“Es difícil decir cuál es el mejor restaurante en el que he comido pero tengo dos recuerdos imborrables. Uno con seis añitos, en La Nicolasa de José Juan Castillo, en Donosti. Pedí un solomillo poco hecho pero calentito que se me quedó grabado. El otro fue en El Bulli de Ferrá Adriá, el último año que estuvo abierto”. Elena Arzak (San Sebastián, 1969) es pura vida. Todo parece esencial para ella. Desde que abre la puerta de su imponente restaurante tres estrellas Michelín hasta que se despide amablemente con un beso en la mejilla. Cuida hasta el último detalle para que el profano paladee una experiencia única. Por eso tiene algo de druida, porque cuando habla de sus platos parece saborearlos primero con las manos. Ella es el último emblema de una estirpe legendaria, los Arzak, y el restaurante que abrieron sus bisabuelos hace 121 años es hoy la catedral donde se practica una religión extraordinaria: satisfacer el gusto. La gente viene como quien acude a adorar. Su visión se limpia y las fuerzas se renuevan y, entonces, empiezan a soñar con el futuro. Hay quien dice que aquí se nace de nuevo.
Hay algo de cierto en ello. Considerada la mejor chef del mundo en 2012, premio que otorga anualmente Veuve Clicquot, y galardonada con un sinfín de reconocimientos planetarios, Elena saca el orgullo cuando habla de su padre, Juan Mari, el gran constructor de este invento maravilloso. “Indudablemente que ser su hija me abrió puertas pero también trabajé mucho de forma anónima, en el extranjero, como una más, y eso me aportó muchísimas cosas valiosas a mi vida”, dice. Creación, satisfacción mutua, empatía. Así fue siempre la vida en casa de los Arzak, aquella casona que todos conocían como “Vinagres” por la bodega de vinos que albergaba en su interior. Hoy tiene más de 90.000 botellas, algunas de un valor mareante. “Una de las cosas más importantes que me enseñó mi aita fue que estamos aquí para servir a los clientes”, añade con énfasis.
¿Qué ha desayunado hoy?
Café con tostadas en aceite de oliva. Me encanta hacerlo con el pan del día anterior. Está buenísimo y es muy saludable.
Conmuévanos con un menú.
Pues chipirones con una serie de melocotones diferentes, uno de ellos de origen asiático que me tiene fascinada por lo bueno que es. Luego, kimchi, un fermento de origen coreano que va muy bien con varios condimentos. Y de postre La hoguera de San Juan, que es un ahumado de virutas de chocolate con una vainilla natural. Me gusta la creación porque así no me aburro.
En la cocina de vanguardia utilizan una terminología muy rebuscada. ¿No limitan así el conocimiento del cliente?
Pero está cambiando. Antes, quizá, los nombres eran más descriptivos en función de los ingredientes mientras que ahora se explica más la idea que hay detrás de cada plato. Por ejemplo, en la carta tenemos txangurro encendido. ¿Y qué es? Pues no deja de ser un txangurro a la donostiarra con un flameado que lo suaviza y que hacemos en la sala en lugar de la cocina para hacer partícipe al cliente. Como ves, se trata de un plato que aquí conocemos de toda la vida pero lo describimos en su nombre. Mira, si algo incomoda a los chefs de hoy en día es la monotonía. Por eso cambiamos tan a menudo el sistema de servir, el de cocinar y los nombres de los platos. La tendencia actual es transmitir mensajes en cada plato.
Éste no es un restaurante de 70 euros pero puedo asegurarte que hoy recibimos a todo tipo de presonas
¿No hay un cierto elitismo alrededor de la alta cocina?
No, para nada. Evidentemente, este tipo de restaurantes son para celebraciones especiales o para alguien que quiera darse un homenaje pero hay un evolución hacia la socialización. Ya no están diseñados únicamente para una determinada clase social como era antes. Claro que éste no es un restaurante de 70 euros pero puedo asegurarte que hoy recibimos a todo tipo de personas. Quien goza de un alto poder adquisitivo viene pero también el que tiene un presupuesto ajustado puede probar la experiencia. Estamos muy orgullosos de ello.
Se habla de la cocina española pero hay muchos tipos de cocina española. Está la vasca, la andaluza, la catalana, la castellana. ¿Ni siquiera aquí existe unidad?
Se han internacionalizado las distintas variantes de nuestra alta gastronomía y esa riqueza se ha convertido en un reclamo. Es algo estupendo. A España vienen extranjeros a probar los buenos restaurantes. Exclusivamente. Pero no sólo es eso. Cuando viajo al exterior me llama la atención el Efecto tapas que se ha creado en el mundo. Y ahora estamos exportando el fenómeno de los chefs españoles a las principales ciudades del planeta. En Londres, en París, etc., hay un gran cocinero español. Mira el fenómeno José Andrés en EE. UU., ¡es impresionante! Todo esto, observado desde una mirada conjunta, supone un paso hacia adelante muy importante.
Pero tanto reconocimiento internacional, ¿no acarrea también riesgos?
Por supuesto. No podemos bajar la guardia porque corremos el riesgo de perder la calidad que hemos alcanzado. Ese es un reto imprescindible. Ahora que vivimos un boom enorme de la gastronomía española surge el peligro de dormirse en los laureles, algo que no podemos permitirlo porque la exigencia es máxima. Si tú vas hoy a la parte vieja de Donosti verás a miles de personas comiendo pintxos por los bares y es esta masificación turística la que empuja, inconscientemente, a bajar la calidad. Tenemos que buscar nuevos sistemas para mantener el nivel en los parámetros actuales. Si no lo logramos en los próximos diez años, España puede perder su actual posición como referente mundial.
En ciudades como Madrid o Barcelona alertan que la gentrificación urbana está destruyendo su atractivo histórico. ¿Debería revisarse esta moda de ocio?
Es muy importante que coexista la tradición con la modernidad en las grandes ciudades pero sin perder de vista la renovación. Una cosa es la antigüedad y otra es la decrepitud. En la hostelería hay que renovarse. Hace 40 años todos los restaurantes de alta gastronomía eran similares. Todos tenían idéntico mantel, los mismos platos, etc. Eso no sucede en la actualidad porque cada uno ha decidido exprimir su propia personalidad. Y creo que la gente es lo que busca, descubrir qué onda tiene cada cual. Y a mi me encanta la diversidad porque, si fuéramos todos parecidos, sería un rollo.
¿Qué queda hoy en el restaurante Arzak de aquella taberna que abrieron sus abuelos en 1897?
Mantiene la identidad vasca. Seguimos trabajando con los productos de estación y con nuestra forma de cocinar, es decir, seguimos utilizando métodos de cocciones de mi abuela y conservamos la frescura de los condimentos. Y, todo esto, mezclado con la globalización gastronómica nos aporta una identidad propia pero siempre con calidad.
Siempre destaca la relevancia de tener un contacto personalizado con el cliente.
Mi aita siempre recalcaba: “Estamos aquí para servir al cliente”. Y creo que tiene toda la razón. El personal de sala tiene que ser sensible para estar a la altura de lo que exige el cliente, que también es muy variopinto. Igual viene un gastrónomo que le gusta que le expliquen cómo está hecho el plato, o una persona que le han regalado un vale y que quiere silencio, o una pareja de celebración que prefiere que le contemos algo de la decoración. No se puede generalizar. Algunos se sorprenden cuando salgo a saludarles durante la comida. Pues sí, me encanta hacerlo. Quiero ver sus caras y me gusta conocer cómo reacciona. Y si hay un problema, doy la cara. También es verdad que tenemos un sistema de trabajo que me permite salir al comedor a charlar con el cliente. Hay quien no puede porque son pocos en la cocina. Para ellos, todo mi respeto, por supuesto. Yo, en cambio, dejo de hacer muchas cosas por conocer a la gente que viene a comer. Creo que el futuro de la gastronomía está en la personalidad.
Si la gastronomía es arte dirigido al quinto sentido, ¿no le apena que el gusto sea tan efímero?
Mi hermana, que es historiadora y tiene un gusto muy bueno, se ha convertido en nuestra asesora de arte y gastronomía. El motivo es que existe un creciente interés en comparar la cocina con el arte. Y ella nos ayuda a identificarlo y a describirlo. Es cierto que en la gastronomía se puede desarrollar una alta creatividad y eso es algo nuevo. De todas formas, sobre si esta disciplina es o no arte prefiero que lo valoren otros con más conocimiento.
¿Es difícil superar el legado de Juan Mari Arzak?
Mi padre es muy exigente. Siempre lo ha sido, incluso hoy que viene dos o tres días, pero al final no hay otra. Recuerdo que una vez, regresando de Madrid de un congreso que acabó tardísimo, empezó a comentarme a las 9 de la mañana que había pensado un nuevo plato de no sé qué para prepararlo con esto y con esto otro. En fin. Yo, que estaba que me moría de la noche anterior, le dije: ¡madre mía, aita! ¿Te importa esperar a llegar a Donosti para hablar de comida? Pero él nada, a lo suyo, con su raca raca.
¿Nunca se le pasó por la cabeza dedicarse a otra cosa? No sé, por ejemplo ser bailarina.
Yo nací en una familia donde mi padre era muy famoso y siempre tuve dos opciones. O dedicarme a la cocina o no dedicarme. Y desde pequeña tenía madera. Hacía batidos y cosas raras. Luego, soufflés de queso (risas). La verdad es que me gustaba mucho cocinar aunque cuando empecé a tenerlo claro me decían que una cosa es querer meterme en un restaurante y otra muy distinta llevar uno que ya se había labrado una fama.
¿Hasta qué punto le ha condicionado ser hija de quién es?
Indudablemente, me ha beneficiado pero no puede decir que haya sido llegar y besar el santo por apellidarme Arzak. En mi casa, como en muchas familias de mi generación, la cultura del esfuerzo está muy arraigada. Así que tuve que trabajar duro y prepararme durante muchos años. Estudié en una escuela de hostelería en Suiza y luego continué otros siete años trabajando y haciendo prácticas en Francia e Inglaterra. En Suiza, era el número 3.487 y nadie sabía ni dónde estaba San Sebastián. Cuando acabé me fui a trabajar en hoteles que me los busqué por mi cuenta. Allí tomaba muchas notas, trabajé de camarera, etc. Pero ser anónima también me vino muy bien porque me hizo sentirme una más del equipo y me permitió ver cómo se trabaja en la hostelería real. Era lo que quería.
Así evitaba las comparaciones con Juan Mari Arzak, ¿no?
Las comparaciones han sido inevitables. De la misma forma que me he aprovechado de unas circunstancias que las tenía en la mano, sabía que la gente iba a terminar comparándome con él. Y eso me planteó la duda de que si me quedaba en el restaurante era asumiendo todas las consecuencias. Es decir, no me podía poner a llorar porque, al principio, una mesa prefería ser atendida personalmente por mi padre y no por mí. O que un plato decorado con una flor se considerara que era un detalle mío. Pues, perdone, pero no. A quien le encanta poner flores en los platos es a Juan Mari. Tuve que aprender a entender estas situaciones porque la alternativa era quedarme fuera pero poco a poco, con mucho tiempo, esfuerzo y paciencia, fui cambiando y aceptándolo encantada. En este mundo, nadie regala nada.
Si ningún cliente te hace una sugerencia en tres meses es que estás muerto para esta profesión"
Y es de suponer que su padre miraría con sorpresa algunas ideas que usted aprendió en el extranjero y que empezó a aplicar en el restaurante.
Claro. Yo llegué del extranjero con muchas mezclas en la cabeza. Le decía que iba a utilizar lavanda y me decía, no Elena, aquí lavanda no. ¡Y laurel! No, laurel tampoco, Elena. Luego fue aprendiendo a utilizar esos ingredientes en la justa medida y terminó enseñándome a ajustarlos al gusto de aquí. Como siempre he respetado mucho todo lo que ha hecho y lo que ha trabajado, sus correcciones resultaban fantásticas. De él aprendí que si ningún cliente te hace una sugerencia en tres meses es que estás muerto para esta profesión.
Hombre o mujer. ¿Quién es más sensible en la cocina?
No encuentro distinción. No noto si un plato está hecho por un hombre o una mujer. En hostelería, hay hombres con mucha sensibilidad. Pero mira, en el Arzak el 70% somos mujeres. Mi padre siempre ha creído mucho en nosotras porque se crio en un matriarcado. Y así seguimos. Sin embargo, cuando se abrió la escuela de hostelería de Madrid sólo había tres mujeres aunque hoy, estadísticamente, nos hemos igualado.
Pese a ese estereotipo machista de la mujer en la cocina, la mayor parte de los grandes restauradores gastronómicos del mundo son hombres. ¿No es contradictorio?
Pues te diré que uno de los chefs, chico o chica, que más admiro del mundo es Carme Ruscalleda. Es verdad que muchos equipos de alta cocina son mayoritariamente masculinos. Yo misma he estado en alguno en el que era la única mujer. Sin embargo, tiene una explicación. Cuando comenzó este trabajo, la mujer continuó restringida al área doméstica. Ella cocinaba, cuidaba a los niños y quien socializaba con el cliente era el hombre. Por suerte, todo esto está cambiando aunque aún nos queda una o dos generaciones para lograr la igualdad total en todos los órdenes de la vida.
Comemos como vivimos. A toda velocidad. ¿Se está perdiendo el placer del sabor?
Vivimos en un mundo de locos. Tenemos internet, aplicaciones tecnológicas y un montón de cosas sorprendentes. A veces descubro algo y pienso en cómo aplicarla al restaurante. El otro día mi hijo de 11 años me dijo que tenía que hacer un postre con pixels (risas), con cuadraditos. Y no me pareció mala idea pero me tiene que gustar, debe tener texturas y un juego atractivo para poder aplicarlo. Es decir, el sabor es una sensación fundamental y todo lo que hagas a su alrededor tiene que ayudarle. A nivel emotivo y a nivel visual. A mí me gusta la cocina original y agradable de sabor. Utilizar ingredientes extraños y llevarlos al paladar es una pasada porque siempre he entendido que comer es un placer.
¿Cómo imagina la cocina del futuro?
Muy personalizada hacia el cliente. Creo que la tecnología tendrá mucha importancia en el sistema operativo de los restaurantes y estará muy unida a la naturaleza y al proveedor. Por suerte hay un regreso a la producción cercana y ecológica.