Toda una vida dedicada a los artículos de broma y a los complementos de Carnaval merece, como poco, un reconocimiento casi en el Guinness de los Récords. Bien por paciencia o por ser el establecimiento con más cosas acumuladas por metro cuadrado, lo cierto es que Ramón Gómez, conocido internacionalmente como El Millonario, trabaja desde hace más de 40 años en este singular negocio familiar.
Los orígenes de El Millonario se encuentran en su padre, Luis Gómez Ruso, el genuino, que se ganó el mote presumiendo de manejar “dinerillo” del negocio. Su hijo lo describe como “un buscavidas”, mientras rebusca detrás de un marco con pines dorados, una foto en blanco y negro de su padre portando un carrito de chucherías en el barrio La Viña. “Mi padre se ganaba la vida buscando chatarra y vendiendo caramelos y pipas en las puertas de los cines”, comenta Ramón. Son las 10 y media de la mañana y llegan algunas clientas preguntando por disfraces y complementos para Halloween. Ramón prosigue con el recuerdo de su padre. “Los chiquillos le llevaban botellas de cristal —en esos tiempos se reciclaba más— y él a cambio les daba un globito. Luego vendía esas botellas en el baratillo y se sacaba un dinerito”, comenta. Los días grandes de Luis eran la Semana Santa y las temporadas de cine de verano: “Allí que iba vestido de blanco con su carrito a vender chucherías, caramelos y frutos secos”, presume su hijo.
Hubo un tiempo en Cádiz en el que había dos tiendas de El Millonario. La primera se abriría aproximadamente en 1972 y se ubicaba en la calle Compañía. “Aquella la abrimos de frutos secos y caramelos, entonces no había ninguna tienda de ese tipo, fue la primera que se puso en Cádiz”, cuenta Ramón tras la mascarilla. Poco después, fueron integrando al negocio “juguetitos baratos y cositas de Carnaval”, y ahí comenzó la transformación. Se podría decir que ‘El Millonario’ y sus hijos fueron unos visionarios, porque tampoco existían en la capital tiendas especializadas en artículos de Carnaval. “Se vendía muy bien, ya que en esas fechas la ciudad era otra cosa… Estábamos en una de las principales arterias del casco antiguo y venían los embarcaos, la gente del muelle y la que venía al hospital”, explica Ramón, que hace una breve pausa para recordar que un año salió ardiendo. Cuenta que fue en unas navidades cuando la tienda se quemó y que el seguro que tenían no lo habían renovado, “por lo que nos dieron muy poco”. Y añade con un alivio que parece durarle desde aquel entonces: “Menos mal que nos cogió con la tienda nueva, si no hubiese sido la ruina total”. El local de Compañía se restauró y duraría hasta principio de los años 90.
La tienda que hoy todo el mundo conoce, situada en la calle Barrié, abrió sus puertas en 1982, y ambos negocios los regentaron Ramón, su padre y sus hermanos. “Antes no dábamos abasto, en la calle no se cabía y había colas hasta la esquina”, resalta evocando épocas mejores. Carnavales, Navidad y Reyes eran “un no parar” para esta familia. “Vendíamos complementos de disfraces, sobre todo pelucas, barbas y sombreros. Pero también nos hemos dedicado al juguete barato: cartoncitos de juguete, el caballito, la cabeza de caballo, los comboys y los indios, los soldaditos… Cositas baratitas por 100 o 200 pesetas”. El disfraz es un género que han trabajado menos porque, dice, “había que tener mucho espacio y muchas tallas”.
Ramón señala que la clientela ha cambiado mucho desde los últimos 20 años y apunta dos posibles causas: “La crisis y la llegada de los chinos”. Lejos de cualquier connotación racista o xenófoba, este trabajador hace especial hincapié, sobre todo, en “la competencia desleal” motivada por los fabricantes, que al no tener a quién venderle los artículos, se los saldaba a los mayoristas de los chinos y, de esa manera, “el artículo que nosotros vendíamos a 200 pesetas, ellos los vendían a 100”. Una situación que está estrechamente vinculada al cierre de comercios tradicionales. “Es una pena ver cómo están cerrando tantas droguerías y mercerías a cuenta de esto. Yo pienso mucho en los gitanitos que vendían ropa lamar de barata en La Plaza… A estas criaturas también le han pegado un clavazo grande”, lamenta Ramón.
“Es una pena ver cómo están cerrando tantas droguerías y mercerías a cuenta de esto. Yo pienso mucho en los gitanitos que vendían ropa lamar de barata en La Plaza… A estas criaturas también le han pegado un clavazo grande”
Entre pollos de plástico, pichitas y chochitos saltarines, panderetas y algún que otro pito de caña, Ramón espeta que el covid “ha sido el remate”. Estuvo unos meses cerrado, como casi todos los comercios, sin vender nada y con los mismos gastos en casa. Incide en que ahora también se nota la crisis. “Dicen que nos confinemos a partir de las 11… ¡Aquí no hace ni falta! A las nueve no hay nadie por la calle”, reconoce. Hay días en los que Ramón hace 10 euros de caja, otros siete u ocho, pero hay muchos días que “me he ido tal y como he venido”, comenta. “La gente no está animada, con la pandemia se hacen menos fiestas y eso nos afecta a todo el comercio y la hostelería”, expone este gaditano que tiene una teoría que no consigue llevar a la práctica porque, reconoce, es “de los antiguos”: “Si cerrara por la tarde no perdería nada, porque lo poco que gano es por la mañana y no me llega ni para los gastos de la casa”.
El Millonario resiste porque tiene el local en propiedad. Lo llegó a comprar “cuando todavía se ganaba dinerito”, advierte. Pero un amago de venta meses atrás hizo saltar las alarmas entre los gaditanos y las gaditanas. “Fue un momento de desesperación cuando puse el cartel de Se Vende —sugiere—, ¡Ojú la que se armó! Hubo interesados, pero no estaban dispuestos a pagar lo que yo quería. También lo pensé un poquito mejor y decidí seguir”. La realidad es que Ramón tiene 62 años y todavía no puede prejubilarse dignamente como autónomo, al menos tendrá que esperar un año más. No obstante, su negocio trasciende a lo puramente comercial. “Son muchos años. Y esto, quieras o no, es mi vida. Forma parte de mí. Uno hasta sueña muchas veces con la tienda. Se llega a querer tu trabajo y a estar a gusto en él, porque es muy bonito. Resulta agradable el trato con la gente”, acierta emocionado.
No es extraño ver a Ramón sentado en su “banco de la paciencia” charlando con algún amiguete. En su caos manda él, pues afirma tener todos sus artículos controlados. “Lo principal es que siempre pongo el artículo en el mismo sitio. Se agota, lo repongo y al mismo sitio. Así, con los años, lo tengo todo mentalmente controlado”, he aquí el secreto de su desorden formado por imaginería de serie B hecha de barro, gafas noventeras, barajas picantonas y escudos del Cádiz Cf, entre otras fantasías del psicofolclore. “También tengo un almacén alborotao, pero si me preguntan por algo yo lo busco y lo encuentro”, aclara este comerciante vestido siempre con las mejores corbatas que puedan encontrarse a este lado de la bahía.
Cada vez que Ramón pronuncia “artículos de broma” nos traslada directamente a aquella escena de Top Secret en la que un agente secreto disfrazado de vendedor ambulante se acerca a un Omar Sharif desconfiado mientras pregona “suvenires, novedades, artículos de coña”. Aunque en este caso, una vez más, la realidad supera la ficción. Porque la cantidad de personas que pueden sulibellarse con esta rara avis del comercio, que sigue sobreviviendo como pocas en el mundo, hace que El Millonario sea uno de los últimos bastiones de visita obligatoria. El shangri-la del pitorreo, donde suecos, catalanes, toledanas y francesas queden prendados con solo un vistazo a ese costumbrismo extremo que alberga Ramón en su tienda.
No cree que el negocio remonte mucho. Porque vende, pero no para mantenerse. Sigue a la espera de que la Seguridad Social de luz verde a su prejubilación. El futuro cierre de su tienda lo piensa por encima, aunque no le preocupa demasiado. Dice que “ya se verá en su momento si alguien lo quisiera alquilar, si lo saldaría o echaría los artículos poco a poco”. Para él sigue siendo “un encanto” que vaya gente a visitarle y a conocer su tienda. También que haya chirigotas que le canten cuplés. Los días pasan en su banco de la paciencia y de momento sabe que allí tendrá que seguir.
Comentarios