Cuando decimos que no nos gusta la ciudad que estamos heredando, y hablamos de eso del modelo de ciudad y cómo éste es transversal a todos y cada uno de los aspectos que componen una ciudad y sus modos de convivir, quizás uno de los aspectos más confusos es aquél que hace referencia a cómo influye el modelo de ciudad en la cultura de ésta. Pues bien, llegadas estas fechas, nos encontramos ante uno de los mayores ejemplos de cómo lo hace: las Zambombas.
En los últimos años hemos visto cómo estas expresiones folklóricas típicas de nuestra tierra parecen multiplicarse a lo largo y ancho de toda la ciudad y con cientos de interpretaciones. Pero lo cierto es que tan sólo “parecen multiplicarse”, porque nada más lejos de ello, sino que más bien la Zambomba está corriendo el riesgo de desaparecer, a pesar de los interesados esfuerzos por declararla Bien de Interés Cultural Inmaterial. Y es que habría que cuestionar a qué responden esos esfuerzos, si a unos intereses realmente culturales o a un afán por decretarla como el reclamo turístico perfecto para esta época del año, como la marca de temporada de invierno en este nuevo supermercado que es la ciudad.
En el recuerdo de nuestros vecinos y nuestras vecinas de mayor edad queda aún el olor a lumbre que acompañaba a la Zambomba. Se reunían alrededor del fuego y compartían. Ésta es, sin duda, una de las particularidades que caracterizaban a estas expresiones culturales: el hecho de compartir. Compartían el día, desde horas antes del comienzo de la fiesta, pues se compartían los preparativos de la misma. Incluso desde días antes. Compartían risas, cantos, vinos, anís, pestiños, potaje, palmas, bailes, risas, cantos, vinos, anís, pestiños, potaje, palmas, bailes, risas... Todas las personas aportaban al común, y si alguna familia no podía aportar al común, el común aportaba a la familia. Nadie quedaba excluída de la fiesta.
Otro de los aspectos que eran innatos a estas manifestaciones era la horizontalidad de los mismos. Todo el mundo se situaba en el mismo peldaño, ése que era marcado por la fogata. Y alrededor de la misma, compartían... Ahora a la calle llega algún olor de chimenea del interior de alguna casa, mientras nos damos codazos por ver la fiesta que el coro flamenco (y algunos ya ni esto) está montando en el escenario. Calles cortadas, cientos de personas agolpadas, un escenario a tres metros de altura, varias unidades de televisión retransmitiendo, empujones para que te sirvan una cerveza en la carpa montada para la ocasión y un grupo de artistas profesionales que nos observan desde allá. Quizás sí que haya alguna diferencia, ¿no?
¿Y dónde entra el modelo de ciudad en todo esto? Pues bien, hagamos un repaso al centro histórico de la ciudad. Cada vez más casas de vecinos están vacías y/o derruidas, y los barrios históricos que las albergaban se despueblan, y con ello, esas formas de vivir en las que no todo, pero sí mucho, se compartía, van desapareciendo. En su lugar, en los últimos años de una manera quizás exagerada, algunas calles del centro se han convertido en una continua terraza de bar. Unas tras otras, las terrazas de bares van privatizando el espacio público, convirtiéndose éstas en los únicos lugares permitidos para compartir en la calle. Y claro, la organización de la reinventada Zambomba da dinero, mucho dinero.
La gente ya no saca de casa la bandeja de pestiños, ni el vino ni el anís para compartir. Lo público y lo privado se dan la mano para que el reclamo llegue a su punto culmen: el consumo. Es por ello que no debemos dejar de insistir en la importancia de la organización popular. Y tal vez en esto se resuma todo lo anterior: la zambomba era una expresión cultural popular, con todo lo que ello significaba.
Y por si aún queda alguna duda, con esto no queremos dar una estacada a la Zambomba, sino todo lo contrario, resucitar aquello que le era propio. Que así sea.
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