Cádiz es una de las ciudades del viento. Son muchas entre las costeras de todo el mundo pero en este lugar tiene nombre propio, Levante. Es el tesoro que hincha las velas desde Tarifa hasta Sanlúcar para bendición de todos los amantes de los deportes náuticos, del kite a la Sail GP, de los veleros infantiles al windsurf. Cuenta la leyenda que, incluso, espantó a los villanos que iban a llenar las playas de hormigón y datáfonos.
El sábado, primera jornada grande de la escala de la competición de los catamaranes bólidos en la Bahía de Cádiz, ese elemento invisible pero audible demostró tampoco hace tanta falta. Ni la ausencia de ese combustible célebre y legendario, Eolo le llaman los resabiados, de presencia tan frecuente, fue capaz de parar las máquinas.
"Es que este ambiente no se ve en ningún otro sitio. Hemos ido a muchas competiciones de la Sail GP y de otras competiciones. Nada que ver. De verdad. No es por ser diplomáticos. En ningún sitio se celebra algo así tan cerca de una ciudad como esta, toda llena de gente", afirma Mildred Bailley junto a su pareja, Stephen, dos irlandeses de Eire sin apenas acento, de tantos trienios, que viven en Sevilla y bajan hasta Cádiz por segundo año consecutivo.
Bullicio tempranero
A partir de mediodía, la estación de Renfe, los aparcamientos y los autobuses son vomitorios que arrojan miles de personas a las calles del comprimido casco antiguo. Los aficionados a los deportes náuticos, los que saben a qué se juega y cómo se juega, son minoría. Para qué mentir. Lo común es salir a darse una pequeña fiesta, convertir la convocatoria en excusa, otra, para echar el día en la calle y ver la ciudad coloreada, atestada.
"Mi marido y mi hijo me han intentado contar un poco pero no sé, la verdad. Son barcos que van muy rápido, así como coches de carreras, pero la verdad es que ni los miro. A mí lo que gusta es ver Cádiz así", afirma Carmen Condal, veterana del casco antiguo y paseante por el Mentidero.
Una comparsa canta sobre el tablao con un auditorio que ni en los días grandes del Carnaval en la calle. Dos esquinas más allá, por Bendición de Dios, una chirigota con primer premio frente al Baluarte de la Candelaria.
El entusiasmo se concentra en el perfil Norte del casco antiguo. Las filas de espectadores son triples, cuádruples, cuando los veleros reciben la señal de salida
En el entorno de la histórica e irregular plaza es imposible encontrar mesa ya a las dos de la tarde. En un kilómetro a la redonda, tampoco. Los que comparten actitud desinteresada y dicharachera con esa vecina septuagenaria son mayoría entre los gaditanos. Entre los forasteros hay un nivel, algo, mayor de iniciados.
El entusiasmo ante la fiesta que cierra el postverano local se concentra en el perfil Norte del casco antiguo. De la plaza de Mina y San Antonio, del mentado Mentidero, hacia el borde del mar de la Bahía, nunca el Atlántico, se junta todo. "Ahí no hay quién se acerque, mira, mira cómo está eso", dice Luis Galván señalando a la acera curva frente a la Iglesia del Carmen y el antiguo gobierno militar.
Las filas de espectadores son triples, cuádruples, cuando los veleros reciben la señal de salida. Banderitas y bufandas de varios países, un banderón de España, mucho polo rojo, algunos prismáticos, miles de gafas de sol. Hay una carrera de barcos, dicen, pero en realidad es la justificación para celebrar otra vez la misma ciudad y su comunión con el mar omnipresente. "Mira, mira, ahí va España", grita Macarena López, portuense y uniformada con sus hijos.
Las balaustradas de gris marmóreo están protegidas por vallas rojas para prevenir la avalancha. Finalmente, progresivamente, llega pero de forma tan serena y civilizada que muchos utilizan sillas de playa para ocupar las primeras filas. Nada que ver con un estadio, aunque el ambiente pueda parecer futbolero en el mejor sentido del término, en el más familiar y pacífico. Ojalá los partidos fueran regatas como éstas.
Los barcos, los tanguillos, las guitarras y las faldas no necesitan del Levante para bailar. Todos tienen manos y saben cómo usarlas
Las coplas de Carnaval suenan desde mediodía hasta que sale el primer plato, la segunda cerveza. Santa Bárbara es el epicentro por segundo año consecutivo. Los simuladores de motos de agua tienen colas y las pantallas gigantes, menos.
Hay una zona de acceso restringido y este año no se puede entrar ni salir por la plaza Rocío Jurado. Como una ola, vienen y se van los mosqueos leves y efímeros. El partido, en el fondo, es lo de menos. Hemos venido a emborracharnos de brisa y el resultado nos da igual. Lo importante es la previa, el encuentro con amigos y parientes, el paseo.
Un pasacalles ha llenado las calles de tanguillos y vuelo de faldas que tampoco necesitan viento. Tienen manos y saben cómo usarlas. Escoltados por guitarras, han formado escenas bellísimas en la calle San Francisco, ante el monumento a la Constitución de 1812 en la plaza de España, por la calle Veedor que viera pasear al malage de Wellington. Los turistas flipan. Los móviles agotan la capacidad para guardar fotos y vídeos.
El Levante no se ha presentado. Tampoco se le ha echado de menos. Se autoinvita un Poniente que recuerda, por fin, la llegada del otoño. Fresco y húmedo, resucita esa frase mil veces dicha y oída pero apenas cumplida: "Este viento es de agua". Todo gaditano lleva un pequeño meteorólogo dentro, a la altura del bazo, con un máster en vientología por la universidad de Fenicia State. Si llega el chaparrón será el domingo y, para qué engañarse, falta que hace. Mucha.
Los más resistentes esperan a los jóvenes que se acicalan en sus casas, en los hoteles y en los apartamentos turísticos. A las nueve de la noche toma el relevo el escenario de San Antonio (como en Carnaval, la vida es un carnaval). Primero, Muchachito Bombo Inferno. Después, Chambao. ¿Por qué? Porque sí. La mejor de las razones posibles.