se empleaban por temporadas. Estos nombres podían estar relacionados con la naturaleza geológica del terreno que ocupaba el viñedo, con la mayor o menor extensión que tenía esa zona de viñas o bien con alguna otra característica de la misma. Así, la parte alta de El Duque, la que estaba pegada ya a la pasada de la finca llamada La Sevillans, era conocida con el nombre de El Majuelito; la que iba desde la zona conocida como El Lustrillo hasta casi llegar al lugar llamado Puente Lombera, en la carretera rural de Trebujena al Guadalquivir, recibía el nombre de Viña Chica o, finalmente, la porción de viñas conocida como el Cerro de las perdices que quedaba en dirección a La Sevillana, a su izquierda. Pero como ya se ha dicho, las tierras de esta finca no sólo estaban dedicadas a viñedo. En este sentido de nuevo es Briante quien en uno de sus escritos fechado en marzo de 1951 nos ha dejado una nota simpática relacionada con esa otra vocación agrícola de las tierras de El Duque, un curioso hecho protagonizado por una cuadrilla de escardadoras que en esos días se hallaban trabajando en estas tierras.

"Ayer me mandó a pedir la Antonia la de María de Farías mi conocido Cuaderno de Recuerdo para la Luisa, la hija del capataz de El Duque. Como no lo tenía en casa le envié un puñado de trabajos literarios míos acompañados de un severo índice para prevenir el evento de un extravío. Esta noche se me presentó la Antonia: Venía a devolverme mis escritos, cuidadosamente doblados en un periódico cosido con hilo blanco. ¡Se los habían leído de cabo a rabo en el tajo de las escardadoras de D. José el Médico! Era una puntualidad que yo no esperaba… Pero pedían más…No sé qué rara substancia pueden sacar estas pobres gentes a mis incoherentes escritos, la mayoría de ellos con un lenguaje enrevesado y acaso demasiado lírico. Ellas decían que les había gustado mucho y que les había hecho llorar a todas. ¡Buen poder tiene sin duda mi talento! ¡Bonita virtud! La virtud de hacer llorar a los que me escuchan".

El capataz de todas estas tierras de El Duque, de la parte de la herencia que había correspodido a María Luisa y a su esposo el médico José Muñoz Carrasco, era mi abuelo paterno y se llamaba Juan García Arellano, nacido en 1889, Juan Cencerro para todo el mundo en el pueblo, un apodo que sus descendientes hemos heredado con satisfacción y orgullo. Según parece, ejerció este trabajo de capataz en la mencionada propiedad desde los años 1930-1931. Allí vivió, trabajó y formó una familia numerosa compuesta por dos hijas y tres hijos varones, como ya se dijo, hasta probablemente finales del año 1962.

Creo que fue mi padre también quien en cierta ocasión me contó el origen de este apodo de mi abuelo paterno: desde muy antiguo fue frecuente en la España rural y en otros países europeos que la comunidad mostrara públicamente su condena social y reconvención cuando por parte de algunos de sus integrantes se transgredía ciertos códigos de conducta relacionados con el matrimonio que la comunidad entendía que no debían quebrantarse. Así, por ejemplo, estaba mal visto que un viudo o viuda se casaran en segundas o terceras nupcias, o que entre los contrayentes hubiera una exagerada diferencia de edad, o que ambos fueran de muy distinto estatus social.

Cuando estos códigos se transgredían, a los transgresores se les hacía objeto de una “cencerrada”, muchas veces durante la noche de bodas. Esta consistía en una manifestación de desaprobación con ruidos de cencerros u otros utensilios y/o canciones de burlas o mofa cruel hacia los novios protagonizada por grupos de jóvenes. Pues bien, parece ser que a mi abuelo Juan debe el apodo de Cencerro a que siendo un niño habría participado en una de estas “cencerradas” que, por lo visto, aún se hacían en Trebujena en casos parecidos y todo indica también que mi abuelo debió emplearse a fondo en el uso del cencerro en tal ocasión (véase: David Mañero Lozano: Las cencerradas. Transmisión oral, circunstancias y lógica festiva de un género efímero, Revista de Dialectología y tradiciones populares, Vol. LXXII,  2017, pp. 265-288)

Parece ser que el propio poeta Antonio Machado fue objeto de uno de estos actos de burla o “cencerrada” cuando el mismo día de su boda, en 1909, tomaba el tren hacia Zaragoza junto con Leonor, su jovencísima esposa, para iniciar el viaje de novios. En ese momento un grupo numeroso de jóvenes se concentraba en la estación ferroviaria provocando un incidente ruidoso y escandaloso ante los novios, tal vez por el hecho de que el poeta se había casado con Leonor, casi una niña de apenas tenía 15 años, mientras que él con 34 años ya doblaba la edad de la novia (véase José Luis Cano (Editor): Antonio Machado. Antología poética. Biografía, pp. 29-30.

Pero la historia de esta finca no fue sólo la historia de sus dueños, o de su capataz y su familia. De ella formaron parte igualmente los numerosos trabajadores de viñas o las trabajadoras que, como acabamos de ver, se empleaban en ella en las temporadas en las que las necesidades del cultivo lo exigían. Uno de estos trabajadores fue precisamente Antonio Briante quien con 64 años, en 1951, aún seguía realizando aquellas agotadoras peonadas de cava de viña en esos años junto a otros compañeros de cuadrilla en estas tierras de El Duque y de otros patronos de Trebujena, como se verá a continuación.

Nos dejaremos llevar de nuevo por él para conocer de la mano de su pluma algunos aspectos relacionados con la cultura de la viña de Trebujena y con algunos de los usos y costumbres de estos trabajadores viticultores de nuestro pueblo de hace ya casi 72 años. En este caso lo hacía a través de una detallada descripción de todo lo que rodeaba al momento en que, acabada la jornada, los trabajadores iban a cobrar a la vivienda de las propietarias el salario correspondiente a esa peonada de cava, todo ello adornado con minuciosos y curiosos detalles descriptivos de estas viviendas del pueblo.

Así contaba el momento de la tarde en que Briante cruzaba la calle de Palomares y acudía en la tarde-noche del 20-3-1951 a recibir su salario al domicilio del matrimonio formado María Luisa y el médico José Muñoz Carrasco con los que mi abuelo paterno trabajaba de capataz:

"El domicilio del patrono, D. José Muñoz Carrasco, El Médico, está a diez o doce pasos de distancia de casa, la anchura de la calle Palomares (...).

Entramos en casa poniéndose el sol (...) Fumado el cigarrillo de costumbre, salgo a la calle y me incorporo al corro que forman frente a la puerta del patrono mis compañeros de trabajo (...) Entramos en la casa del patrono. D. José está arriba en su despacho. Es la hora en que, terminadas las visitas de la calle, recibe en su casa a las consultas. La esposa, Dª María Luisa, nos saluda a todos afectuosamente. Muchos de los trabajadores son parientes suyos. El capataz, Juan García Arellano, ha venido del campo con nosotros y pasa adentro de la casa a cambiar impresiones con los dueños. Nosotros nos situamos al pie del mostrador de la antigua tienda de la casa.

Juanito, el hijo mayor del capataz, nos va dando por turno a cada uno un gran vaso de vino, que algunos se beben limpiamente de un solo trago. Otros titubean un poco y acaban por mandárselo al segundo golpe.Yo tengo que darle tres o cuatro asaltos. La animación y la alegría se encienden en nosotros instantáneamente. Se lían los cigarros y la charla se generaliza con viva cordialidad. Es el momento eufórico de la jornada.  Media hora de felicidad bien ganada. Curro, el hijo menor del capataz, el peón de mano, va pagando al personal, uno a uno, 28 pesetas en la mano. Tomamos el segundo vaso de vino y a casa a enfrentarse otra vez con la realidad".

Es hora de concluir ya, pero como no quiero privar a ustedes de esta pormenorizada imagen de una vivienda trebujenera de la época, propia de pudientes y medianos campesinos, les dejo con esta otra descripción de ese mismo momento vivido por él varios días más tarde. En este caso en el domicilio de la patrona viuda del que era el otro heredero de El Duque:

"Doña María Pepa viuda de Paquito el de Curro, con domicilio en una de las casas más magníficas de Trebujena que extendía su fachada desde la calle Guzmanes hasta la carretera de Jerez por donde tenían entrada las bodegas y el patio de lagares y maquinaria. Tenía un amplio jardín de 30 pasos de largo por 20 de ancho al lado de una fachada con una verja de hierro y puerta a la calle Guzmanes. En el centro del jardín había un gran aljibe rodeado de parterres llenos de flores. En las paredes, jazmines, diamelas y rosales trepadores. (…) Al lado del jardín da la fachada principal de la casa, es decir, al interior como si desdeñara la calle para su lujo y comodidad. Una puerta con escalinata al jardín y dos balconcillos bajos a cada lado. En la planta alta un balcón monumental en el centro sobre la puerta y dos balcones menores a cada lado. En la sala de recibir de la casa he apreciado un óleo de grandes proporciones firmado por Gonzalo Bilbao. Representa a un pertiguero de la catedral de Sevilla vestido de dalmática y es, a mi juicio, de regular mérito.

Al obscurecer los trabajadores hemos entrado en la casa por grupos y sin gran ceremonia y hemos pasado al jardín que lo ocupamos casi todo, pues somos 35 hombres. Allí comentamos la jornada de trabajo, la dureza de la tierra y las dificultades que la yerba tan crecida ofrece a la labor. “Tolá”, el viejo, fiel sirviente de la casa, nos va convidando por turno, primero un vaso de vino y después de fumado el correspondiente cigarrillo, el otro. Deseguida desfilamos por el despacho para cobrar. Nos paga María Pepa, la dueña de la casa, que es una señora joven todavía, vestida de riguroso luto, bajita, rubia y con unos ojos bellísimos que irradian la simpatía. Al pagarnos tiene una sonrisa y una palabra amable para cada uno de nosotros. Le acompaña y le ayuda su hijo Felipe, joven de 18 años, bajito y rubio y buen mozo (…)".

Hasta aquí estas páginas sobre El Duque y sus gentes. Pero antes de finalizar quiero expresar mi agradecimiento a aquellos de mis familiares que me han ayudado a escribirlas aportando información sobre aquellos aspectos para los que mis recuerdos ya no eran suficientes: a mi hermano Juan, a mi cuñado Diego Ossorio por sus fotografías actuales sobre El Duque y a mi prima y mis primos Manoli, Juan y Paco.