No estoy muy seguro, pero deben de ser alrededor de las diez y media de la noche. Cientos de personas se amontonan en la Plaza Romero Martínez. Unas ríen, otras lloran. Todas de rigurosa vestimenta oscura y nadie indiferente. Todo hace pensar que algo ha pasado. Todo hace pensar que allí está teniendo lugar el duelo. ¿Quién ha muerto?, preguntan los curiosos. Pues tú, y yo, aquél y aquélla. Un poquito de todos quizás. O no ha muerto nadie. Nos quieren hacer creer que hemos muerto, pero yo no me veo tan mal como para estar muerto. Yo creo que esto es un sueño.
El Grito en el Cielo parece situarnos en una reflexión sobre el final de la vida en su acercamiento inminente, e inevitable, hacia el abrazo con la muerte. Quizás el problema radica en situar el punto de partida. ¿Dónde marcamos el inicio de tal camino? ¿Acaso no es la vida en su totalidad un acercamiento hacia este abrazo? Definitivamente no, El Grito en el Cielo no habla de nuestros abuelos y de nuestras abuelas, de los geriátricos. Nada es tan simple con La Zaranda. Nos encontramos ante una obra que nos toca el alma a todos, y la muerde, dejándola sangrar durante un buen rato, hasta que la risa, un tanto absurda (en la misma medida que necesaria), vuelve a brotar y a ridiculizarnos. Y con ella nos situamos en un nuevo punto de partida. Y de nuevo seguimos avanzando en el carrusel de la vida, en el que todo vuelve al mismo punto. El eterno retorno atado a un gotero y a una mascarilla de oxígeno.
La Zaranda, ese teatro inestable de Andalucía la Baja, vuelve a situarnos ante un escenario desnudo. Nada de lo que aparece en él es un mero espectador de lo que allí sucede. Ni siquiera el patio de butacas. Nuestras risas nos hace cómplice de lo que allí sucede. Nuestras lágrimas nos hace víctimas. Una eterna lucha en la que cada vez se hace más difícil identificar al culpable. No hay decoración; todo, absolutamente todo, tiene su función. Y sigue avanzando hacia una escena metálica, ya no sólo en lo visual, sino que al patio de butacas llega el sonido del metal arrastrado sobre las tablas. Frío metal que las luces resalta. Magistral puesta en escena, belleza estética difícil de superar.
Y a pesar de esto, a las puertas del teatro, como en todo funeral, no todo el mundo llora, sino que hay quienes recordando al finado, ríen. Y no es que nos hayan repetido hasta de nuevo rozar el absurdo que seamos positivos (“sé positivo, sé positivo, sé positivo”), sino que la risa y la sonrisa son nuestros bastones en el camino para escapar. Un camino lleno de incertidumbres, de oscuridad (“¿hay algo?, ¿hay algo?” “No hay nada. No hay nada. No hay nada”), pero por el que, por suerte, no vamos solos.
En el preámbulo de La Zaranda, tanta pasión... tanta vida, Wilson Escobar (Ed. Escenología, México, 2003), nos cuenta: “Un espectador se lanzó al pasillo central, impulsado por una emoción profunda y verdadera, se arrodilló y adoptó la postura de quien reza. Su gesto, tan espontáneo como auténtico, encerraba ya una verdad que, entonces, me era desconocida en el teatro: el privilegio de haber asistido a una ceremonia sagrada. A nuestro modo, el resto de espectadores adoptamos su actitud en aquel improvisado templo”. Y así, anoche, 27 de noviembre de 2015, pasó La Zaranda, ese teatro inestable de Andalucía la Baja, por las tablas, dejándonos con las almas desangrándose ante el retablo que acababan de construir sobre el escenario.
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