A lo lejos se escucha una campana. El sonido es conocido por todos los bañistas y sólo puede significar una cosa: Ha llegado la hora del dulce. Hace calor, demasiado, y a lo lejos se ve a un par de jóvenes parados con una mesa de playa y varias cajas llenas de pasteles. Cuñas de chocolate, palmeras, cañas, bombas, carmelas, donuts, napolitanas… La oferta es amplia y el precio barato. “¡Pasteles a euro, venga niña, que traigo lo mejor!”, grita uno de los jóvenes. Para Daniel, que es como se llama, este el segundo verano que se dedica a esto. A la playa va junto a otros cuatro compañeros, que apenas pasan de la veintena. En un Peugeot 406 sin aire acondicionado recorren los más de 70 kilómetros que separan Guadalcacín de El Palmar, en Vejer.
Una vez llegan se reparten el territorio. Unos se quedan en un extremo, otros en torno a la torre y el resto en la otra punta. Así “barren” toda la playa. El coche va cargado hasta arriba. Lo que no cabe en el maletero lo llevan en las piernas durante el trayecto. También las mesas. En la conocida torre de El Palmar se quedan Dani y otro compañero. No pierden el tiempo. Nada más bajarse del coche cargan las cajas que les ha tocado vender y salen andando a toda prisa por la arena. Tanto que hasta una señora se lamenta. “Se me han escapado”, dice al verlos alejarse. Lo que vendan es cuestión de suerte, aunque también depende del tiempo. Y de la competencia. Además de las suyas, hay otras 14 o 15 mesas recorriendo la playa. “Hay que tener paciencia”, dice Dani, que anda varios cientos de metros antes de vender su primer dulce, aunque una vez para y la gente los conoce, se forman hasta colas. “La gente nos espera, hay quien trae los dulces duros y los vende a 1,50 o dos euros y son más chicos”, explica Daniel mientras atiende a un cliente.
A lo lejos se escucha un quad, puede ser la Policía. “No, son los de la Cruz Roja”, lo tranquiliza un cliente. “Ya, pero hay que estar atentos”, dice Daniel. Están alertas en todo momento. La actividad es ilegal y se arriesgan a ser multados, aunque aseguran que cada verano tratan de conseguir licencia. “Hemos hecho propuestas a los Ayuntamientos de Chiclana, Conil y Vejer con la nevera que podríamos tener para llevar los pasteles a la temperatura adecuada y nos dicen que contestarán pero no tenemos respuesta”, cuenta José Manuel, otro vecino de Guadalcacín que organiza a los jóvenes que se reparten por varias playas cada día. “Estamos dispuestos a pagar lo que el Ayuntamiento nos pida, si piden 4.000 euros pues los pagamos, porque sabemos que los vamos a sacar”, añade. Incluso que la panadería a la que le compran los dulces “se hace responsable si alguien se pone malo”. Entre 1.500 y 2.000 compran diariamente, con lo que se vanaglorian de darle empleo a 14 personas en la pedanía.
Uno de los jóvenes, sirviendo unos dulces a un cliente. FOTO: JUAN CARLOS TORO
La venta de dulces es “un servicio”, dicen, por lo que no entienden que estén tan perseguidos. “Lo que queremos es ganarnos la vida dignamente; parece como si estuviéramos traficando con droga”, dice José Manuel, que lleva unos ocho veranos sacándose unos euros con esta actividad. Dice que venden entre 50.000 y 60.000 pasteles durante toda la temporada, que acaba a principios de septiembre. Alejandro empezó con 16 años. Ahora tiene 23 y lo conocen en todas las playas. “No había nada para buscarnos la vida y poco a poco se ha ido consolidando la cosa”, dice. Como José Manuel, defiende que han querido legalizar la actividad pero solo le han puesto impedimentos. “Nos han multado dos veces y no nos ha llegado nada, pero es que son de 3.000 a 6.000 euros… Es que un día malo nuestro puedes ganar diez euros y vas lejísimos, pagas gasoil… Al final pierdes dinero”.
Los vendedores, a punto de tomar el coche con destino a alguna de las playas gaditanas. FOTO: JUAN CARLOS TORO
De Guadalcacín salen todos los días más de una treintena de jóvenes que sacan unos euros por vender dulces. Para algunos supone un alivio porque apenas trabajan el resto del año, a otros les vale para pagarse los estudios e incluso los hay con niños pequeños. “La cosa está muy mala”, repite una y otra vez Daniel durante la conversación. “Al menos se saca para ir tirando”, añade. Aprobó la ESO hace dos años y desde entonces no ha encontrado trabajo. Entonces le ofrecieron la posibilidad de vender dulces por las playas de la provincia y no se lo pensó. Pero asume el riesgo. Hace poco se llevó un susto. Estaba en la playa de El Palmar y la Policía le requisó el material y se quedó con la mesa en la que lo transportaba. “No hacemos otra cosa que ganarnos la vida”, se defiende Daniel, que recibió una multa de unos 3.000 euros. “¿Cómo la vamos a poder pagar? No sacamos más de 40 euros al día”, dice. Si ven venir a la Policía suelen esconderse entre alguna familia. “Luego les damos un dulce de regalo si todo sale bien”, explica.
Entre los vendedores hay todo tipo de historias. Juan Carlos tiene 18 años recién cumplidos y tras cursar primero del Grado de Ingeniería Química de la UCA ha decidido dedicar el verano a vender pasteles para poder pagarse la matrícula. “Cuesta 1.000 euros y hay que buscar el dinero de donde sea”, cuenta el joven guadalcacileño, que explica que sus padres no pueden ayudarle todo lo que quisieran. “Este año he tenido diez asignaturas y tenía que aprobar nueve para la beca, y las he aprobado”, añade, por lo que la espera como agua de mayo. “Mis padres no quieren que me dedique a esto, pero si consigo dinero y los ayudo, ¿por qué no?”
Las ordenanzas municipales de cada municipio recogen expresamente la prohibición de la venta ambulante en sus playas, salvo que cuenten con la licencia pertinente. Las sanciones varían según la población, pero las cifras oscilan entre los 300 euros por infracciones leves y los más de 3.000 por las graves. Antonio Carlos Sánchez es el delegado de Economía de Vejer, una de las poblaciones donde se concentra mayor número de vendedores ambulantes. Sánchez asegura que entiende que la gente intente “buscarse la vida”, pero añade: “No vamos expresamente detrás de ellos ni hay un seguimiento especial, pero estamos para que se cumpla la ley”. "Hemos tenido a personas con problemas estomacales", asegura Sánchez, que alerta de los riesgos sanitarios de la venta de dulces sin control.
La jornada termina sobre las ocho de la tarde. A esa hora Daniel y sus compañeros cargan la mesa con los dulces que no han vendido, que suelen ser pocos -"casi siempre llevamos lo justo", dicen- y se montan de nuevo en el Peugeot 406 rumbo a Guadalcacín. Mañana será otro día. La temporada no ha hecho más que empezar. Apenas llevan unas tres semanas y creen que este año irá mejor que el anterior. O al menos eso esperan. En septiembre volverán a la cruda realidad y tendrán que buscar en qué emplear su tiempo para poder llevar algo de dinero a sus casas.
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