No sabe hacer otra cosa que trabajar. Así lleva haciéndolo toda su vida. Fernando, que dice que lleva “la mala suerte encima” por apellidarse Cenizo (y Frías por parte de mamá), tiene una piel curtida por el sol que le hace parecer mayor de los casi 62 años que tiene. Jerezano de El Chicle, se considera “casi analfabeto”. “Escribo poco y leo menos. Eso sí, de números y de euros soy el que más entiende”. Con doce años y por 200 pesetas al mes entró en una panadería de la calle Guarnidos donde trabajaba de lunes a domingo sin saber lo que era un festivo ni una fiesta de guardar. Dos años después lo llamarían de otro obrador, en la cuesta de San Telmo, donde al menos llegaba a las mil pesetas. Allí estuvo otros dos años. Luego se haría repartidor de bombonas de butano. Le ganaba dinero sobre todo gracias a las propinas.
“Hay que trabajar, volver a casa todos los días sabiendo que por lo menos te llevas algo para llenar la nevera”. Es la máxima de Fernando. Trabajar, trabajar y trabajar. Lo tenía claro desde niño. Sabía que había que echar una mano en casa, donde sus padres tenían que alimentar a siete bocas. “Había noches que nos acostábamos sin apenas cenar”. Con 17 años pasa de las bombonas a los bombones, cuando en verano empieza a vender helados en las playas de El Puerto. Así pasaría varios estíos hasta que un año vio a un vendedor de camarones. “Me llamó la atención, aunque era para meterlo preso de lo malos que estaban, pero eso fue lo que me impulsó”. Por entonces su hermano Vicente ya se dedicaba a capturarlos y a venderlos vivos a las marisquerías y a los bares que cocinaban tortillitas. Con el género a mano y pescado por alguien de tanta confianza, no se lo pensó. Tenía 20 años.
En aquella época el camarón le ocupaba a Fernando sólo los fines de semana, ya fuera verano o no. De lunes a viernes se dedicaba a poner ladrillos. Eran tiempos en los que la construcción daba dinero. Jerez y sus barrios crecían y hacía falta mucha mano de obra. Siempre tuvo claro que su playa tenía que ser la de Santa Catalina, desde La Calita, pasando por Vistahermosa y El Buzo, todo lo más hasta Las Redes, una zona donde veranean personas de un poder adquisitivo importante. “Cuando empecé no había ni un chiringuito y parte de la playa era privada”, recuerda hoy, con su cesta de mimbre cargada de camarones colgada de su brazo derecho; las patas para descansarla en su mano izquierda; gorra, camisa, mandil y zapatillas de lona de color blanco y pantalones gris marengo arremangados a la altura de los gemelos.
Entrado en los sesenta, cuando muchos ya estarían pensando en la jubilación, Fernando sigue, playa arriba, playa abajo, con sus camarones cocidos y sus patas de cangrejo, convencido además de que los venderá “hasta que me muera o me quede cojo”. Tiene cinco hijos, algunos trabajando y otros no. Menos una, todos viven ya fuera de casa. Además tiene cinco nietos. La ayuda de 426 euros que recibe se queda muy corta, porque su mujer, además, no trabaja. Y no sólo es pagar las facturas y llenar la nevera, también echar una mano a sus hijos. No le queda otra desde que las obras se quedaran paradas al comienzo de la crisis y él se viera con una mano delante y otra detrás. Los meses de julio, agosto y la primera quincena de septiembre, todas las mañanas, las pasa en la playa. Las tardes de los fines de semana también en Jerez, por tabancos y plazas.
El día a día de Fernando no varía mucho. Vecino de la calle Obispo Cirarda, en Estancia Barrera, se levanta temprano. “No soy amigo de dormir mucho”. A las siete ya está en planta. Al rato ya toma su café en el bar, a la espera de que llegue su hermano de pescar los camarones. Vicente suele llegar a las diez y media u once. Los cuecen en su casa y los ponen a refrescar en la nevera. Sobre las once y media, ya con su uniforme y sus bártulos de vendedor, coge los camarones pescados del día anterior, ya frescos, y se monta en su moto de 50 centímetros cúbicos. No suele ser más tarde del mediodía cuando llega a Vistahermosa. A esa hora del Ángelus a los bañistas ya le entran ganas de un refrigerio. Se arremanga sus pantalones –“no me gustan los cortos, porque en la moto me puede picar cualquier bicho”- toma sus camarones, cubiertos por un paño húmedo para mantenerlos frescos, y se lanza a la playa.
“¡Ole que buenos sooooon! ¡El camaroncito, al camaróoooon! ¡Fresquito y bueeeenos!”. La cantinela se la conocen como el Padre Nuestro en la playa. Generaciones de bañistas y turistas le han comprado a Fernando, al que ya prácticamente buscan y echan en falta si por cualquier cosa se atrasa o directamente no aparece, como hace unos días. “Se me estropeó la moto antes de salir. La llevé al taller, me hicieron el favor de arreglármela rápido y con las prisas me dejé el mandil y el paño de los camarones en casa. Tuve que volverme a Jerez con la cara partida”.
Dispensa un trato cariñoso a todos sus clientes, sean niños o adultos, los acabe de conocer o les venda desde hace décadas. “Hola guapa, ¿qué pasa cariño? Ve probándolos mientras te despacho”. Fernando toma del mandil un par de papeles para hacer el cartucho, que hace en segundos. Con la mano izquierda sirve el marisco y con la derecha toma el dinero. “La higiene ante todo”, dice. Antes de la moneda única los vendía a 200 pesetas, ahora a dos euros.
Fernando reconoce que la crisis también le ha afectado, aunque hoy no lo parezca, porque apenas da cuatro pasos cuando ya lo vuelven a requerir. “Qué arte tiene vendiendo, es un artista”, comenta un bañista con marcado acento del Norte. “Ya creíamos que los habías vendido todos y habías cogido la moto para Jerez”, le espeta un cliente, viejo conocido del vendedor. Una turista madrileña le compra dos cartuchos: “esto es mejor que las pipas porque van del tirón para dentro”; y otra clienta reconoce haberlo echado de menos el fin de semana pasado: “Qué me acordé de ti en Huelva. Tus camarones son los mejores”. Aparece también una madre, con dos niñas que no superarán los seis años. “¡Lo más bonito de la playa!”, les dice Fernando. Le compran tres cartuchos. “Gracias”, le dicen las pequeñas. “A ustedes siempre, cariño”, les responde el veterano vendedor, que a continuación explica que la abuela de las niñas ya le compraba camarones hace cuarenta años.
En la playa, el resto de vendedores de patatas, refrescos y helados se paran para saludarlo.
— ¿Qué pasa, 'tito'? ¿Cómo va la mañana?”.
— Hoy no va malamente, sobrino. Ni a las Redes voy a llegar hoy.
En los últimos tiempos, con la crisis, otras dos personas venden camarones también en la playa. “Todo el mundo tiene derecho a llevarse algo a casa”, dice Fernando, a quién no parece importarle que le hayan quitado el monopolio del camarón. Sí le molesta más el trato que le dispensa, a veces la Policía. A diferencia del resto de vendedores, que tienen licencia por parte de los chiringuitos para vender sus productos, a Fernando no se la otorgan. “No sé si será por temas de sanidad, pero todo el mundo sabe el producto que vendo”. Esto hace que tenga que ir con mil ojos para que la Policía no le vea. “El verano pasado me quitaron tres veces los camarones. Mi casa sin esto no podría tirar adelante”.
Conforme han pasado las horas, la cesta de Fernando se ha ido vaciando. Como predijo un rato antes, no le ha hecho falta llegar a Las Redes. Da media vuelta poco antes de llegar al antiguo Club Med. “De aquí a la moto ya vendo lo que me queda, sobrino”. Ni le preguntamos cuánto ha podido ganar hoy. “Mira, si un día le gano 30, pues 30. Si otro le gano 40, pues mejor todavía. Aquí la cosa es vender paquetes. La vida está muy mala y todo lo que sea llevar algo a casa bueno es”. La última parada antes de regresar a Jerez es en el chiringuito. “Hay que llenar la moto. Con el calor que hace hay que refrescarse”. ¿No te bañas?, le preguntamos. “¿Vendiendo? Nunca. Yo no sé lo que es darme un baño en la playa desde el Guerra. Cuando vuelvo a Jerez estoy tan cansado que ya por la tarde prefiero quedarme en casa”, nos dice mientras se descalza las zapatillas y nos enseña las plantas de sus pies, ajados de tantos kilómetros diarios por la arena. “Eso sí, esto al lado de la construcción es un paseo, eh?”.