A Felipe Marín Morete le faltan tres meses para cumplir 86 años y su mayor deseo es invitar a cenar a toda la familia por su cumpleaños. El otro ya se cumplió. Por eso tiene una cena pendiente desde el pasado mes de julio, cuando el equipo de sus amores ascendió después de 15 años. “Pensaba que a mi edad no volvería a ver al Cádiz en Primera”, reconoce satisfecho este hombre, que ya puede presumir de haber vivido las 13 temporadas que el equipo ha estado en la máxima categoría. La historia de Felipe, natural del barrio de La Viña, donde nació el año 1935, en la calle Jesús, María y José (actual calle Paraguay), está estrechamente ligada al Cádiz Cf. Tanto es así, que no se podría entender su existencia -además de por la gracia del vientre de su madre- sin el submarino amarillo. Desde el salón de su casa, ubicada en la Avenida de la Bahía, disfruta de unas impresionantes vistas del puente de ‘La Pepa’ y en sus paredes apenas queda espacio entre marcos y fotografías. La mayoría son de familiares, pero con una mínima visual se adivina la afición reinante en este hogar gaditano.
Se acomoda tranquilamente en su sofá marrón, viste un polo azul con el escudo del Cádiz de la época del Mirandilla, que le hizo su nieto José Antonio en el taller de serigrafía donde trabajaba. Esta familia rezuma cadismo y el patriarca está a punto de demostrarlo. Bajo la atenta mirada de su hijo, Chele, y su nieto, Fran, comienza afirmando que la afición le viene desde muy niño. “Sigo al Cádiz desde que tenía unos 11 o 12 años, al principio venía un vecino, Juaqui, que estudiaba conmigo en el colegio San Rafael (El Grupo)”, y recuerda que “de cuando en cuando hacíamos rabona para ir a los entrenamientos en El Mirandilla”.
Acaba de llegar Feli, otro de sus hijos, y Felipe se levanta animoso para enseñar una de las fotos que tiene colgada en su salón. “Esto es en El Mirandilla y lo que hay detrás es la Plaza de Toros -apunta con el dedo a la instantánea- aquí también se ve la grada donde nos poníamos de pie, había un escaloncito y el que llegaba primero se colocaba, pero al final estábamos todos apeguñaos al sol”, relata con total precisión. Mientras sostiene la foto, cuenta que ese era el Cádiz en la temporada 43-44, cuando jugó el Quinto Grupo: “Si ganaba ese partido ascendía a Primera y con un empate también le servía”. Como no podía ser de otro modo, con ese sufrimiento intrínseco que caracteriza al equipo amarillo, perdió 0 -2. No satisfecho, añade: “Tengo un libro por ahí que dice que este señor —señalando a Camilo Liz— que fue técnico del Cádiz y el defensa central, se vendió…”. Hay que buscar culpables.
Felipe creció en una familia muy humilde con ocho hermanos. “Vivíamos en una casa de dos habitaciones”, tercia tras la mascarilla. Sus padres no tenían dinero para pagarle las entradas del Cádiz y lo cierto es que no valían muy caras, pero “había que hacer mucho sacrificio”. Así que de chiquillo, cuenta, “aprovechaba las mareas bajas de La Caleta y me iba al basurero para coger cristales, huesos y trapos. Luego los vendía en el baratillo por un real o dos perras gordas y con eso juntaba para comprarme las entradas”. Admite que lo hacía porque no valía para colarse, pero se sabía la treta al dedillo: “En la tapia del campo de fútbol había unos cartabones y la gente cortaba las esquinas con un martillo y un cincel para subirse y entrar por ahí”.
En aquellos tiempos, el fútbol era cosa de hombres y se hacía impensable que las mujeres fueran al campo. ¿Las previas? Inexistentes. “Solo había un par de personas vendiendo agua con un cántaro por una gorda o una chica”, comenta este abuelo cadista, que opina que la afición de antes era mucho más exigente. “Como fallaran algo nos cagábamos hasta en sus muertos”, dice mientras se oyen risas en el salón -parece que la cosa no ha cambiado mucho desde entonces-. Felipe guarda grandes recuerdos de sus más de 70 años de cadismo militante. Una de ellas fue en un partido del Cádiz contra el Castellón, todavía en El Mirandilla. “Mi amigo Juaqui me preguntó si nos tirábamos al campo para pegarle al árbitro porque, la verdad, era malísimo. Fuimos a por él, la Policía nos cogió y nos llevó a la Comisaría de la calle Benjumeda. Éramos unos chiquillos… Y el castigo fue que cada vez que jugara el Cádiz, teníamos que ir al cuartelillo”.
Tiempo después vino la mili. Se salvó de estar en “el pelotón de los torpes” porque un superior, “que seguro que era cañailla”, le hizo escribir en una pizarra el resultado “San Fernando 3 – Cádiz 0” para comprobar si era o no analfabeto. No lo era
Años más tarde, con 14 o 15 años, ya en los años 50, su padrino Felipe le llevó de excursión a ver el Cádiz contra el Algeciras en un camión. “Llegamos al estadio y había un tío con un altavoz que solo sabía decir: ¡Qué lástima que la explosión no os matara a todos!”, recuerda con cierto coraje. Felipe insiste en que la provincia, a excepción de Puerto Real, el Puerto de Santa María y La Línea, “no ha podido ver nunca al Cádiz”. La vuelta en camión desde Algeciras fue algo movida. Tuvieron que pasar por la Calle Real de San Fernando, donde antiguamente transcurría la nacional. “La gente empezó a gritarnos y nos pusieron de cabrones y maricones pa’ rriba. El que iba al lado de mi padrino le pegó un botellazo a uno de la calle y nos paró la Guardia Civil”. Cómo tuvo que ser aquello, para que todavía se acuerde de la “pechá de guantá que dieron los guardias”. Al del botellazo lo detuvieron y algunos tuvieron que ir a juicio como testigos, entre ellos Felipe: “Nunca se me olvidará entrar en el Juzgado y tener que levantar la mano delante del cuadro de Franco…”. El nombre del dictador le devuelve de inmediato a sus años en El Grupo: “Me echaron del colegio porque no quería cantar el himno nacional ni levantaba el brazo… Cuando mi madre fue a preguntar el motivo de mi expulsión, le dijeron que no podía volver al colegio porque tenía sangre comunista”. Por suerte, su madre lo había apuntado a un colegio de la calle Santa Elena y pudo aprender, al menos, “de la primera a la tercera cartilla y primero de enciclopedia”.
Su primer trabajo fue como lazarillo de una mujer ciega y le duró medio día. Tiempo después vino la mili. Se salvó de estar en “el pelotón de los torpes” porque un superior, “que seguro que era cañailla”, le hizo escribir en una pizarra el resultado “San Fernando 3 – Cádiz 0” para comprobar si era o no analfabeto. No lo era. Una vez más, el Cádiz estuvo presente en su porvenir. No obstante, reconoce que hubo un primer intento cuando empezó la instrucción, en el que no supo escribirlo: “Por aquel entonces yo tenía novia, que fue la madre de mis hijos, y cuando me dio la tarjeta que ponía no sabe ni leer ni escribir, me harté de llorar”. Más adelante se metió en la Primera Brigada y le destinaron al Instituto Hidrográfico. “Fueron los dos mejores años porque se comía maravillosamente”, rememora con la expresión del que comía tres veces al día por primera vez. “Eran tiempos de miseria y mucha hambre”, comenta.
Llegaron los años 70 y las contratas de Astilleros, donde los trabajadores tenían facilidades y descuentos para sacarse el carnet de socio. Nuestro protagonista cuenta una anécdota un tanto delicada de aquel momento, cuando quedaban los sábados en Casa Tino para jugar unas partiditas. “Vimos dos autobuses dirección Plaza Pinto y Tino nos dijo que se iban para Madrid a ver jugar al Cádiz. Uno de mis compañeros se envalentonó y nos dijo que nosotros también podíamos ir a Madrid. Sin pasar por casa, nos montamos los cuatros en el Renault 5 con la ropa del trabajo todavía puesta, con tan mala suerte que a la altura del peaje de Lebrija pegamos un frenazo y nos chocamos con un mojón de la carretera”, resume el abuelo Felipe. Su hijo Feli estaba recién nacido y llamaron a su hermano Pepe desde hospital Virgen del Roció avisándole de que “no nos habíamos matado de milagro”. Estuvo 8 o 9 meses de baja, todavía se acuerda de que cobrara 121 pesetas y que pudo tirar con su mujer y cuatro hijos “porque en la contrata se ganaba un buen dinero y tenía mis ahorritos”. Se partió la tibia y el peroné, como los futbolistas, pero eso no le quitó las ganas para que, años después, volviese a Madrid para ver un Cádiz-Rayo con su hermano Manolo, que estaba en la peña ‘Los Barbis’. Todos sus hermanos fueron cadistas y sigue defendiendo con ahínco que la primera persona que se puso una camiseta del Cádiz en el antiguo Carranza “no fue Macarty como la gente piensa” sino su hermano Luis, que “se la hizo mi cuñada Manuela con las agujas, mitad amarilla y mitad azul”.
Durante unos instantes, sus hijos se ausentan del salón e inmediatamente aparece Feli con lo que parece de primeras una reproducción de la antigua torre de preferencia a modo de trofeo. Efectivamente, una réplica en miniatura con el último marcador que tuvo la torre (Cádiz 2 – Terrassa 0) y una chapa en la que reza: “Al abuelo más cadista: Felicidades por tu 75 cumpleaños”. Luego llegó Chele con la camiseta del Cádiz que le prometieron si ascendía a Primera, curiosamente 10 años después de su 75 cumpleaños. “Él decía que no iba a verlo ascender y mira por dónde, ahora tiene una camiseta con su nombre y el número 85”, comenta dichoso.
Felipe es ese tipo de cadista, un poco “pesimistón”, que no celebra el primer gol porque piensa que “un gol siempre es un empate” y que incluso, en algún arrebato, ha llegado a quitarse de socio y se ha gastado después un pastizal en comprar entradas en taquilla partido a partido. “Esto me pasaba en los descensos cuando sufría mucho, no te lo puedes ni imaginar”, asegura. Felipe siente tanto el Cádiz que le ha puesto velas al Nazareno y la Virgen de la Palma para que ayudase al equipo. El peor descenso lo vivió en Alicante, contra el Hércules, en 2008. “Se apuntó sin decir nada y al final nos obligó a ir a mi, a mi mujer y a mi sobrino. ¡Teníamos que vigilarlo!”, espeta su hijo Feli. Los recuerdos más bonitos, como todo cadista, son de los ascensos, aunque advierte que no estuvo en el mítico ascenso contra el Xerez en Chapín.
El último ascenso lo vivió en casa con sus dos hijos, pero no quiso salir a la calle para ver el ambiente. Sus razones tiene: “Este año estoy contento porque el Cádiz ha vuelto a Primera, pero también ando disgustado porque le faltaba un punto para ser campeón. Le habíamos ganado el gol average al Huesca, al Zaragoza y al Almería… ¿Tú te puedes creer que se pueden perder los tres últimos partidos por mediación de penalti?” Se pregunta con el tono de los cadistas sufridores. El número 50 de la fila 11 de Fondo Norte sigue sin ocuparse desde que el coronavirus irrumpiese en escena. Es el sitio de Felipe, al que el corazón le dice que “vamos a estar bastantes partidos sin ir al estadio”. No niega que lo vive más tranquilo desde su casa “porque en el estadio se sufre mucho y yo tengo una lesión en el corazón”. Aprovecha, se señala el bolsillo, y dice que ahí también tiene una lesión por la que se le va todo el dinero. “¡Cómo no voy a querer volver al estadio si he pagado la mitad del carnet!”, exclama jocoso. Algunos fines de semana también se baja al club Alcázar y ve los partidos con los amigotes.
Felipe vivió el fútbol antiguo, el de los jugadores con bigote, y fue testigo de cómo un entrenador del Cádiz puso cuatro sillas en la portería antes de tirar un penalti, “para ver qué futbolista rompía antes la silla de una pepinazo”. Ese sería el elegido. Sin embargo, prefiere el fútbol moderno porque dice “tienen más técnica”. Preguntado por el polémico cambio de nombre del estadio del Cádiz, del que ha sido socio de las cuatro gradas, se muestra meridiano: “Se que Ramón de Carranza fue un fascista, así que mira… Yo les propondría como nombre ‘Estadio Felipe Marín Morete’, aunque Nuevo Mirandilla tampoco está mal”, responde -quién sabe- si el pequeño Felipe de 11 años que hacía rabona para ver al que, 75 años después, sigue siendo el equipo de sus amores.