“Muchas veces recuerdo el tiempo de recolección, en verano, siendo yo pequeña. ¿Quién se levantaba la primera para dejar aviada la comida para los que nos quedábamos en casa —tres o cuatro niños/as y la abuela sentada en su silla porque apenas podía andar apoyada en su cayado—? ¿Quién preparaba el café para el desayuno y la fiambrera para llevar? Y antes de amanecer, para estar a la salida del sol segando el trigo, o cogiendo lentejas, o garbanzos, a la par que su marido. Pero lo peor venía después, al llegar a casa. ¿Será que no traían el mismo cansancio? Porque mientras mi padre daba de comer y beber a las vacas y al borrico, y luego se derrumbaba en la silla, ella preparaba la cena, lavaba la ropa y atendía en lo que hiciera falta a sus hijos pequeños y a su madre. Y si se nos ocurría acercarnos a él, nos decía: Anda, deja a tu padre, que está cansado. Y todo el mundo lo veía normal”. Engracia, de 67 años, recuerda así a su madre, verdadero sostén de su casa, en la que llegaron a nacer nueve niños.
Su relato forma parte de la memoria del proyecto Sembrando autoetnografías por la equidad: cosechando memoria histórica, llevado a cabo por la asociación de mujeres Sembradoras de Salud, gracias a la financiación obtenida a través del concurso Tejiendo ideas organizado por Ganemos con el excedente de sueldo de su diputada provincial. “Después de tres niñas, el cuarto fue niño, y nació con parálisis cerebral —continúa su relato Engracia—, aunque ella dice que los primeros días no tenía problemas. Cuando supo que estaba embarazada por novena vez —décima si contamos el aborto— lloró desconsoladamente. Decía que su confesor le había dado permiso para abortar, que ya había cumplido de sobra con su función reproductora. Tuvo una hija con síndrome de Down y casi muere en el parto”.
La madre de Engracia era “el alma de la familia”, señala, porque “trabajaba en el campo y llevaba la casa”, en una época en la que no había luz eléctrica en las casas y en la que, para obtener agua, había que andar hasta una fuente que estaba a dos kilómetros de la vivienda. “Quizás lo más parecido al tiempo dedicado a su placer haya sido su gusto por las flores desde que tuvo la huerta al lado de casa. Un gusto que nos ha contagiado a muchos de sus hijos e hijas. También nos ha transmitido al educarnos el machismo inherente en su sociedad”, relata. Ahora, la madre de Engracia, a sus 90 años, “aunque sus recuerdos del pasado se mezclan, sigue pendiente del devenir de su familia y de las muchas molestias que ocasiona con su asistencia al centro de día que tanto bien le hace”. Esta es una de las microhistorias contenida en el proyecto, que compone un valioso estudio que pretende visibilizar y reconocer el saber de las mujeres rurales. “Pocas veces se han visto en nuestra localidad investigaciones similares, un trabajo con un incontestable valor social, histórico y feminista”, definen desde Ganemos.
María: "En la fábrica de botellas donde trabajaba mi marido daban becas para que los hijos pudieran estudiar y él se las quedaba"
María, de 83 años, vecina de Guadalcacín, cuenta así su vida en el apartado del estudio referente a la maternidad: “Tuve cuatro hijos. Cada vez que me quedaba embarazada me costaba una enfermedad, porque ahora quién le decía a mi tía que estaba embarazada. Ella no quería. Yo hubiera querido tener dos, pero vinieron cuatro. Les di a todos una teta sola. La otra me la echaron a perder cuando yo parí la primera vez. Se me puso mala y me la rajaron. Perdí el pezón. Pero con una teta alimenté a los cuatro, y muy bien que han salido”. Ella cuenta que se echó novio con 16 años —“qué atraso”— y se casó con 22, harta de la falta de intimidad que tenía en su casa. “Tenia que hacer pipí en un cubo y no podía hacerlo delante de mi novio. No había puertas. ¡Eso no era vida! A echar pespunte, algunas veces, lo tenía que hacer en el suelo, para que la cama no sonara, porque mi tía si hablábamos por la noche, a la mañana siguiente nos decía: ¿Anoche qué? Y respondíamos: No nos podíamos quedar dormidos”.
María, relata, nunca ha sido “dueña de un duro”, y recuerda una conversación que tuvo en una ocasión con su marido, cuando le dijo que los niños no tenían nada que llevarse a la boca. “Que coman chinitas del río”, le respondió. “A mí eso no se me olvida”, apunta, y recuerda: “En la fábrica de botellas donde trabajaba daban becas para que los hijos pudieran estudiar y él se las quedaba. Todo lo que han estudiado mis hijos se lo han tenido que pagar ellos, yendo a lo que hiciera falta: algodón maíz, lo que fuera. La única recompensa que tengo son mis hijos, que para mí son lo más grande”.
Mari Paz, de 67 años, habla de lo que significa ser mujer, ayer y hoy. “En los años que yo me crié, ¿qué se nos exigía? Mi madre lo que quería era que aprendiera de todo, como coser, bordar, limpiar la casa, planchar, lavar, la cocina… una cosa que se exigía mucho en mi casa era la educación. El saber comportarse. También no sé si te exigían, o mejor, te decían, que cuando fueses novia te dieras a respetar y cuando fueses esposa te comportaras como tal, respetando al marido y hasta puedo decir que hacíamos siempre o casi siempre lo que él quería”. Y agrega: “Antes una madre te podía llegar a decir: un mal marido por la puerta te entre. Como para que no estés sola, porque el marido es el que gana dinero”.
Engracia, María, Mari Paz, pero también Francisca, Rafaela, Ana, Amalia, Rosa y Jerónima aportan sus testimonios para conseguir así que “la memoria histórica que vuela pendiente sobre nosotras, deseando ser visibilizada y (re)conocida”, salga a la luz, como expone la asociación Sembradoras de Salud, cuyo proyecto incluye la realización de encuentros en institutos y colegios de adultos —como los IES Isabel de Hungría, Vega de Guadalete, Seritium, Andrés Benítez, los CEPER el Aljibe y Trece Rosas, y el centro cultural El Torno— y la elaboración de una revista que recoge los testimonios, dibujos, fotos y relatos de las mujeres entrevistadas, un trabajo que quedará para la posteridad.