Pepe Lucena tiene sus días. "Muchas veces te desanimas", confiesa. Pero junto a su mujer Pepi, hay una bebé en un carrito que le hace seguir hacia adelante. Este año la clientela de la panadería Virgen de la Soledad ha descendido, sobre todo en la época estival. "Están ganando la batalla. ¿Cómo? Cuatro barras a 1 euro", comenta Pepe mientras enseña a un grupo de más de 30 personas el proceso de elaboración de sus vienas. Esta pequeña panadería de carácter familiar, emplazada en las Casitas Bajas de la barriada del Polígono, repite en la III Ruta de panaderías y pastelerías históricas de Jerez —organizada por la asociación Amigos del Archivo de la ciudad—. "¿Y quién es el más perjudicado?", pregunta. "El consumidor, nosotros", responden en voz alta —o en silencio— todos los presentes. "Estamos dejando las tiendecitas, el comercio local, y solo vamos a las grandes superficies", agrega con fuerza. En esta edición, Pepe es el encargado de contar su día a día en el obrador, desde que se levanta a las cinco y media de la mañana, hasta que vende la última bolsa de picos.
"Es una pena", incide mientras corta una empanada de atún y pimiento del piquillo que ha preparado para los invitados. "Ahora te entran por la puerta pidiendo ofertas. Ya no preguntan la calidad, ya son solo las ofertas", lamenta Pepe, quien regenta un negocio con más de 60 años de historia. "Te hablo de gente mayor eh, personas de 70 a 80 años que abren la puerta y preguntan desde fuera. Yo comprendo los recortes... pero esto es comida y cada día se está perdiendo más lo bueno". Perder lo bueno. De eso sabe Manolo Barea, archivero jerezano y capitán de la ruta, que al pasar por la plaza Juana de Dios Lacoste hace una breve parada para contemplar con tristeza —y orgullo— la antigua Panadería Hermida, establecimiento artesano en ruinas donde tan solo se conserva el letrero azul y blanco de la pared. "Gloria bendita para mi padre", dice Manolo al tiempo en que alza la mirada hacia el cielo. Dice que su padre nació en esa misma panadería y que, junto a sus alumnos, está trabajando para preservar su memoria y la de aquellos panaderos y pasteleros artesanos que no tuvieron más remedio que echar el cierre. Pero su padre no fue el único que se crió entre harina, agua y sal.Daniel Jiménez, hijo de Cori Andrés —propietaria de la pastelería La Rosa de Oro desde 1976— creció oliendo dulces, y Marco Soler, dueño de la heladería Soler en calle Consistorio, se levantaba con el ruido que hacían las máquinas de la fábrica de la turronería ubicada en la plaza Aladro número 9. Los ocho establecimientos, a excepción de dos conventos de clausura, tienen algo en común más fuerte que la tradición y el sabor: su carácter familiar. Es cierto que algunas, como la histórica panadería P. G. (Pedro Girón) en calle Caldereros, que data del año 1850, no continuó gracias a sus herederos. No obstante, Pedro Bazán, que se hizo con el establecimiento en el 2000, terminó convirtiéndolo en un negocio familiar, según cuenta Susana Puerto, sobrina del actual dueño. "Esto es un verdadero museo", dicen algunos al observar el hermoso mostrador de madera con azulejos de colores. Y dentro, en el obrador hay más muestras de arte. Un horno de leña, hornos de piedra con su boca de volcán justo detrás, y el eléctrico, que lleva solo 15 años con ellos.
Hay algunos negocios que conservan al detalle la fachada de su origen, su nacimiento. La panadería de Pedro Bazán es uno de ellos, pero el mayor ejemplo son los conventos como Santa María de Gracia —popularmente conocido como Santa Rita— y el Convento de San José —más conocido como Santa Clara— en calle Barja. "Yo venía aquí de chico a comprar dulces cuando salía del colegio y a día de hoy está todo igual", murmura uno de los visitantes con cámara de fotos al hombro. "El torno es el mismo, es súper arcaico... Lo único que ha cambiado son las pesetas a euros", ríe. Las monjas de clausura, ya sean agustinas o franciscanas, son famosas por ser "divinas" pasteleras. Pastas de té, amarguillos de coco, almendrados, tocino de cielo, roscos fritos de huevo, roscos de anís, nevaditas, mallorquinas, mantecao de almendra, alfajores, mazapán, roscos de limón, carne de membrillo, cortadillos de cacahuete, pestiños, pastelillos de gloria o pastelillos de bien me sabe.
Los nombres varían, pero la materia prima es siempre la misma.
Alberto Rodríguez, marido de Sonia Jiménez —propietaria de la mítica pastelería Jesús El Artesano y sobrina de Cori Andrés—, comparte que han escogido unir tradición y alta repostería. "Ahora hacemos tartas creativas con fondant para muchos eventos, sin olvidar la base tradicional del bizcocho", apunta Alberto, el encargado de ornamentar cada obra de repostería. El caso de Marco Soler es otro bien distinto. El pequeño de la tercera generación de la casa Soler Mira, familia gijonense de tradición turronera y heladera, narra por qué continuar con el negocio familiar que proviene del siglo pasado. "Mi abuelo Enrique Soler Mira vendía turrones en Granada y venía a helar a Jerez, es decir, venía aquí a vender helados. Hacía lo mismo cada año hasta que en el verano de 1936 se topó con la Guerra Civil que le obligó a quedarse en Jerez", narra su nieto, que recuerda con mimo las manos y el espíritu artesano de su antepasado.Marco se formó en casa y en distintos cursos de la Universidad de Alicante, con la intención de mezclar innovación con tradición. Una idea que no era del agrado de sus tías Carmen y Edelmira Soler, hermanas de su padre ya fallecido y propietarias de la turronería Soler en calle Rosario, junto a la plaza Aladro. "Ellas siempre han rechazado mis elaboraciones, helado de manteca colorá, de pestiños, de vinagre de Jerez, de queso de cabra con pimiento... Se molestaban incluso cuando algún cliente lo pedía. Y lo hacen por desconocimiento a lo nuevo", expresa el maestro heladero jerezano. Tradición e innovación, ¿por qué no?
En esta misma línea trabaja Daniel Jiménez, repostero de La Rosa de Oro y vecino de Marco, en la misma calle Consistorio. "Mi hijo es el que lo inventa todo", apunta su madre, Cori Andrés, mientras señala el nuevo brazo gitano de trufa y castaña que ha creado Daniel. "Él ama esto, y mi hija Eli también lo ha vivido desde niña", agrega. En algunos de los establecimientos las nuevas generaciones ya están asentadas en el negocio y las que vienen en camino —que gatean más que hablan— empiezan a saborear lo que es un pan "de verdad" y la dulzura de un postre sin químicos, solo con la atmósfera que respiran. Que se lo digan a la nieta de Pepe Lucena, que dice que la pequeña en casa no para de llorar y que en la panadería "está más callá que en misa".