Un cielo de farolillo que va alumbrando las calles suena en Instagram pero no en las casetas. Bajo los 30 grados que hace en el albero del Real de la Feria abundan los trajes de flamenca. En general, abunda la gente. Las fechas de este año se notan en la afluencia y se hace casi imposible andar por las calles de adoquín. Hasta prácticamente la puesta de sol, los peatones comparten 'Gitanillo de Triana', 'Joselito el Gallo' o 'Pascual Márquez' con los coches de caballo.
Hay ganas de Feria, y se nota. Con la fecha de este año, festivo el lunes, se nota que los sectores pudientes de otras partes del Reino recorren kilómetros para demostrar que ellos también pueden ser sevillanos. Los acentos se mezclan – algo que por sí mismo no debe ser malo – en una fiesta local que también camina inevitablemente hacia la internacionalización. El espacio de los autóctonos queda reducido hasta donde deja el capitalismo.
En la barra de una caseta se oye una conversación, "te dije que iba a entrar. Hay que echarle un poco de morro". En parte es cierto. Las casetas son privadas para aquellos que no demuestren determinación para entrar. Es triste porque es una muestra más del sesgo de clase, pero también acaba con el mito de que no se puede entrar en ninguna de las más de mil casetas que componen el recinto. Otros con la cara y el apellido no necesitan ni la determinación del que no es socio ni la cuota del que lo es. Las clases sociales también son fáciles de identificar. Entre la multitud aparece un hombre con un cartel que pide un boicot mundial a Putin. Eso también es Feria.
Las horas de la tarde van pasando y el horror recorre más de una caseta. En muchas se repite una pregunta que mezcla un tono de pánico y decepción, "¿cómo que no queda rebujito?". Este hecho no es una exageración. Más bien es una vivencia. El domingo las previsiones se quedaron cortas. La falta de refresco para la bebida más popular de la Feria sevillana fue algo no poco frecuente durante el domingo. Cálculos fallidos y barras desbordadas. Y la incertidumbre de cuándo volvería a aparecer el proveedor.
No fue el único problema de la segunda jornada de una de las fiestas grandes de Sevilla. En otros módulos había bebidas, pero faltaba el hielo. Es obvio que había ganas de Feria, aunque algunas escenas también obligan a preguntarse si ya se ha descontrolado lo suficiente para que hosteleros con años de experiencia tengan errores que provoquen éxodos de una punta a otra del recinto en búsqueda de una bebida tan simple como es la mezcla de manzanilla y 7up o Sprite.
Y no será por los precios. La subida es generalizada, aunque posiblemente inferior a lo esperado. Algunas, las menos, mantienen la jarra de rebujito a ocho euros. Otras, las más, han pasado de esa cantidad a rozar los diez euros. Con las raciones ocurre lo mismo. No se puede decir que sea un chollo comer en la Feria. Eso sí, los montaditos vuelven a ser un salvavidas, como Juan Marín para Ciudadanos o como el puchero de una madre para la resaca, si el objetivo más que comer es quitar el hambre.
La tarde avanza y la afluencia lejos de disminuir, aumenta. Ya se ven las primeras sirenas policiales o de ambulancias desplazarse de un lugar a otro. Hay dos opciones: o insolaciones, o los primeros excesos con el alcohol. Hay más posibilidades de lo segundo. Y la cosa se incrementará a lo largo de la noche. Las confesiones con farolas o árboles son ya un clásico que ahora con las redes sociales ganan visibilidad. Diría que el exceso de público ya ni siquiera permite que a cada joven – y no tan joven – ebrio le corresponda el tronco de un árbol. Hasta en esto va a tocar compartir.
Cuando cae la noche, la alegría se convierte directamente en supervivencia. Primero para poder cenar sin estar más de media hora para pedir. Luego por un hueco. Ahora sí es más complicado poder entrar en las casetas. En muchas hay órdenes de que sólo entren los socios. Las aglomeraciones fuera son aún peores. Trajes de chaquetas se mezclan con turistas extranjeros que parecen haber caído allí de casualidad por la forma en la que observan a las multitudes.
Al llegar lo más duro de la noche uno comienza a ver todo lo que todavía no ha visto. No es extraño ver volantes por el suelo. Alguna flamenca es posible que llegase con su vestido completamente desmontado. La ausencia de los coches de caballo facilita, en cierto modo, el tránsito de punta a punta, aunque las calles adoquinadas tampoco se convierten en autopistas. Famosos agachan la cara mientras se cruzan con la gente. Al fondo, las sevillanas y rumba van dejando paso al reguetón.
La salida no ha cambiado mucho con respecto a los años anteriores. Hay colas para helados, gofres, churros, hamburguesas, bocadillos o kebab. Da igual el puesto que se mire, en todos hay que esperar. Es como si ir a la Feria tuviera su propio ritual que queda incompleto si en el último momento no te das el placer de comer algo que no sea del todo sano.
Los mismos ríos de gente que antes andaban por las calles del Real, ahora lo hacen fuera buscando un autobús, un taxi o el metro. Pasando Blas Infante hacen fila los autobuses metropolitanos del Consorcio de Sevilla. Siendo más concretos, los del Aljarafe. La mayoría de pueblos cercanos a la capital establecen un servicio directo bajo el precio habitual. Algunos de los que esperan se quedan fuera y tienen que esperar al siguiente.
Dentro de unos autobuses, el conductor explica a uno de los pasajeros que ni siquiera conoce el nombre de las paradas. Tampoco sabe exactamente cómo funciona la máquina en la que se 'pica' con la tarjeta. Es normal porque ni es su trayecto, ni es su autobús. Este chófer ha sido trasladado desde Madrid como refuerzo para la Feria. La empresa es Damas, perteneciente a una mayor, Interbús. El conductor habitualmente hace el trayecto Málaga-Algeciras-Madrid. Esta semana cambia ese viaje de ocho horas por varios de diez minutos durante las madrugadas.