La estafa requiere a menudo la complicidad moral del estafado, por eso a veces éstos no denuncian al estafador, porque reconocer que han sido engañados significa asumir que son, en el mejor de los casos, tontos, y en el peor, tan mezquinos y miserables como el propio estafador. Algunos timos clásicos, como la estampita o el tocomocho, se basan en convencer al timado de que es el timador. En principio, eso no es así en los casos de Paco Sanz y de los padres de la niña Nadia, que recaudaron cientos de miles de euros de personas que creían estar colaborando para un tratamiento médico, pero tal vez la complicidad inmoral que se requería aquí no era necesariamente la de los estafados concretos, sino la de la sociedad entera. Quien se pasó de listo fue el país, como sujeto colectivo.
Se pasaron de listos los medios de comunicación, que no se molestaron en hacer el más elemental de los contrastes y publicaron con generosidad y algarabía estas campañas, sobre todo la de la niña Nadia, y se pasaron de listos todos los que dieron por sentado que el sistema de salud español desahucia a los enfermos, que tienen que huir a una clínica de Houston tan pronto empiezan a pintar bastos.
Apelar a la solidaridad en una situación desesperada no tiene nada de malo ni, en principio, debería ser sospechoso, pero en la sociedad hay organizaciones que gozan de credibilidad, que saben encauzar estos casos y disuaden a los timadores. Ante la espontaneidad de los peticionarios se impone el derecho de información. Hay que hacer muchas preguntas, que las puede hacer el propio ciudadano que va a donar por PayPal, pero que debe hacer sin pudor y con exhaustividad cualquier periodista que quiera hacerse eco de esta campaña. Y las preguntas no sólo van dirigidas a la familia, hay que ampliar las fuentes, asegurarse, mediante la opinión de especialistas, de que el caso es tal y como lo cuentan, cerciorarse de que la sanidad española efectivamente no ofrece alternativas terapéuticas y, en caso de que no las ofrezca, por qué razón, ya que no pocas veces se niegan no por tacañería o incapacidad, sino porque un comité médico (que suele estar formado por expertos en muchas áreas de la salud) cree que los perjuicios ciertos de ese tratamiento superan a sus beneficios improbables, lo que acarrearía ensañamiento terapéutico.
De cualquier modo, cada caso es distinto y merece una atención detallada. Por supuesto que hay situaciones en las que el sistema falla estrepitosamente, y hay que conocerlas y sacarles los colores a quienes gestionan el tinglado, pero eso sólo se puede saber después de unas cuantas indagaciones. Paco Sanz y los padres de Nadia se aprovecharon de una sociedad que reacciona visceralmente ante cualquier muestra de dolor, que se enardece con golpes de tuit y que cree que pararse un momento a pensar es mezquino y significa negar el socorro a un enfermo. Más que abusar de la buena voluntad ajena, se subieron a las olas de infantilización acrítica y surfearon sobre ellas hasta que se estamparon y lo dejaron todo perdido de billetes de quinientos euros.
Paco Sanz y los padres de Nadia se aprovecharon de una sociedad que reacciona visceralmente, que se enardece con golpes de tuit y que cree que pararse un momento a pensar es mezquino
Me he cavado varias tumbas profesionales en mi vida. Por suerte, soy un zombi bien entrenado y sé salir de ellas para cavarme otras al lado. Una de las primeras tuvo que ver con un niño enfermo. Sus padres me llamaron un día al periódico donde trabajaba. Había que operar al chico en Estados Unidos, no tenían dinero, querían sacar una campaña. Pregunté un par de cosas, me informé someramente y dije que no veía claro el tema, que tenía demasiadas dudas. Tal vez idiotas, pero razonables según el modo en el que me habían enseñado el oficio de contar historias. La familia, como es normal, no desistió, y su caso llegó a otro periodista, y enseguida se supo en el periódico (porque yo mismo lo dije) que yo lo había rechazado. Hasta ese momento, gozaba de cierta consideración por parte de los jefes. Me daban responsabilidades, me encargaban proyectos, me daban palmadas en la espalda, me hacían promesas vagas y esas cosas. Desde ese instante, perdí su confianza y fui esquinándome y siendo cada vez más ignorado. Ya no pisé más la sala de las reuniones importantes, salvo para alguna bronca. La historia, por supuesto, fue un exitazo, la familia consiguió el dinero para irse a Estados Unidos y los redactores que la siguieron (y la exprimieron) se llevaron todos los aplausos.
A pesar de todo, no me arrepiento de mi decisión. Sentía que cualquier melodrama entraba con facilidad en las redacciones, sin demasiadas preguntas. Rápido, haz fotos, que no se adelante otro medio, sácalo mañana mismo. Y así debieron de sentirlo los estafadores, encantados al ver cómo los periodistas de toda condición entraban a sus trapos, por más que estos fueran burdos y mugrientos.
Lo cierto es que, salvando casos excepcionales, los médicos españoles no desahucian a sus pacientes. Antes al contrario, se buscan alternativas, incluso se prueban terapias
Pero no sólo es culpa de los medios. Estas estafas son posibles porque hay una creencia generalizada en que el sistema sanitario español hace agua, cuando lo cierto es que, aunque los recortes lo han dejado bien tocado, sigue siendo de los que mejor flotan del mundo. La cartera de servicios es amplísima y la atención especializada, de primerísima calidad. Por algo los británicos lloran ese brexit que les va a privar de la atención sanitaria en los hospitales españoles. Estos casos confirman los prejuicios catastrofistas y agrietan aún más la confianza en los profesionales sanitarios públicos, añadiéndoles más presión y antipatía. Lo cierto es que, salvando casos excepcionales debidos a negligencias que se investigan, los médicos españoles no desahucian a sus pacientes. Antes al contrario, se buscan alternativas, incluso se prueban terapias, se agotan recursos y posibilidades. Cualquiera que haya tenido cerca un caso complejo de vida o muerte sabe de la entrega y voluntad en hospitales de referencia que poco o nada tienen que envidiar a sus homólogos internacionales.
Esa sanidad pública que pasa por un momento crítico, en medio de un desmantelamiento atroz, es quizá el mayor triunfo social de España en toda su historia. Con nuestra irresponsabilidad, dando pábulo a estafadores, contribuimos a destruir esa maravilla envidiada en otras sociedades. Y todos somos culpables de ello. Por no preguntar, por donar indignados, por aplaudir al primer gurú que arenga a los enfermos con jerga new age. Como en el tocomocho, somos cómplices morales de timadores que conocen bien nuestros prejuicios y miserias.