Quiero recuperar ese silencio del final en la sala. El silencio denso que sobrecoge cuando se evidencia el mensaje de la película en ese final atroz y suspendido. Sacudida colectiva. La obra artística como raíz y poso para la conciencia común; o para quizás la toma de conciencia por primera vez; o quizás, ojalá, para abrir los ojos al que no quiere ver. Las tortugas no tienen orejas, pero no son sordas. Quiero quedarme en el arma artística como obra política para agitar conciencias. Un arma levantada a partir de ese cine de manufactura artesanal, de estructura narrativa clásica, hitchcockiano y con guiños al polar francés, pero también a ese cine sobrio e hiperrealista de los hermanos Dardenne, y por supuesto al del maestro británico del cine social Ken Loach.
Pero todo hecho en Cadiz, con acento y raíces profundas. Produciendo talento y exportando ojo hipercrítico, no solo en la cuarteta jocosa del chirigotero, también en la mirada lúcida y despojada de artificios de un cineasta, Juan Miguel del Castillo, parido en esta tierra de talento y miseria. Ese submundo de la droga y la marginalidad en algunas de las barriadas más pobres de España, tan bien reflejado en la película, demuestra lo poco que ha cambiado esta tierra desde la radiografía de los 90 en Padre Coraje, de Benito Zambrano —o películas como Grupo 7 de Alberto Rodríguez—, a estos 2000 que ambienta Del Castillo con La maniobra. Y lo peor es que pasan las décadas y Cadiz se mantiene como una sombría estadística donde lo sumergido resiste bajo el decorado de cartón piedra del turismo, el chanchullo y el chapú.
Ha echado mano el director de cine jerezano Juan Miguel del Castillo para su segundo largometraje de la novela del gaditano Benito Olmo, La maniobra de la tortuga, y ha asomado la cabeza una cinta, perdón por el tópico, tan valiente como necesaria. Valiente y necesaria porque relata las fallas del sistema, las pone en evidencia y demuestra, sin acudir al panfleto o al melodrama —aunque a veces se peque un poco de trazo grueso— que todo en nuestro ecosistema social, económico y político sigue naufragando para que lacras como la violencia machista, interconectadas con otras como el paro o la baja formación, no vean su fin.
La amenaza es silenciosa, fantasmagórica —quizás lo más demoledoramente poético del filme—
Vivir es menos difícil con los ojos abiertos para Cristina (Natalia de Molina), que nos ahoga y angustia cuando camina con ojo de pez cada vez que suena la amenaza a través de su móvil. La amenaza es silenciosa, fantasmagórica —quizás lo más demoledoramente poético del filme—. Ella se siente un número más en la estadística, presa de su agresor, intentando protegerse en su caparazón, mientras que el criminal, un depredador al acecho, demuestra que le han dado toda la ventaja y el tiempo del mundo para volver a las andadas de sembrar el terror.
El agente apartado, Manuel (Fred Tatien), como una suerte de Alain Delon convertido en antihéroe alcoholizado, sabe que siempre se puede hacer algo más, aunque solo sea para exorcizar demonios, y lo hace hasta las últimas consecuencias. La cinta parece ambientada cuando comenzaron a contabilizarse los casos de asesinatos machistas en España (2003), pero desgraciadamente también podría estar enclavada hoy en día. He ido a verla al cine el mismo día que este periódico ha publicado una entrevista con María Salmerón, esa madre que —si el Gobierno no lo remedia— irá a prisión por proteger a su hija de un padre maltratador. Un condenado que, perversas maniobras de este sistema fallido, no ha pisado la cárcel en estos años. He ido a verla al cine el mismo día que tras una discusión con su mujer, un hombre ha pegado fuego a su casa en Jerez. Quiero recuperar ese silencio al final de La maniobra de la tortuga. El impacto permanece.
La maniobra de la tortuga puede verse en cines de toda España desde el pasado 13 de mayo.
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