Elena estaba un día viendo la televisión. El informativo mostraba a pescadores llorando cerca de un reguero de peces muertos en una playa gallega, cubierta de chapapote. Era noviembre de 2002 y el Prestige, un enorme petrolero que navegaba frente a la Costa da Morte, había derramado las 70.000 toneladas de petróleo que portaba a pocas millas de una comunidad que, 15 años después, aún no se ha repuesto de aquel varapalo ni ha saldado deudas pendientes con los responsables del mayor desastre ambiental que ha sufrido el país. “Algo se encendió en mí cuando vi esas imágenes”, señala Elena Rodríguez, quien por aquel entonces tenía 22 años. Preguntó en el Ayuntamiento si había previsto desplazar a voluntarios hasta Galicia. No hubo suerte, tampoco en la Consejería de Medio Ambiente de la Junta, así que cogió las Páginas Amarillas y telefoneó a varios municipios gallegos (concellos) para ofrecerse como voluntaria. Pero nada, estaba el cupo cubierto.
Hasta que unos días después, desde Muro, le ofrecieron cama y comida, por lo que corrió hasta la estación de autobuses dispuesta a comprarse un billete que la llevara hasta allí. Lo consiguió y, después de casi 20 horas de viaje, se plantó en la ría de Muros y Noya, dispuesta a ayudar en lo que pudiera. “La policía me llevó hasta una playa”, recuerda Elena, que llegó hasta Galicia sin conocer a nada ni nadie. “Aquello era un drama”, rememora, “los pescadores te daban las gracias y te decían que su vida se había ido al garete”. En turnos de mañana y tarde, se enfundaba la indumentaria apropiada —mono, guantes precintados, mascarilla, botas de agua y gorro— y se disponía a limpiar todo el chapapote que podía. “Dormíamos en un polideportivo y comíamos los bocadillos que nos daban”, reseña Elena.
Durante los cinco días que estuvo en tierras gallegas esa fue su rutina. “Me marcó mucho”, confiesa, sobre todo el espíritu solidario que inundó las costas gallegas después de un desastre ecológico de dimensiones incalculables. “Estaba todo el tiempo con las lágrimas saltadas, veía la playa negra, a pájaros muertos…”, dice esta jerezana, que hasta pidió dinero prestado para poder viajar hasta tierras gallegas. “Por aquel entonces estudiaba y no tenía dinero”, se excusa, pero saca pecho al afirmar que “nuestra generación se implicaba mucho más con estos temas”. “Dimos un escarmiento a los políticos que no paraban de mentir”, agrega.
“Fui presa de la alarma social”, señala Javier López, otro jerezano que, en cuanto supo que se fletaba un autobús para desplazar voluntarios, metió la ropa necesaria en su mochila y se embarcó en un viaje que realizó impulsado por su “vena ecologista”. Durante la semana que se dedicó a retirar chapapote de las costas gallegas no pensó en cómo podía afectarle a su salud la exposición al fuel, “o no hubiera ido”, dice. Antes de llegar como voluntario no había estado en Galicia y tenía la sensación de que “era un puñetero paraíso y que se lo habían cargado”, señala.
Mauricio Castilla fue después. El 1 de enero de 2003, tras pasar la Nochevieja fuera de casa, se enteró de que un autobús con destino a Muxía salía de Madre de Dios hacia mediodía, por lo que sin apenas dormir, preparó la mochila y se fue hasta allí dispuesto a montarse en el autocar fletado por Ecologistas en Acción. “Allí nos daban chubasqueros, guantes, botas, calcetines…”, recuerda y también que las jornadas eran breves, para evitar el contacto continuo con el fuel. “Raspábamos las rocas cuando bajaba la marea”, dice. Aquella experiencia, señala, en cuanto a movilización, “supuso un antes y un después”, ya que “si la administración hizo algo fue por gente como ella”, expresa, señalando a Elena.
La Audiencia Provincial de A Coruña, 15 años después de la tragedia que contaminó 2.000 kilómetros de costa desde Galicia hasta Francia, cifra en 1.573 millones de euros la cantidad que debe percibir el Estado español, además de los 1,8 millones que tiene que recibir la Xunta de Galicia y los 61 millones de euros que le corresponden al país galo, unas cantidades que deben abonar el capitán del barco, Apostolos Ioannis Mangouras, y la aseguradora, The London Steamship Owners Mutual Insurance Association. Un triunfo —parcial hasta que no se concrete— conseguido gracias al esfuerzo de gente como Elena, Javier, Mauricio y los miles de ciudadanos que dijeron Nunca mais.