Una caravana en la entrada de San Fernando. La hilera de coches volvía de la playa un viernes de verano, 16 de agosto, o iba al concierto de Robe Iniesta programado en el festival Bahía Sound, que alborota a la isla en estas fechas. El ex líder de Extremoduro colapsó todas las bolsas de aparcamientos de Bahía Sur para ofrecer su gira Ni Santos ni Inocentes. Mucha camiseta, cerveza en mano y una multitud atravesando las tiendas para llegar a la puerta. Sentirse como en un videojuego era fácil en este espacio donde un séquito de personas accedía al recinto en fila india. Todas las entradas estaban agotadas para ver a una leyenda del rock. A un hombre escuálido que roza los 60 que sigue atrayendo a generaciones. A todas. Sin ir más lejos, la primera fila estaba llena de pequeños ansiosos por que el extremeño saliera en escena.
“Mi madre está por ahí detrás, yo me he venido para delante”, decía un veinteañero que quería verlo de cerca. A su lado, una niña lucía orgullosa una camiseta del artista que estaba a punto de aparecer. No hay edad para ver a Robe, que se hizo de rogar. Veinte minutos más tarde de lo esperado y después de unos cuantos “Rooobe, Rooobe”, tocó los acordes de Destrozares. Viaje a 2016 en falda y zapatillas -su seña de identidad- que continuó con Adiós, cielo azul, llegó la tormenta. Fotógrafos en posición y a disparar. De su último disco Se nos lleva el aire dio un salto a 2015, con Guerrero, tema del álbum Lo que Aletea en Nuestras Cabezas.
Después volvió al 2024. “Nada sabe de amor quien vuelve vivo”, dijo para cantar Puntos suspensivos envuelto en un despliegue musical que tenía al público impactado. Carlitos Pérez, al violín era un espectáculo al que se sumaban David Lerman, al clarinete; Alber Fuentes, a la batería y a las percusiones; Lorenzo González, a los coros; Álvaro Rodríguez, al piano; y Woody Amores, a la guitarra eléctrica.
Robe, en modo aleatorio, brindó a sus seguidores pinceladas de su carrera musical con y sin Extremoduro. Concentrado en las letras y en su guitarra, el músico miraba hacia abajo. Sus dedos se movían con habilidad para hacer sonar partituras complejas que arropaban a poemas guardados en su cabeza. “Tengo tantas cosas metafísicas que decir que me canso de pronto y prefiero no seguir hablando”, soltó antes de que irrumpiera el piano y regalara La canción más triste.
En la primera parte del concierto, estratégicamente más calmada, incluyó en su setlist Segundo movimiento: Lo de Fuera, Golfa o Dulce introducción al caos. Minutos de Extremoduro que trasportaron a otra época. Dijo algo del eje de rotación de la tierra. Él mismo explicó que era para desconcertar. Y echó a volar como un Hombre pájaro y con El poder del arte. “Estoy flipando, no tiene nada que ver con el de Sevilla”, dijo una mujer que ya lo había disfrutado en la capital andaluza. “Verás que voy al servicio y canta Nada que perder”, se escuchó por detrás.
El público estaba a gusto, disfrutón, dejándose llevar por el bofetón instrumental y por cada palabra que salía de la boca de este artista que lleva más de 40 años retorciendo cerebros. “No hay metáforas más reales que las personas que pasan por la calle”, retumbó junto a la marisma. Y llegó el descanso para que “hagáis lo que queráis que para eso esto es un país libre”.
Unos aprovecharon para vaciar la vejiga y otros, para pedir papel de fumar y coger un mejor sitio. Ger y Gero, dos amigos que saltaban en la marabunta, contaron sus historias vitales hasta que se apagaron las luces. Pasada la medianoche, Haz que tiemble el suelo o Inteligible, del disco más reciente, dieron paso al Extremoduro profundo, Cabezabajo para aletear hasta Segundo movimiento: Mierda de Filosofía y Tercer movimiento: Un instante de luz. Pocos móviles al viento, quizá su público sabía que el dispositivo no es santo de devoción del artista.
De Extremoduro a Robe, de Robe a Extremoduro y tiro porque me toca. Ahora tocaban “salir, beber, el rollo de siempre”, tema con el que consiguió enloquecer, aún más, a sus seguidores más veteranos. Un Viaje al Interior y Esto no está pasando, que más de uno pensó bajo los focos, y, por fin, Nada que perder, para ir terminando por todo lo alto. Energía de sobra quedaba al público y a los músicos para entonar una más. Ama, ama, ama y ensancha el alma. De repente, años noventa. De repente, el directo ha acabado. Robe levanta la guitarra, emocionado, sin poder contener la lagrimilla. El público gaditano, el calor de la gente y ese desgarre interno... Demasiadas emociones.
Las pantallas se apagaron, pero había ganas de más. A nadie le hubiese importado un So payaso o un Jesucristo García. Como él dice en sus entrevistas, cada concierto es distinto. Cuando sube a las tablas, se abre, fluye y se deja llevar. Robe nos deja una lección, ¿para qué entrevistarlo si en sus directos ya lo dice todo?