Hassan tardó tres días en cruzar el Estrecho. En la lancha neumática en la que llegó, “goma” como la llama él, iban otras 65 personas más. “No tenía miedo, sé nadar”, dice con la inconsciencia propia de la edad. Cuando hizo ese viaje apenas tenía 16 años. Estuvo un tiempo trabajando con su padre, pescador, para poder pagar los 1.000 euros que le cobraron por conseguirle un hueco en la lancha que lo trasladó hasta España. “Mis padres no querían”, cuenta, “pero no tenía futuro allí, vengo en busca de una vida mejor”. Hassan Belghmori es marroquí, de un pueblo cerca de Rabat, donde vivía junto a sus cinco hermanos. Pero un día decidió abandonar su tierra para probar suerte en Europa.
Los menores de edad que, como Hassan, llegan al país y no tienen familia ni posibilidad de subsistir de otra manera, son acogidos en centros de menores que, una vez cumplen la mayoría de edad, dejan de hacerse responsables de ellos. ¿Y luego qué? Después, este joven marroquí extutelado por la Administración, con suerte, puede encontrar una organización que lo acoja y le dé la oportunidad de estudiar y encontrar un trabajo que le permitan conseguir el permiso de trabajo. Hassan pasa ahora las noches en el instituto Padre Luis Coloma, cursando estudios para conseguir el graduado en ESO. “Tiene una motivación altísima, es el joven más íntegro que he conocido, justo y honrado”, dice Michel Bustillo, delegado de Voluntarios por otro mundo en Jerez, la ONG que creó José Chamizo, ex Defensor del Pueblo Andaluz.
Bustillo es quien se encarga de que estos jóvenes que se quedan desamparados al cumplir 18 años tengan un futuro. O la posibilidad, al menos, de quedarse legalmente en el país. Hassan vive con otra decena de compatriotas en un piso de Vallesequillo II. La cifra de inquilinos oscila continuamente, van entrando y saliendo. Khalid Karim es el último en llegar. Él hace tres años que está en España. Con 15 años le dijo a su familia que se iba de viaje con sus amigos. Sus padres no querían que viniera. En Marruecos trabajó de mecánico y carpintero. Entró en barco por Ceuta, donde estuvo dos meses en un centro de menores masificado —“había otros 300 jóvenes y muchos problemas”, recuerda—, logró llegar a Algeciras, y después de estar detenido, acabó en Chipiona, en otro centro de menores.
Allí lo acogió una familia que, a los pocos meses de sobrepasar la mayoría de edad, decidió que se tenía que ir. En la localidad costera trabajó como repartidor, pero tuvo que dejar el empleo cuando dejó a la familia. Llamó a un amigo para que lo ayudara, estuvo una temporada viviendo en la calle y, casi por casualidad, conoció Voluntarios por otro mundo, que le hizo un hueco en el piso donde vive con otros compañeros. Ahora dice que quiere estudiar mecánica, algo que le apasiona, y también “trabajar y ganar dinero para ayudar a mi gente”, dice. “Lucharon mucho por mí y ahora tengo que luchar por ellos”.
Khalid cuenta su historia sentado en el suelo, en lo que conocen como el “salón de la alegría”, que antes servía de oratorio a las monjas de la congregación de los Sagrados Corazones que habitaban el piso y que, desde septiembre, lo tienen cedido a la ONG. En esta sala comparten alegrías, hacen “encuentros de positividad”, se cuentan cómo les va y rezan, explica Michel Bustillo, que junto a unos 16 voluntarios lleva adelante la organización y se encarga de estos jóvenes extutelados. Alba es una de las voluntarias de la ONG. Es licenciada en Psicología y ahora cursa un máster de intervención psicológica en contextos de riesgo.
“La mayoría de la gente que estudia Psicología se enfoca hacia la parte clínica, pero a mí me gusta más la parte social”, cuenta. Por eso colabora con Voluntarios por otro mundo. A los jóvenes les imparte talleres. Cuando se realiza el reportaje da uno que pretende enseñarles a comportarse ante los demás. También se encarga de realizar las entrevistas de acogida. “Al principio me echaba para atrás eso de dar talleres, pero son muy agradables”, dice Alba. “Uno me contó cómo vino: estuvo doce horas debajo de un camión para llegar aquí, son muy valientes”, señala.
El piso lo autogestionan los jóvenes que lo habitan. La compra se hace una vez a la semana y ellos la tienen que administrar, explica Bustillo, que dice que la ONG no tiene subvenciones y se sustenta gracias a donativos, las ayudas del Ayuntamiento —“trabajamos muy bien con ellos”, apunta— y fundaciones. En la vivienda también reside Simo El Jaouhari, de 19 años, que antes de llegar a Jerez estuvo en Linares (Jaén) y ahora hace prácticas en un restaurante de la ciudad. El viaje de Simo fue más caro que el de sus compañeros. Él tuvo que pagar 6.000 euros por llegar en barco hasta las costas españolas. Trabajó en las tierras de sus padres, que tienen sembrados manzanos, para poder costearlo. “Quiero ayudarlos —señala—, no me han dicho nada pero tengo que compensarles”.
La condición para poder seguir viviendo en el piso que gestiona la ONG, que en principio los acoge durante un año, es estar formándose. Uno de los que vive allí cursa un grado medio de Informática, otros bachiller, otros un grado medio de Enfermería, de Cocina… “Trabajamos mucho con el sentido común, si alguno está haciendo un ciclo que dura dos años, no lo vamos a echar al año”, dice Michel Bustillo, que añade: “Confiamos mucho en la persona”. Hassan, Khalid y Simo son solo tres de los casos que hay en la provincia, donde se calcula que hay en torno a un centenar de jóvenes extutelados por la Junta.