La Feria del Caballo vuelve a ser nuestra. Un eterno retorno como nunca se recuerda. El gran reencuentro como jamás podíamos soñar hasta hace muy poco. Sin tapabocas, sin pruebas rápidas. Sin distancias de seguridad. Volvió todo a ser como recordábamos. Volantes, americanas y vestidos ceñidos. Albero renovado pero no mucho. Caballito de cartón fotogénico. Emociones fuertes con luces led. La primera, la segunda, reguetón y trapeo. Pantalones pitillo, faldas cortas y lenguas muy largas. Trajes apretados y ganas de abrazar fuerte. Carritos, globos e hinchables. Las caras de la primera vez. Los saltos de sorpresa ante lo insólito. Rímel, maquillaje y flores, muchas flores. Como un fresco renacentista. Volver de nuevo a habitar, como la petenera.
Han dado las 22.01 horas. Cosquilleo en la barriga con olor albero y vino fino. No recordábamos que la feria fuese tan excesivamente ruidosa, o es que somos más mayores de lo que la recordábamos. Tras pararse casi todo con la pandemia, no había Feria del Caballo en Jerez desde que expiró la edición de 2019 aquel 18 de mayo. Andamos desentrenados. Tres años sin pisar el real del González Hontoria y dos ferias que nos birló el virus. Pero aquí estamos de nuevo: en el mismo sitio y a la misma hora. La gran fiesta de la primavera jerezana rebrota como símbolo y como síntoma. Símbolo de victoria al virus (hasta ahora, al menos) y síntoma de nueva normalidad. O vieja anormalidad de feria. La primera ola de la Feria del Caballo llega a la desesperada, a todas luces excesiva. Tumultuosa.
Hace tres años que se paró el reloj de esta fiesta y volvemos donde la dejamos. Mismo sitio, misma hora. La tasa de incidencia del encendido del alumbrado está disparada. Alguno querría estar confinado con mesa en una caseta, pero materialmente no se cabe. Desbordamiento generalizado. Estallido de júbilo al marchitarse los fuegos artificiales y hacerse la luz. Nadie piensa en el recibo, ni en el Megawatio/hora. Solo alegría, solo abrazos. Un señor de Salamanca, en pleno Paseo de las Palmeras, pregunta dónde puede comer. Donde coja usted mesa, le aconsejan. ¿Mesa? Imposible, no hay nada. No hay tripadvisor que explique qué hacer a las 22.15 horas de un sábado de alumbrado como el de esta feria colapsada. Lo-lo-lo-lo-lo-ló… cantan en corro varios grupos de jóvenes, sin saber que ese estribillo de los White Stripes viene a decir al final: dime, vuelve a casa. Hemos llegado.
Los esenciales de la feria no se ven. Los furgones policiales parecen de atrezo. La limpieza brilla pero los barrenderos ni se notan. Los camareros danzan sincronizados como en un ballet de autómatas buscando los primeros pimientos fritos, las tortillas y el millón de medias botellas. El reencuentro con los precios de la feria hace que la inflación disparada se olvide. Todo es más o menos igual de caro que antes.
Te abres paso entre la turba. De repente, ves a un amigo íntimo de la infancia que hacía mil que no veías. De repente, ves a una compañera de otra época laboral junto a su familia estrenando cacharritos. La sensación de reencuentro es permanente. También la de poder perderte entre la multitud. Un despiste y entras en otro laberinto.
Hay reencuentros cargados de nostalgia, de esos que se huelen porque recuerdan a otros tiempos. Hay reencuentros incómodos porque el que está aquí esta noche ya no es el que era entonces. Pero así es la vida. Y podemos contarlo. Una sucesión de encendidos de alumbrado, sabiendo que la feria es traicionera y encantadora de serpientes, te atrae moviendo los dedos de su mano hacia ella, hacia su más pura esencia, que es ese amor-odio que destila sin que se note. Ese orden dentro del caos. Cuando te vienes a dar cuenta, otra vez: mismo sitio y misma hora. Sin distancias, sin medida.
No te pierdas la galería gráfica del sábado de encendido del alumbrado de Feria del Caballo
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