La Banda Morisca, grupo gaditano cuyo prestigio internacional sigue creciendo tras más de cinco años y dos discos, cierra en Madrid la gira que les ha llevado por salas de toda España.
Hay un momento en casi dos horas de concierto en el que el vocalista de La Banda Morisca, José María Cala, recuerda al público, no por casualidad, el papel histórico que hace más de mil años jugó el enigmático y extraordinario poeta, músico, gastrónomo, y tantas otras cosas, asentado en Córdoba y conocido como Ziryab. Probablemente sin él, sin todo lo que significó Al-Ándalus, y sin ese territorio, esa banda, esa franja morisca, que separó hasta el siglo XV el reino de Granada del de Castilla, no se entienda buena parte de lo que, para bien o para mal, somos hoy. Aquel liberto de caraoscura y pulcra voz no solo influyó en los hábitos sociales y en la creación de conceptos como la moda, no solo nos enseñó a peinarnos el flequillo o a sentarnos a la mesa con mantel y cubiertos de plata, sino que fue el responsable de descargar en la Península un sinfín de melodías orientales que son la base de nuestra música tradicional, entre ellas el flamenco.
Empeñado en transmitir todo ese legado cultural anda desde hace más de cinco años este quinteto gaditano que procede de diferentes municipios de la provincia como Jerez, Trebujena, Algeciras pero también de la vecina El Cuervo. "Queremos recuperar la música que nos robaron, al igual que nos quitaron nuestro idioma. Es nuestra cultura, la música andalusí es nuestra", proclamaban sus integrantes en una entrevista con lavozdelsur.es el año pasado. Con cada vez mayor eco y reconocimiento (una revista norteamericana especializada los consideró entre los mejores grupos de músicas del mundo de 2016), La Banda Morisca ha rematado su gira española por salas con un vibrante bolo en la capital, donde además ha podido arroparse con otros grandes músicos invitados para la ocasión, como el joven saxofonista Antonio Lizana o el curtido percusionista Sebastián Rubio, componente de Radio Tarifa, mítico grupo de world music del que estos moriscos de Cádiz parecen en parte recoger el testigo.
A cada golpe de directo ofrecen sorpresas y grandes destellos de calidad musical
El coqueto Intruso Bar de Malasaña ha servido, el pasado domingo 26 de marzo, de lanzadera para poner de largo este singular proyecto musical. Una experiencia y una investigación que recorre más de mil años de historia cultural, mientras navega sin dificultades bordeando las dos orillas del Mediterráneo, para proponer un abigarrado mejunje de estilos y sonoridades. Como el título de su segundo disco, Algarabya, los componentes de esta agrupación, que a cada golpe de directo ofrecen sorpresas y grandes destellos de calidad musical, han armonizado lo que en principio podía intuirse como un lenguaje ininteligible. Con el soporte del flamenco para comenzar a edificar su torre de Babel, los chicos de esta original banda narran historias olvidadas, emplean instrumentos de nombre impronunciable, y ejercen una labor de rescate casi arqueológico más que encomiable.
En unos tiempos tan lúgubres, donde todo (incluida la cultura) se mide por la rentabilidad que prefija la industria y las comunidades sociales de la red nos alejan cada día un poco más de lo que en teoría nos acercan, donde los populismos más siniestros señalan a ‘el otro’ como el gran culpable de todos nuestros males, este grupo se limita sencillamente a reivindicar su amor por la música en un contexto integrador. Lejos de cualquier activismo musical ideado por las garras del marketing, José María Cala, José Cabral a las cuerdas, Andrés Rodríguez a las baquetas, Juan Miguel Cabral 'El Coyote' al bajo, y Antonio Torres a los vientos, chorrean pureza y pasión en el escenario. Y todo eso es digno de celebración.