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No hay cismas, no hay acuerdos, ni tanques, ni golpes de timón como los que pedía Emilio Romero, ni promesas potenciales como las de Suárez… ni responsabilidad política.

35 años. Un período que, tomado desde cero, debería servir a todo españolito cabal para definir su existencia, labrarse un porvenir y tener un crío o dos, es el que nos contempla. Tres décadas y media pasaron ya desde que asistimos a uno más de los episodios sórdidos de la historia patria. Uno de esos capítulos sombríos que nos colocan con cierta incredulidad y algo de sorna frente a lo que pudo ser.

Corría el mes de febrero de 1981 cuando Televisión Española —la única, como bien saben, por aquel entonces— decidió ocupar su programación con una cinta estadounidense de 1944. El inolvidable Bob Hope y la dulce Virginia Mayo nos regalaban disparos, gags varios y cañonazos a bordo del buque insignia de La princesa y el pirata. La aventura era, cómo no, el invitado de honor de este film americano de los cuarenta, uno de esos donde no paran de ocurrir cosas y al final todo lo arregla una sonrisa nebulosa. La bella damisela se enrolaba en un barco, huyendo del hombre con el que debía casarse, cuando era secuestrada por un grupo de piratas al mando del sanguinario capitán Hook. Iba a querer el destino imprudente que la princesa no fuera el único rehén de la noche. A esas horas, más de 300 diputados permanecían retenidos contra su voluntad en el Congreso de la nación. Alrededor de las 18:20 horas de aquel lunes —era lunes— 23 de febrero, un grupo de guardias civiles, subfusiles en mano, irrumpieron en el Palacio de las Cortes durante la sesión de investidura del candidato a la presidencia del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo. El teniente coronel Antonio Tejero —célebre por su “¡Quieto todo el mundo!” y más aún por el inefable “¡se sienten, coño!”— estaba al mando de la tentativa. El asalto al hemiciclo se saldó con varios disparos, mucha estupefacción y 17 interminables horas de secuestro y suspensión del poder ejecutivo.

Varios sucesos contextualizaron aquella intentona de golpe de estado: la fragilidad de una democracia naciente, la crisis económica, los actos terroristas etarras o las reticencias de parte del ejército a respetar el nuevo orden político. La reciente legalización del PCE también había sublevado a las facciones militares más conservadoras. Todo ello fue creando un enrarecido caldo de cultivo que explotó una tarde de lunes. Calvo-Sotelo ya había presentado su gobierno tres días antes pero entonces no consiguió mayoría suficiente para la investidura. Lo volvería a intentar el 23-F, el día de emisión de La princesa y el pirata.

Los niños españoles de la época recuerdan aquella tarde como la de los dibujos animados, puesto que TVE fue obligada a cesar la transmisión de la sesión parlamentaria a punta de pistola y comenzó a emitir en bucle programación infantil. Así fue cómo Bob Hope, la princesa y los piratas acapararon las pantallas. Para los adultos, aquella fue una noche en la que reinó el insomnio. Los transistores permanecieron encendidos y la incertidumbre de un futuro atroz volvía a planear sobre nuestras cabezas, incluso sobre las de aquellos que no habíamos nacido. El Rey apareció en antena con sus galones y su máxima graduación militar para reivindicar el mando en plaza. Lo hizo en un acto que nutrió hasta el extremo su popularidad histórica y que propios y extraños calificaron de responsabilidad política. El estado de excepción se levantó en Valencia, donde los tanques de Milans del Bosch campaban por la urbe, y en Madrid se procedió a la liberación de los rehenes del hemiciclo. El golpe de aquel lunes fue y no hubo nada.

67 días. Esos son los que han pasado ya desde otro lunes: el 21 de diciembre de 2015. Aquel día nos levantamos con la resaca propia de un previo domingo de comicios, un día olímpico —por aquello de los 4 años que hacen falta para volver a vivirlo— de los que nos mantienen, con la caída de la tarde, pegados a la tele y a los portales digitales a la espera de los datos parciales del escrutinio. Los hay, como quien les escribe, que nunca han conocido otro método. Desde ese otro lunes, hemos visto alejarse ya más de dos meses y nada semejante a un gobierno ha aflorado ante nuestros ojos. Las televisiones no emiten ya historias de princesas y piratas, pero más de un filibustero se ha colado en las noticias. No estamos con la oreja puesta en el transistor, ni los dibujos animados pueblan las muchas cadenas que ahora sintonizamos. No hay banderitas con la palabra “¡Bang!” saliendo de los cañones de un buque corsario al ser disparados. Nadie aparece uniformado pidiendo cordura. No hay cismas, no hay acuerdos, ni tanques, ni golpes de timón como los que pedía Emilio Romero, ni promesas potenciales como las de Suárez… ni responsabilidad política. Otro lunes pasó, otro lunes en el que fuese y no hubo nada. 

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