Me pregunto qué hubiera sentido mi paisano don Quijote si en una de sus nobles aventuras se hubiera topado con una Zambomba. Aunque, para eso, habría tenido que ser Don Quijote de Jerez, y no de La Mancha, porque no hay otro lugar en el mundo que pueda imitar, ni por asomo, lo que pasa aquí en estos días, antesala de la Nochebuena.
Creo que si hubiera nacido en Jerez, Don Quijote —que entonces nunca habría dejado de ser Alonso Quijano— jamás se hubiera vuelto loco, porque, en lugar de leer novelas de caballerías, habría estado de tabanco en tabanco, con el cura y el barbero, cantando por bulerias y dándose una pataíta.
Pero como nació en La Mancha, el ingenioso hidalgo, que seguro que no sabía ni seguir el compás con las palmas, se pasaba el día en su casa, muerto de frío, haciendo cábalas sin fundamento y leyendo, hasta que perdió el seso. Porque así somos los manchegos, que lo de Volver no es ningún capricho de Almodóvar.
Dicen, también, que somos sobrios y austeros, como el paisaje de nuestra llanura en invierno. Por eso, estoy absolutamente convencida de que Don Quijote, acostumbrado al silencio sobrecogedor de las calles de su pueblo —que podría ser también el mío—, se hubiera creído presa de un extraño encantamiento al recorrer las plazas de Jerez en alguna noche de este largo puente de diciembre.
“Amigo Sancho —le hubiera dicho a su escudero al pasar por la Plaza de Belén— esto, sin duda, debe ser obra del mago Merlín, porque no se ha visto otro lugar sobre la faz de la tierra donde se cante y se baile con tanto arte y tanta gracia. ¿No te das cuenta de que parecen todos, tan felices y contentos alrededor del fuego, víctimas de un dulce embrujo?” Pero Sancho no hubiera atinado a responderle, ocupado, como habría estado, en la degustación de los vinos del Marco, tan distintos a los de su tierra.
Sin embargo, frente a la iglesia de San Juan de los Caballeros, aun con el bullicio de las zambombas, sí hubiera acertado el escudero a arrodillarse para rogar a Dios que, ante la falta de molinos con los que entrar en fiera y desigual batalla, su amo no embistiera contra el fotomural de El Capullo, al que seguro habría confundido con su archienemigo, el sabio Frestón. “¿Ves, amigo Sancho? Tanta magia solo puede deberse a un encantamiento", hubiera afirmado El Quijote, ya convencido por completo.
Del todo embelesado por el ambiente festivo, no me cabe tampoco la menor duda de que el Caballero de la Triste Figura habría querido conocer todas las historias escondidas detrás de las letras de los villancicos, que le habrían parecido más románticas y entretenidas que sus propias novelas de caballerías. Para evocarlas, hubiera recorrido con Sancho, de cabo a rabo, la calle de San Francisco, la de Medina y la de Doña Blanca, absorto, seguro, con el reflejo de las siluetas de los bailaores en los muros de piedra.
Imbuido poco a poco del espíritu zambombero, en un instante de clarividencia absoluta, Don Quijote habría caído en la cuenta de que le era preciso encontrar una nueva dama de quién enamorarse, por quedarle su Dulcinea, allá en El Toboso, muy lejos. Hubiera escogido entonces a una gitana del barrio de Santiago, fascinado por su baile y por su roneo. Pero, por supuesto, ésta, como Aldonza Lorenzo, jamás se habría fijado en él —un enjuto manchego sin ritmo ni compás— para otra cosa más que para burlarse.
Yo, que tampoco he aprendido a tocar las palmas, sé muy bien cómo se hubiera sentido mi paisano Don Quijote si, en la Plaza de San Mateo, una gitana le hubiera pedido saltar al centro de un corrillo a echarse un baile: ni mil encantamientos le hubieran bastado al pobre hidalgo para adquirir la gracia precisa con la que salir del apuro, y se hubiera pasado el resto de la noche rezando para que no le volvieran a poner en semejante aprieto. Porque una cosa es derrotar gigantes y, otra muy distinta, gastarse el arte de un jerezano en una Zambomba flamenca de la tierra. ¿O no...?