“Esta tarde, cuando acabe, tiro para allá”, anunciaba decidida y sin parar de alinear vasos y cucharillas. Frente a la máquina bufante. Entre café oscuro, clara la intención. Sábado por la mañana. Lejos de ser casualidad, por el tono, era capricho. Y eso merece respeto. Era deseo premeditado, consumado y repetido. “Y el miércoles, voy otra vez con mis amigas”. La camarera firme, entre la última juventud y la primera madurez, estaba en la plaza de San Agustín, en el centro de Cádiz, a salvo de un sol que blanqueaba todos los colores. Anuncio del obús de luz que el González Hontoria iba a soltar a las pocas horas. Respondía, retadora, a la pregunta, entre inocente y descreída del cliente vacilón: “¿Vas a ir a la feria?”. Contestó dos veces. Con fuerza delatora y los detalles justos. El silencio, la elipsis, dijeron más que las palabras. Pues como todos los años. Qué te crees. Como siempre. Es mi feria. Faltaría más.
Son muchos los que dudan, pobres ignorantes, que Cádiz tiene feria. Unas pocas. Pero una. El Puerto, quizás. San Fernando, cerca. Chiclana, siempre. El camino amarillo sin baldosas que conduce al mar entre casetas, en Sanlúcar. Y más pero ninguna como la de Jerez. Paco Alba dejó escrito el himno que dice lo contrario pero era por provocar y evocar. El Brujo de Conil (¿ves?) se quedó con la versión reivindicativa perfecta. Acertó, faltaría, que una cosa es la fiesta y otra, bastante peor, la vida que espera en el hospital.
Maribel lleva días anunciando desde su solemne puesto de funcionaria -en el estadio Nuevo Mirandilla o viejo Carranza, para mayor paradoja- que el miércoles se larga para Jerez con las amigas. Los alrededores de la estación ferroviaria de Cádiz, a la hora del vermú (provincial, por favor), patean cualquier duda. Alrededor de ese apeadero sacado de una película de John Ford, en el que la Penélope de Serrat se hizo vieja esperando las obras de adecentamiento (de la estación, no de la pobre mujer), se ven una veintena de trajes de gitana definitivos. La mesera y Maribel forman sin saberlo en una legión silenciosa, decidida, implacable. Ha llegado el gran miércoles y a vista de cualquier pájaro carroñero se les ve acercarse al tren como hormigas tocadas con floripondio.
El talle preciso, el paso precioso, corto y decidido. Desprenden flores y semicorcheas, como en los dibujos animados. Van todas desde Cádiz a Jerez. Al de la frontera. Porque las fronteras se mueven, como las banderas, dijo Drexler. Cada uno las pone justo donde le sale del camafeo. Son muchos, pero muchos, los que decidieron, o sintieron, de pequeños que si el nacionalismo es una catetada gorda, el localismo debe de ser una de las más risibles formas de estupidez.
Nadie que merezca la pena va a perderse una tarde de ilegales o una parada en la Alameda por ser de Jerez. Una tarde en el Bar Juanito o La Moderna, un amorío en la calle Larga, otra visita al Área Sur, un paseo silencioso por el Cortijo de Jara por ser de Cádiz. Habría que ser imbécil hasta unos límites reservados a pocos elegidos. Quien no quiere a Los Delinqüentes o a la chirigota de Las Niñas no puede querer a su propia madre, ni a su perro. Apenas podrá sentir un leve apego por la vida. Da igual donde haya nacido. Qué tendrá que ver para detenerse a mirar la eternidad en la orilla de El Palmar o en ese valle de Villaluenga. Los que aprovecharon los excrementos del fútbol y la avaricia política para exagerar mezquinos reproches están muy lejos, perdidos en el tiempo y en el espacio. Antes y después de ellos se impone la discreta legión de disfrutadores de ciudad ajena en carne propia. Las fiestas son de todos o de nadie. Al que no le gusten, que se aparte, que enseguida terminan. Las más largas duran una semana. Poco castigo para los que viven cadena perpetua.
Real, donde las calles pierden su nombre
“Eso de los nombres de las calles lo pusieron hace seis o siete años pero nadie hace ni puto caso. Aquí nos orientamos por las entradas. Esta es la entrada de El Bosque, porque los pisos de esa zona -señala- se llaman así. Luego está la entrada de Ifeca… Así nos organizamos. Lo de poner nombres a las calles es para los turistas”. Primer golpe. Lo de mencionar la dirección exacta de la caseta que buscas sirve entre poco y nada. Cuando dices cómo se llama la caseta, en cambio, lo resuelven: “Ah, sí, por aquí, adelante y luego a la derecha”. Una hora antes del almuerzo todavía falta para que la gente se atreva. El calor intimida y la resaca, más. Las que vienen de Cádiz, el batallón interprovincial, con menos carga en hígado, riñones e hipotálamo van cubriendo huecos. Hasta donde pueden. Mejor comer algo. Aunque pidas manzanilla, sirven fino. Sin advertencia, explicación ni aclaraciones. Cuando preguntas a un lugareño te dice con vehemencia: “En Sevilla hacen lo mismo, pero al revés”. Venganza. Al final, pagamos los de Cádiz y los de Sanlúcar. Total. A rebujar, a rebujar, que todo va a entrar. Tampoco hay que dárselas de ser sumiller desde antier.
A la salida del avituallamiento, algunas casetas ya están llenas. ¿De dónde han salido todos estos que no estaban hace hora y media? Amontonados en la sombra. Parece que si pisan fuera de la penumbra, sobre la luz solar, caen a un abismo de esos del coyote y el correcaminos. Se comportan como hijos de Drácula. Habrá que refugiarse para comprobar. Aquí, en la del Xerez Deportivo. Puede ser la mejor para verificar los efectos de la feria en un gaditano de Cádiz al cuadrado. El roce hará el cariño pero incomoda mientras termina de construirlo. Nada de sarpullidos y erupciones. La temperatura corporal es la misma. Sin hiperventilación. Tensión arterial correcta. La previsible alergia no brota. Ni en los que están ni en el que llega. No descubren que el intruso es socio amarillo desde 1984 y le reciben como a un ser humano convencional, sin agresividad. Comparten sudor, empujones inocentes y bulla. Bailan cosas raras en las que todos levantan las manos a la vez. Luego las bajan al tiempo, otra vez arriba y las balancean como si estuvieran saludando a los pasajeros de un avión. Quizás, aquí hay aeropuerto. Pero con el toldo tupido de arriba… Al fondo, unos chinorris preparan cachimbas. Eso que nadie sabe qué lleva ni para qué sirve. Como el tabaco normal.
Según cae la tarde, levanta el ánimo. Aún con el sol muy alto, en horario de siesta, estalla la fiesta. Enfrente, en La Dolores, suena Shakira. Que si loba. Que si aullidos. Las risas casi tapan la música. El rebujito de piernas y brazos derrite los cubitos de hielo y cualquier resto de pudor. Anda ya. Es el día de la mujer y la colombiana se ha especializado en rimar, o casi, el ajuste de cuentas. Pero ellos bailan ajenos, como si no supieran, tan eufóricos. Como si sólo le cantaran a Piqué. A muchos les están soltando un pildorazo tamaño meteorito pero se hacen los locos. La feria es la suspensión de la realidad, una tregua del entendimiento para el que lo tenga. "Ya hablaremos cuando volvamos a casa, cariño". O mañana. Por la tarde. Parece que hay un debate entre los que creen que las casetas no deben poner estas cosas, o no a todas horas, y los que son partidarios de dejar pasar, dejar hacer. Eso se oye de vez en cuando. Es la versión local del ubicuo "esto ya no es lo que era", que en su versículo 18 dice "se está perdiendo todo". A ver si estas generaciones de nostálgicos, todas lo fueron, aprenden a respetar a los contemporáneos, a respetar su derecho al error, al exceso y al disfrute.
Calle abajo aparece otra vez el recuerdo para los gaditanos que van a la Feria de Jerez desde pibes. Desde aquellos botellones al recorrido actual hay cambios. Sobre todo en la figura y el ánimo de los visitantes de costa. Han cumplido una pila de años que aterra contar. El albero y las casetas tienen aspecto similar pero los aparcamientos ya no son salas de fiesta etílica para la recepción y dormitorios para el lujurioso fin de fiesta. El entorno es idéntico y el recuerdo se vuelve imperial cuando aparece el templete. El de la caseta municipal. Es el skyline de la feria. En la memoria está con unas bombillas preciosas, titilando. Ahora, con el sol de la tarde, conserva su fuerza metálica. Es el Taj Mahal de la tajá mala para los que no saben o no sabían beber. Si es que puede o debe aprenderse sobre eso. Una torre Eiffel de andar por casa. Estampa inconfundible. Y conserva la esencia, lo que quiera que eso sea. Sólo pone sevillanas. Todo el día, todos los días. El perreo para los que quieran. Aquí hay señorío. Por delante pasan los coches de caballos llenos de turistas, entre un pasillo de forasteros que disparan fotos con sus móviles. Los jerezanos, acorralados, dentro, en familia, entre amigos. Algunas parentelas son reconocibles porque hijos y padres visten exactamente igual. Uniformados. El mismo pantalón chino, la misma camisa vaporosa, pero ceñidita, chaqueta idéntica, similar cinturón. La guayabera también tiene adeptos. Otro vínculo casual y señorial entre Cádiz y Jerez, entre esta orilla y la otra del Atlántico.
Hay que fundar sede. Basta de peregrinar y cotillear. La Tertulia era la caseta perseguida desde el principio. La búsqueda se ha retrasado durante cinco horas, de la una a las seis. El objetivo era perderse, más que encontrarla. Aparece con la bendición de la música en directo. Un modesto trío que alterna sevillanas con rumbas y hasta bulerías. Cajón, guitarra y voz. Qué más puede pedirse a la vida paralela de la feria. La brujería universal de la verbena, de la orquesta por mínima que sea. El baile torpe y feliz, en grupo, a dos. Una joven, Candela, invita al visitante a bailar ataviada con su traje gitano de un solo color, suprema elegancia de la sencillez. También lleva bondad suelta encima. Piadosa, se presta a guiar la impericia del compañero, el anónimo gaditano. Él no juega al baile de las vueltas desde que tenía 30 años, hace otros tantos. Cuesta resistir porque el refresco etílico trasparente ha hecho efecto.
La oferta es tan amable como tentadora. Nada que perder. Ni tiempo. Ya se perdió. La sonrisa panorámica de la veinteañera reconforta como su nombre. Tanto como si hiciera frío. Al fallido cómplice de taconeo, al tarugo gadita, ella le recuerda a otra mujer. Hace tres décadas, o dos, en aquellas ferias, cuando alguien creía reconocer un rostro en otro era porque se le figuraba la novia que le dejó. Otra a la que andaba buscando con desesperación disimulada. O el de aquella chica que despidió antes de tiempo, con seguro de arrepentimiento. Ahora, la feria es la misma. El templete tiene el mismo perfil que proclama “this is Jerez”. El albero, el mismo color. Apenas cambia la alegría inexplicable de verse, conocer e improvisar. El sonido inmutable. Todo es igual excepto el momento.
El asqueroso tiempo es lo único que cambia. Y todo lo cambia. ¿A quién se parece ella? ¿a quién se parece tanto? El que baila cae de pronto en la cuenta y se derrumba pero sin numerito, de forma invisible. La que le ha invitado a bailar es idéntica a su hija. La misma edad. La luz de la curiosidad entera en los ojos. La misma geometría en la cara. La dulzura imponente. Ese pensamiento no estuvo antes en ninguna feria. Nunca, ni en una, en todas aquellas. El encuentro con la realidad siempre es brusco. Demoledor.
Las de Cádiz se vuelven reconocibles porque cuando los demás se disparan y sueltan las correas del deber, ellas se ponen a mirar el reloj y los móviles para calcular cuándo sale el tren que les lleva de regreso. Son muchas. La legión sigue presente pero asume la retirada inevitable. Vuelta a mirar el reloj, vuelta a mirar el móvil. Los gaditanos de antes, de ahora, viven y sufren la feria de Jerez como los jerezanos. Cómo duele una cuenta atrás. El tiempo es el gran villano de todas las fiestas. El que hará que todo se apague dentro de tres días. El que obliga a poner camino a la estación. Siempre fue así. Siempre fue un rato, un día, una noche. Tenía hora de cierre y regreso. Todo tenía final. Sólo que nadie lo sabía entonces. Los jóvenes, afortunados, siguen sin saberlo. Que les dure.