"Quedan días de verano", cantaba Amaral allá por el año 2005, y la editorial Anagrama ha reeditado este año 2024 una nueva edición, y con esta ya van siete, de Raymond Carver, Todos los cuentos, en su colección Compendium. Verano y cuentos son dos términos inextricablemente unidos en el inconsciente de un colectivo que siempre ha esperado al verano para sumergirse en la lectura de unos textos no demasiado largos mas profundos al mismo tiempo. El mal llamado realismo sucio, que tanto Carver, como Richard Ford (premio Pulitzer 1996 o Princesa de Asturias 2016, entre otros), o John Cheever denostaban, se convirtió en una de esas etiquetas que, aun reconociendo errónea los estudiosos de la obra de todos estos autores, se ha mantenido hasta la actualidad.
No se trata de un realismo que alabe la podredumbre, ni utiliza un lenguaje soez; sus historias tratan de personas corrientes, normalmente de clase baja o media-baja, que no eran sino aquellos habitantes de los barrios donde se desarrolló gran parte de la vida de Carver, sus vecinos o familiares de sus vecinos, gente que apenas llegaba a fin de mes, que tenían que malvender sus muebles para seguir adelante, parados que no cobraban ningún subsidio y carecían de seguridad social. De alcohólicos, como Carver o su propio padre, de quien también heredó el amor por la naturaleza y la pesca, que se destruían a sí mismos a la vez que a sus familias, de familias desahuciadas, pero también con ansias de esperanza. Raymond Carver, nacido en 1938 en Claskanie (Oregón), vivió apenas 50 años.
En el año 1977 los médicos le aconsejaron que cambiase su forma de vida porque al ritmo que iba le daban 6 meses de vida. Ingresó en un centro de rehabilitación para alcohólicos y cuando salió volvió con la que fuera su primera y sufrida esposa, Maryann Burk, y, aunque no volvió a probar una gota de alcohol, la relación ya estaba hundida, rota. Su separación le llevó a conocer al año siguiente a la que se convertiría en su compañera hasta su muerte en 1988 en Washington, de un tumor cerebral asociado al cáncer de pulmón que Carver sufría. Esta era Tess Gallagher, poeta como él, quien le ayudó a compilar y reescribir tanto cuentos como poemas. Esos diez años que pasó con Gallagher los consideró como milagro, regalo o propina.
Hay que recordar que otra de las etiquetas que acompañan a la obra de Carver es el marchamo del minimalismo. Cuando Carver acudió a las clases de su admirado John Gardner, este le dio varios consejos, entre ellos resaltamos dos; el primero trata sobre las lecturas aconsejables. Gardner pensaba que Carver debía leerse todo Faulkner, para continuar después con Hemingway para borrar al primero y después continuar con su propia escritura. Carver le hizo caso y Hemingway pasó a formar, junto con Flaubert y sobre todo Chéjov, parte de sus referentes narrativos fundamentales.
En cuanto al segundo consejo, que podemos relacionar también con el minimalismo, Gardner le aconseja reducir el número de palabras de la frase: si hay veinticinco palabras y se pueden reducir a quince palabras, mejor. Aquí entra en juego quien fuese su editor la mayor parte de su vida: Gordon Lish. Para Lish, mejor dejar la frase en cinco palabras que en quince. Este, como carnicero (utilizando la expresión del propio Carver) le cercenaba los textos, dejándolos a veces en la mitad, modificando personajes, eludiendo escenas y cambiando finales. Esto se comprueba fehacientemente en varios de los cuentos que aparecen en el Compendium, donde los lectores encontrarán ambas versiones.
Dejo aquí como ejemplo uno de los cuentos que Robert Altman llevara al cine bajo el título Short Cuts en 1993. El cuento se titula en la versión de Lish El baño y consta de ocho páginas. En la versión del propio Carver se titula Parece una tontería y tiene una extensión de veinticinco páginas. La primera versión resulta más descarnada y la segunda, la de Carver, más empática, se muestra más corazón.
No hay espacio aquí para los versos de Carver, tan unidos a sus cuentos y a los de su amado Chéjov. Tan unidos que Carver y su esposa Tess extraían de textos narrativos del autor ruso, frases, estrofas, párrafos que fungían como poemas y los insertaban entre los propios poemas de Carver. Pero de esto hablaremos otro día, quizás otro día de verano, o en los cuarteles de invierno.
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