Hace ya más de dos años que la pandemia de coronavirus puso en jaque a todo el planeta. Durante las semanas de confinamiento, en un clima de incertidumbre y desasosiego, fueron muchas las voces que dudaron de la Organización Mundial de la Salud (OMS). El organismo, vinculado a Naciones Unidas, no calificó a la covid-19 como pandemia hasta el 11 de marzo de 2020, casi dos meses después de que China se cerrara al mundo y con la transmisión comunitaria avanzada en países como Italia. Sin embargo, esta desconfianza hacia la OMS dista mucho de la que tuvo lugar hace unas décadas.
"Hoy, la viruela es la única enfermedad humana erradicada, una prueba de lo que podemos conseguir cuando todas las naciones trabajamos juntas", sentenció Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la OMS en mayo de 1980, tras confirmarse la erradicación de la enfermedad. "Ante las enfermedades epidémicas, tenemos una obligación y un destino compartidos. Con esta placa conmemoramos a los héroes del mundo que unieron sus fuerzas para luchar contra la viruela y trabajaron por la seguridad de las generaciones futuras", espetó. El cese de la vacunación contra la viruela poco antes de su erradicación es hoy objeto de debate ante la aparición de otro tipo de viruela: la viruela del mono. La letalidad de esta última es mucho menor, pero la OMS recomienda estar alerta.
Si algo tiene de paradigmática la enfermedad, es que motivó la práctica de la vacunación tanto en Oriente como en Occidente, donde se creo la primera vacuna moderna por parte de Edward Jenner. Esta práctica motivó que la incidencia y mortalidad de la enfermedad fuera decreciendo hasta el siglo XX. Uno de los últimos episodios de viruela significativos en Jerez ha motivado varios trabajos de investigadores en el ámbito de la historia de la medicina. Es el caso de La mortalidad causada por la viruela en Jerez de la Frontera (1880-1895), un estudio del catedrático de Historia de la Enfermería de la Universidad de Cádiz Francisco Herrera-Rodríguez.
Dos hospitales-barracas de madera para refugiar a los 'invadidos' de viruela
El investigador, que estudia la incidencia de la viruela en la ciudad durante las dos últimas décadas del siglo XIX, se hace eco de los altos índices de mortalidad que prueba la existencia de la viruela "de una forma constante" en aquellos años, concentrándose fundamentalmente en los meses de invierno. Según los datos que recoge en su investigación, en 1882, año clave de la epidemia en la ciudad, fallecieron 268 personas por viruela.
En 1887 y en 1891 también se supera el centenar de muertos en la ciudad, concentrándose sobretodo en niños menores de 5 años. Jerez, que tenía unos 57.000 habitantes en 1882, sufrió la enfermedad especialmente en el barrio de Santiago, con 133 defunciones por viruela en el periodo 1880-1895, el barrio de la Santísima Trinidad (120) y el barrio de San Telmo (102).
Por calles, la viruela se cebó con la calle Nueva y la calle de la Merced, con 54 y 41 muertos según el trabajo de Herrera-Rodríguez que se hace eco de los números que recoge Rodríguez y Milans (1883) y el médico José María Escudero, quien escribió en 1882 un significativo informe con el que buscaba prevenir la viruela en la ciudad: Memoria acerca de los medios de evitar el desarrollo y propagación de la viruela.
Este trabajo llegó a ser debatido y aprobado en el pleno municipal del 27 de septiembre del mismo año. En el informe, Escudero recoge según Herrera-Rodríguez que la "clase proletaria es la más castigada por la viruela. En primer lugar, por su escasa instrucción, oponiéndose generalmente a la vacuna. Además, su alimentación es insuficiente y a veces nociva", suscribe.
La hacinación, la escasa ventilación, la "atmósfera viciada" y la poca limpieza son otras de las acusaciones del doctor, que motiva a llevar a cabo dos medidas: el aislamiento de los enfermos y la construcción en las afueras de Jerez de dos o más hospitales-barracas de madera donde se refugien los "invadidos" —término con el que se denominaba a los infectados—, y que deban ser "quemados al cesar la epidemia que motivó su construcción":
"El lavado de la ropa debe realizarse con lejía, y su fumigación y la de las habitaciones con pólvora o azufre quemados, o con los vapores que se desprenden del agua fuerte o ácido nítrico cuando se sumerje en él una moneda de cobre o un pedazo de metal. Al fallecer el enfermo deben quemarse sus ropas y las del lecho, y en la casa picar y blanquear las paredes, limpiar los suelos y techos y hacer uso de fumigaciones desinfectantes"
Herrera-Rodríguez desgrana en su investigación las recomendaciones y análisis del médico, firme defensor de la vacunación. Sus notas —con cautela y salvando de una posilbe estigmación sobre las clases populares— bien valen una lectura siglo y medio más tarde, poco después de haber pasado lo peor de una crisis global en la que el negacionismo se presenta como casi otra pandemia.