Crear arte con las manos, a lo grande y con litros de pinturas de colores. A Manolo y Francisco Mesa, de 34 y 35 años, siempre les ha llamado la atención todo lo que tuviese que ver con la pintura, una disciplina que llevan prácticamente toda la vida desarrollando. El mayor de los hermanos portuenses empezó a fijarse en los grafitis que veía en los rincones de El Puerto, en su ciudad natal, y asomó la cabeza en un mundo en el que, al poco tiempo, se adentró su hermano.
“Yo me fijaba en lo que él hacía y también quería hacerlo”, dice Manolo mientras acaricia a su perro Arri. La mirada viva del animal se dirige a su dueño un día soleado de octubre. “Compartimos los comienzos, estábamos todo el día haciendo bocetos para después llevarlos a la calle”, comentan estos creadores, que cursaron el Bachillerato de Arte en el IES Juan Lara. Juntos, y en la misma clase.
Unos años de sus vidas marcados por pintar murales en grupo y darle rienda suelta a la imaginación. Ambos desarrollaron su pasión de la mano y lograron convertir su afición en su futuro. Así, cada uno siguió su camino en busca de su propio estilo.
Francisco completó la licenciatura de Bellas Artes en la Universidad de Granada, mientras que Manolo se licenció en la Real Academia de Bellas Artes Santa Isabel de Hungría, en Sevilla. Desde la Puntilla, enclave portuense por el que tanto han paseado, recuerdan sus primeros encargos y otras aventuras que les han permitido vivir del arte.
“Mi padre me regaló un aerógrafo y me puse a pintar motos, después hice encargos de decoración de interiores”, dice Manolo. Por entonces, la asociación vecinal de Pinar Alto —”los pisos caca”— le pidió a Francisco adornar el transformador de la barriada y un bar de copas del centro que recuerda como “un tirón de orejas para empezar”. Eran adolescentes con ganas de ofrecer su creatividad y tener sus primeros ahorros.
Después, se formaron en la universidad. Manolo participó en distintos festivales de muralismo en Jaén, Valencia, Atenas, Berlín o París, e hizo su Erasmus en Italia, donde descubrió más en profundidad la cerámica. “Tenía que convalidar asignaturas, hice un curso y me encantó”, confiesa.
Cuando finalizó el año académico, Prada, la famosa firma italiana de moda, le llamó para colaborar pintando en uno de sus desfiles. Al poco tiempo, se mudó a Bilbao donde realizó un máster de cerámica y se marchó a París a trabajar en una galería.
En 2017, Manolo enfocó su trabajo en plasmar piezas de cerámica en sus enormes murales que ha elaborado en Córdoba, Galicia, Cataluña, Alicante, India, Sudáfrica o Pensilvania. Él lo ve como un ejercicio “original” que va evolucionando y se adapta a los espacios. “Intento producir mis jarrones para crear las composiciones. “Me interesa la pintura por la pintura en sí, lo abstracto, así tengo un montón de libertad para componer y descomponer lo que me dé la gana”, comenta el portuense, que se basa en fotografías en lugar de bocetos porque “si lo dibujo antes en otro formato, esa espontaneidad se pierde”.
El artista se fija en el entorno, en si hay césped o carreteras, en la antigüedad de los edificios y en la arquitectura del lugar. Le gustan los retos y aprende “a base de muchísimos errores”. Pronto, comenzará a trabajar en una galería de Dinamarca y está creando una marca propia de piezas de cerámica.
Manolo se lo ha currado para vivir de lo que le gusta. Al igual que Francisco, que, continuó en la línea del spray y el grafiti, realizando encargos de decoración de interiores y exteriores. Cuando entró en la universidad, comenzó a viajar. “En ese momento estaban en auge los vuelos baratos, yo veía a mi primo irse por 20 céntimos y quise probar. Me fui a Italia, solo y de mochilero, y empecé a enfocar mi trabajo como un medio para poder viajar”, cuenta el portuense.
Tuvo la oportunidad de vivir un intercambio en la Universidad de Yucatán, al sur de México, donde “me busqué las papas” y elaboró, además de murales, obras de acrílico “que iba vendiendo para ir tirando”. En ellas, reflejaba sus experiencias y las llenaba de carga personal que impregnaba en pergaminos.
Poco a poco, se recorrió distintos puntos de Centroamérica, conoció la cultura prehispánica e indígena y se inspiró en su simbología para introducir en sus obras elementos de la naturaleza. Durante su periplo, llegó a Capurganá, un pueblo remoto de la costa caribeña de Colombia que se encuentra aislado del resto del país y cerca de uno de los puntos más inaccesibles el mundo, el Tapón del Darién. “Nunca antes había estado cartografiado y desarrollé un mapa en el muelle. Era la primera vez que la comunidad veía el mapa del lugar donde viven. Lo fui financiando con colaboraciones de los vecinos ofreciéndoles un espacio para publicitarse en el mural”, detalla Francisco.
A su regreso, el artista finalizó sus estudios y se mudó a las Islas Canarias, donde también pudo plasmar el muralismo en sus calles. Entre sus proyectos, recuerda con cariño una obra en un edificio abandonado en Los Cristianos, al sur de Tenerife, concretamente, en un paseo muy transitado por turistas. “Fue un ejemplo de cómo mediante la pintura mural se pueden intervenir espacios y transformarlos por completo y fomentar que después las instituciones quieran adecentar e invertir en esa zona”, sostiene.
Cuando regresó a su tierra continuó con encargos, proyectos personales y dejando alguna que otra huella en los recovecos del municipio. Son muchos los portuenses que recuerdan las cigüeñas de la calle Larga, esquina con Palacios. Actualmente, Francisco está decorando el local de La Flamenca, un proyecto de showcooking y cenas privadas que pronto abrirá sus puertas en El Puerto.
“Este arte es muy efímero, nuestras obras no duran para siempre. El sol las va desgastando o alguien pinta encima. Cuando trabajas en la vía pública es inevitable que el público intervenga, pero el paso del tiempo tiene su papel en nuestro trabajo”, reflexionan los creadores, que apoyan que los entornos tengan dinamismo. Estos hermanos inquietos, que han llevado su talento por el mundo, siguen evolucionando y explorando confines artísticos.
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