Muchos días después, frente al pelotón de farolillos, el feriante Juanito había de recordar aquella tarde remota del mes de mayo en la que su madre lo llevó a conocer la Feria del Caballo. Jerez era entonces una ciudad a la que todavía le faltaba mucho para sobrepasar los 200.000 habitantes.
Para llegar al recinto ferial, andando desde La Granja, había que subir el popular puente del Eco y dejar bajo los pies esa vía del tren que, tiempo después, aportaría otro concepto diferente con su elevación. La ida era alegre... la vuelta podría resultar funesta.
La cartera siempre, tanto antaño como ahora, regresaba escuálida. El Real no albergaba por entonces las 175 casetas que tiene en la actualidad. En aquellos tiempos, el recinto contaba con casetas de mampostería como las del Casino Jerezano, Rumasa, Domecq, González Byass o Los Lagartos. La feria era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre. De los rebujitos no había noticias y el reguetón simplemente rimaba con el tauritón al que muchos recurrían la mañana siguiente para levantar fuerzas.
Todos los años, por ese mes florido, familias de otras partes llegaban con sus atracciones y plantaban sus carpas cerca del González Hontoria. Grande era el alboroto de palmas y bulerías que daban a conocer a los viejos y nuevos artistas: de la Paquera a El Torta, del Capullo a la guitarra de Moraíto... Y chaparrón de sevillanas. Ha llovido mucho y, curiosamente, estamos ante la peor sequía en décadas. Y no solo de agua.
Rosalía, Bad Bunny o Shakira salpican con ruido sobre la esencia y el arte flamenco que distinguía a aquella colección de casas con farolillos iluminadas con la más brillante de las lunas (lo que viene a ser más de un 1,3 millones de bombillas. Mejor no ponernos a pensar por cuánto sale la factura).
Una mujer con una tartana, la Tere, servía hamburguesas, mientras que Faustino mostraba su sempiterna sonrisa a los visitantes. Un alien realizaba una demostración pública de lo que muchos consideraban la octava maravilla de aquellos magos, de aquellos mimos... No hay selfie ni directo en TikTok que pueda superar aquella fotografía mítica de toda la familia con la guitarra de juguete y el caballo de cartón. Miles de likes para su creador.
Los niños querían tirar cañas para pescar patos y llevarse un peluche a casa. Ahora cazan demasiado pronto cosas prohibidas, teléfono de quilates en mano, mientras vapean y se toman un Red Bull. Tal vez por eso salten —sin red (y dejados llevar por las redes sociales) en la mayoría de las ocasiones— más que la atracción del canguro sobre las etapas de la vida.
Los visitantes van dejando lingotes metálicos allá por donde pasan y este año no se le puede echar la culpa de los precios a la guerra de Ucrania ni a Mercadona. Todo el mundo se espantó al ver lo que valía una media de jamón, una tortilla o montarse en el tren de los escobazos. Todos se horrorizaron al ver que los pocos ahorros se iban rápidamente. "He ido un par de horas y me he dejado allí más de 100 euros", escucharon decir al primo de Manuela. Y eso que regresaba de la comida de empresa.
Los martes de feria, como el recién expirado, dan lugar a muchos de estos encuentros, de ratitos entre compañeros que a veces acaban en momentos surrealistas sin homologar. Conversaciones que necesitan traductor y desapariciones a las que no encuentra explicación ni Iker Jiménez.
Como cada día a las nueve, el milagro y la magia regresaron una noche más. Con el partido en el descanso, algunos todavía ni siquiera han saltado al albero. Otros, sin embargo, están pidiendo ya el cambio. Cada uno juega la feria a su manera. El que escribe estas líneas es feliz disfrutando del arte de observar cómo van pasando los años y envejeciendo, muchos dicen que para mal, este ingenio de una ciudad en la que siguen sobreviviendo esos caballos que ensanchan el patrimonio festivo. Inmortalizar cada año en la calle Lola Flores es una tradición como otra cualquiera.
Lo dicho, cada uno vive estos días a su antojo y donde se ponga un perrito piloto y una muñeca chochona que se quiten los que venden plata no barata, escopetas y cuchillos.
Como todo en este mundo, lo importante es no perder la ilusión por disfrutar de ese momento preferido de feria que cada uno tiene. Para robarla ya están esos hombres disfrazados de miembros de la Patrulla Canina, Sonic y compañía que agarran del brazo y fuerzan a pequeños para hacerse una foto-dinero con ellos. Tras la instantánea, se levantan el cabezudo, piden el parné a la mamá o al papá y destrozan de golpe los sueños de ese niño o esa niña que pensaba que acababa de abrazar a su personaje de dibujos favorito. "¡Los amigos son unos hijos de puta!", refiere García Márquez en sus últimas frases de Cien años de soledad. Cambiaría lo de amigos por algún sustantivo donde vayan incluidos aquellos que tumban la esperanza de niños y mayores.
Y a estas alturas de ¿crónica de Feria?, el realismo mágico de esta fiesta es, sencillamente, impresionante. No me digan que el Nobel colombiano no escribió esta parte del final de su obra cumbre pensando en la Feria de Jerez: "Nigromanta lo rescató de un charco de vómito y de lágrimas. Lo llevó a su cuarto, lo limpió, le hizo tomar una taza de caldo –¿hay algo mejor para una resaca?–. Creyendo que eso lo consolaba, tachó con una raya de carbón los incontables amores (merecerían otro capítulo extra) que él seguía debiéndole, y evocó voluntariamente sus tristezas más solitarias para no dejarlo solo en el llanto. Al amanecer, después de un sueño torpe y breve, Aureliano (pongamos a nuestro Juanito) recobró la conciencia de su dolor de cabeza. Abrió los ojos y se acordó de aquel niño..." que fue por primera vez a la Feria de Jerez.