Cuando Ernesto Pavón Barroso (Jerez, 1937) pasa actualmente por la plaza del Arenal en alguno de sus tempranos paseos desde su domicilio en Estancia Barrera y ve a alguien haciéndose un selfie, no puede más que pensar una cosa: “Parece mentira”. Ernesto, 79 años, es el último retratista vivo de los cuatro que se apostaban a los pies de Primo de Rivera. Junto a él, su hermano Roberto, además de Abelardo y Valero, todos ya fallecidos, personajes de ese Jerez de antes, muy conocidos y queridos por las anteriores generaciones. Novios, reclutas, niños y familias de la época posaban ante el objetivo de sus singulares cámaras minuteras, hasta el punto de que, si usted rebusca entre sus antiguos álbumes, seguro que encuentra alguna fotografía tomada por cualquiera de ellos.
Don Ernesto no espera nuestra visita. Sabemos de su domicilio por un conocido suyo y lo esperamos en la puerta de su bloque tras llamar al telefonillo de su casa y comprobar que no hay nadie. Pasan las 12 y media de la mañana, la hora en la que, nos dicen, suele regresar de su paseo por el centro. Nació, se crió y vivió en la calle Mariñíguez hasta que se trasladó a su actual domicilio, a tiro de piedra de La Plazuela. Apenas diez minutos tarda en aparecer el antiguo 'minutero', como también se les conocía a los retratistas del Arenal, acompañado de su mujer. Luce niqui de color azul, pantalones cortos y sandalias para combatir el fuerte calor de estos primeros días de julio. Nos presentamos y le preguntamos la posibilidad de hacerle una entrevista, teniendo en cuenta el ‘atraco’ que le estamos haciendo al no haber quedado con él previamente. “¿Cuánto me vais a pagar por la entrevista?”, bromea.
Sentado ya en un sillón en su salón le hacemos la primera pregunta. “Ofuf, ya empezamos”. Al veterano retratista no le vemos muy convencido al principio de la entrevista, pero conforme van pasando los minutos se le ve más cómodo y dicharachero. Nos cuenta que su primer contacto con la fotografía lo tuvo ya de niño, cuando en el antiguo cine Salón Jerez, donde se emplaza hoy la cafetería La Vega, le echaba el ojo a un antiguo 'minutero' que tomaba allí sus fotografías. Su padre, un arcense dedicado al campo, se fijó en ese interés de su hijo y con tal de que no siguiera sus pasos en el siempre duro trabajo del agricultor, lo sacó del colegio con 15 años para que aprendiera el oficio de 'minutero' junto a su hermano Roberto. Sería un carpintero, vecino de la calle Mariñíguez, el que le fabricaría el cajón, ese desde donde se colocaban las lentes y se revelaban las fotos.Estas cámaras minuteras, por muy sencillas que parecieran, no lo eran tanto. En la parte posterior se situaba una puerta para permitir ver el enfoque sobre un cristal que a la vez servía como portaplaca, en este caso un papel fotográfico que se deslizaba delante del vidrio. Estando esta cerrada, en el centro, se situaba una abertura cubierta por una manga de color negro por la que pasaba el brazo el fotógrafo para realizar dentro del cajón los pasos del revelado. Otra pequeña puerta, a un costado del cajón, dejaba al descubierto una abertura por la que a través de un cristal rojo penetraba la luz del día para poder ver el proceso. Dentro del cajón se colocaba un sobre con los papeles o postales sensibles y, ya en el suelo o colgando del cajón, una cubeta con revelador, donde se realizaba el lavado de la foto. Y todo ello, en apenas un minuto.
Aunque la primera ubicación de Ernesto fueron las escalerillas del Villamarta, fue en el Arenal donde hizo toda su carrera “hiciera frío o calor”, aunque esporádicamente cambiara de lugar llegadas la Feria del Caballo o la de la Vendimia. Llegaba prácticamente antes de que amaneciera, volvía a casa para comer –si es que su mujer no le traía una fiambrera con el almuerzo- y volvía por la tarde, hasta las ocho que finalizaba su jornada. Así todo el año. Para Ernesto no existían los domingos y festivos, porque el que no venía a hacerse una foto para el carné venía para tomarse una con su pareja o con su niño. El padre de Ernesto, que además de agricultor “era muy mañoso”, le hizo varios caballos de cartón piedra que hacían las delicias no solo de los más pequeños, también de los adultos. Entre 3 y 15 pesetas, según el tamaño, cobraba en sus comienzos, aunque cuando los marines de la base de Rota llegaban a Jerez a pasar una tarde, aprovechaba y les cobraba hasta 25 pesetas.
A pesar de la presencia de otros minuteros en el Arenal, Ernesto no menciona que hubiera ningún tipo de mala competencia entre ellos, ni tampoco con los pocos profesionales que por entonces tenían su estudios en Jerez, a saber: Fiallo en calle Santa María, Álvaro en el Carmen y Foto Paco en el barrio de San Miguel. Lo que sí les afectó, como es lógico, fue el inmisericorde avance de los tiempos, la proliferación de nuevas cámaras, la llegada de los fotomatones y, sobre todo, el color. A pesar de eso, Ernesto Pavón aguantó en el Arenal hasta los años 80 del siglo pasado. “Los últimos tres años ya no hacía casi nada, pero ya no había trabajo. Me costó dejar la cámara después de 40 años”, afirma. Aunque ahí no acabó su vida laboral. Por un conocido supo que una familia de la avenida Álvaro Domecq buscaba una persona que hiciera labores de jardinero y chófer, y allí que estuvo diez meses hasta que un mal día, cruzando la avenida lo arrolló un coche. “Casi me mata”, recuerda, hasta el punto de que pasó varios meses ingresado en un hospital de Cádiz a consecuencia de un accidente que le dejó visibles secuelas en su frente.
Todavía hoy, 30 años después de abandonar el Arenal y su cámara, muchos de aquellos jerezanos que pasaron ante su objetivo se paran a saludarlo cuando lo ven de paseo por el centro. “¡Adiós, 'minutero', me dicen!”, señala orgulloso. Eso sí, de ‘su’ plaza pocas cosas puede decir buenas. “Ya no vale nada. ¡Con lo bonita que estaba antes con sus jardines!”.