Ana no había cumplido los 30 años cuando le informaron por primera vez de que iban a tirar los bloques de pisos donde vivía para construir unos nuevos. Hoy, a punto de cumplir 60, continúa bajo el mismo techo donde se crio, esperando la promesa de una vida mejor que parece no llegar. Los grupos San Fermín, levantados para realojo en 1956 por ordenanza del dictador Franco, son los únicos edificios de esta zona del Cerro del Moro de Cádiz que permanecen como hace seis décadas, cada vez más degradados y con unos vecinos hastiados de vivir en condiciones precarias debido al incumplimiento de la Junta de Andalucía.
“Mis padres fueron de los primeros en entrar en estas casas”, revela Ana, que creció junto a sus cuatro hermanos en el mismo hogar donde luego viviría con su marido Luis y sus tres hijos. “En estos 35 metros cuadrados hemos llegado a vivir 10 personas y todavía conservo el primer recibo de 1.000 pesetas que pagaron mis padres para la entrada de la casa ”, asegura. En un primer momento, las viviendas estaban dirigidas a trabajadores de Astilleros que pagaban una mensualidad de 500 pesetas a los sindicatos. Más tarde lo cogería la Agencia de Vivienda y Rehabilitación de Andalucía (AVRA).
Los grupos San Fermín están formados por dos edificios con siete casapuertas y cuatro pisos en cada una, que suman un total de 70 viviendas que han pasado de generación en generación. Casi todas están en propiedad, pues según el contrato, a los 50 años los inquilinos podían hacerse con la casa. Es el caso de Ana y Luis, a los que el padre de Ana les cedió la vivienda. “En el momento de la compra la Junta pagó su parte y nosotros la nuestra, todo el que pudo lo hizo”, comenta.
Los primeros serán los últimos: abandono e incumplimiento
“Hace 30 años nos avisaron de la demolición de los bloques y nos dijeron que el proyecto se preveía para 10 años”, espeta Ana, que lleva esperando desde entonces. El tiempo pasa y las familias envejecen. En los grupos San Fermín habitan personas muy mayores que se ven obligadas a dejar sus sillas de ruedas y taca-tacas en la entrada de las casapuertas por la ausencia de ascensor y la imposibilidad de acceso a las viviendas. Lamentan el desentendimiento por parte de las instituciones. “Nos dijeron que íbamos antes que Matadero y ya están levantando la segunda fase y nosotros aquí, esperando", se aqueja Luis.
Entre los dos bloques hubo una calle que tuvieron que cerrar por problemas de seguridad, ya que las casas antiguamente no tenían rejas y se metían a robar. Hoy en día es un patio que desde hace tres años no se limpia y que algunas vecinas adecentan con frondosas plantas. “No hay más mierda porque no entra”, lamenta Ana, que asegura estar “harta” de llamar a Medio Ambiente. La Junta arguye que debido al cierre de la calle, esta se considera propiedad privada y por ello no proceden a su limpieza y desinfección. Un vecino se asoma por la ventana de un bajo y denuncia la existencia de ratas y cucarachas en el patio como consecuencia de la suciedad. “Algunas entran por debajo de las casas, que no tienen base de hormigón, sino de arena, por eso no se forman charcos en el patio, porque todo se filtra debajo de nuestras casas”, apunta Ana.
La petición del vecindario es clara: quieren sus viviendas ya. Según informa Ana, la última comunicación con AVRA fue el pasado 3 de agosto. “Nos dijeron que estaban intentando agilizar el proyecto, que es un proceso lento y necesitan que llegue el dinero”, comenta. Mientras, una triste y solitaria palmera resiste a escasos metros en el descampado donde irá el edificio al que se trasladarán los vecinos de los grupos San Fermín. Todos los que hay alrededor fueron construidos por el Ayuntamiento y la Junta. “Cuando nos den los pisos, los de alrededor van a estar ya estropeados”, dice Luis mientras pasea por el terreno vallado donde algún día estará su casa. “Dicen que los pisos de ahí son una virguería –asegura Ana mientras señala el bloque análogo a su futuro edificio– yo no quiero ni verlos porque me va a cabrear más”.
Vecinas (cansadas) y resiliencia de barrio
En una de las casapuertas se encuentra Paca, de 88 años, a modo de centinela. Está sentada en su taca-taca, que no cabe por el pasillo de su casa, controlando quien sube, quien baja y quien pasea por la calle. Fresquita con su camisón, asegura estar "jartita". Esta mujer lleva en la casa "el tiempo que tiene mi hija la mayor, sesenta y tantos años". Pacede cáncer y le teme al invierno por las humedades. "Llevo 15 años de aquí a la cama y de la cama aquí", comenta mientras recibe a su nieta que acaba de llegar con su pareja.
En la casa, de tres habitaciones, viven ella, su hija con su marido y su nieta. "Yo quiero un piso en condiciones, no la covacha esta que tenemos", insiste una de las dos vecinas más mayores del vecindario. La accesibilidad en su casa brilla por su ausencia, tanto, que para andar por ella tiene que ir agarrada a las paredes o con ayuda de alguien. En su cuarto apenas cabe una cama de 90 y un armario. Francisca Picaso Cobos, que así se llama Paca, repite en que no quiere lujos: "Lo único que quiero es una casa donde se pueda vivir bien, nada más".
Unos pisos más arriba está Lorena, que vive con su pareja y dos sobrinos en acogida. Su principal problema son las humedades en la terraza. "Le temo al invierno porque llueve literalmente dentro", asegura. Su padre llegó a la casa de joven y ella nació allí. "Otro de nuestros obstáculos es que vivimos con alargadores y la luz de la terrraza la hemos tenido que desplazar porque cada vez que la encendíamos explotaba", lamenta. No obstante, y pese a lo delicado de la situación, encuentra un instante para el humor referente al reducido tamaño de su cocina: "Esto es una alegría, nada más que entra uno, que es quien se encarga de cocinar, fregar y limpiar".
Lola tiene 61 años y se presenta como "la única persona en el mundo que limpia por lo menos una vez al mes las tuberías de su casa". El motivo lo explica de inmediato: "Mis tuberías eran de plomo y se picaron. Cuando el seguro vino me lo dejó sin arreglar bajo la excusa de que no se hacían cargo de este tipo de tuberías". Ana corrobora la dificultad de hacerse con un seguro en estas casas. "Ninguno se quiere hacer cargo por el estado en el que se encuentran las viviendas". Tras varias roturas, a Lola le aconsejaron poner tuberías aéreas. Y en la entrada de su casa dan la bienvenida las primeras. "En Navidades les cuelgo guirnaldas para que estén bonitas", advierte entre la risa y el coraje. Lola asegura que resulta "una pensión", pues cuando fríe en la cocina se ponen amarillas y con su trabajo de limpiadora apenas tiene tiempo para limpiar la suya, concretamente las tuberías aéreas de su cocina.
En el vecindario la cosa va de Dolores. La vecina más longeva también se llama Lola y tiene 93 años recién cumplidos. Su mayor pena es que no le de tiempo a ver la casa nueva. "Que no sea porque no lo hemos luchado", le dice a su vecina a Ana, que vive ventana con ventana y la considera una más de la familia. Lola apenas puede mantenerse en pie por sus dolencias en las piernas y, como ayuda, tiene colocados tiradores por las paredes. Cuenta los años que lleva en la casa como su vecina Paca, "la edad de mi hijo Antonio, setenta y tantos". Recuerda que cuando llegaron tenían "la cocina económica de leña y las puertas tenían cerrojos por detrás". Eran otros tiempos. Lola vivía en una habitación con su familia en el centro antes de mudarse aquí, donde crio a sus cinco hijos . "Por eso me dieron este piso, aunque era algo para el momento", comenta. Ese momento se convirtió en más de 60 años. "Aquí estamos esperando las casas y aunque a mí no me va a da tiempo, a mi hija sí le dará", persiste esta nonagenaría, siempre acompañada por su familia o su vecina Ana.