Seguimos velando a Lola. La Faraona quiso que la embalsamaran y que sonara la Zarzamora llora que llora cuando la trasladaran a su parcela de tierra en el cementerio. Miles de personas se reclinaron ante la caja con Lola: su perfil gitano entre telas blancas. Pocos de los que se agacharon la conocían: eran público, pueblo. Se velaban a sí mismos, a eso que ella se llevaba de cada uno. Su música enlazada a la historia íntima: Lola de España, Lola omnipresente añadió el eco poético que las personas pequeñas, anónimas, necesitaban para sentirse protagonistas. A través de su música, una historia de amor en un pueblo que no le importaba a nadie se sublimaba, se convertía en leyenda. Lola, durante décadas, refrendaba el derecho a la pasión: cualquiera sentía validada su pasión si se la imaginaba discurriendo envuelta en la banda sonora de su voz.
La primera vez que la vi de verdad, es decir, cuando descubrí esa remanencia suya en la gente, tendría unos cinco o seis años. Fue en una verbena. Banderas de plástico y guirnaldas colgaban sobre las calles, paralizadas por el calor sin viento de junio o agosto. Sonó Torbellino de colores. En una mesa cercana, se levantó un matrimonio de viejos. Los nietos, hijos, sobrinos o lo que fueran se rieron mientras ellos se separaban a duras penas de la mesa y se pegaban, pecho con pecho, y se tomaban de la mano y de la cintura. El hombre tuvo que soltar la garrota. La familia dejó de reírse, lo dejaron todo y miraron, serios, callados, cómo cerraban los ojos, ella con sus gafas ahumadas y su permanente con laca, y él con su cabeza enorme y su camisa con bolsillos. Había que fijarse mucho en la pareja para detectar el baile, era un mecerse corto e incapaz. Ojos cerrados.
Estaban bailando en otro tiempo, por eso se movían poco en el presente. Bailaban, quizás, en una fiesta de pueblo con suelo de tierra como esa de La lengua de las mariposas en que Andrés, hermano mayor de Moncho, tocó un solo de saxofón para expresarle a una china muda cosas para las que aún no encontraba el lenguaje. Para un niño, los abuelos no son más que humanos arrugadísimos que discuten entre ellos y nos dan besos en la frente y preparan los mejores vasos de leche del mundo. Resultaba extraño descubrir que había más. Siguieron así, casi quietos, hasta que entró la parte más salsera de la canción: “Lola, la Lola Flores”. Entonces se soltaron y rieron burlándose de su propia incapacidad. Tan ajados, al reírse, parecía que iban a empezar a desprendérseles partes de la cara como si fueran hojas amarillas.
Lola Flores, la salvaora, es genética de España. Todos le debemos algún fleco, alguna palabra o aspaviento, incluso quienes no la escuchan. ¿Qué hizo para colarse de esa manera en la vida de un país? Su símbolo es irrompible. Igual que a Don Quijote tendencias literarias contrarias como el realismo y el romanticismo intentaron atribuírselo extrayendo interpretaciones a conveniencia, a La Faraona todos la quieren en su bando. Intentó romperse su mito cuando se convirtió en Lola de Hacienda (“Si desgravaran las penas, me tenían que poner un sillón de oro”, le dijo a Quintero), en los ochenta, con la democracia. Se la quería desterrar, reducirla a un mero heraldo de lo casposo y del régimen, de ‘lo español’ que se requemó en manos de Franco y quedó inutilizable, repudiado, olvidando todos que en ‘lo español’ no cabía solo la dictadura. Con Lola lloraban los fachas y lloraban los rojos callados con la orejita pegada al transistor. Su símbolo no se pudo romper porque Lola no era solo Lola, había trascendido, germinado en todos. Al final, traducirla al discurso propio resultó más práctico: cimentarse en Lola legitima. Incluso desde el feminismo se la reivindica hoy como ejemplo de mujer libre.
Las letras que daban a la artista Quintero, León y Quiroga contenían la microscópica cantidad de Lorca que podía permitirse el franquismo. Pero ella expresaba lo que el poema callaba, aunque, sin duda, se dejara tergiversar por una espuerta excesiva de folclorismo. Era lo que tocaba. El lunar del pómulo que le triplicaba el brillo de los ojos y le constelaba la cara: ojos de catástrofe o de sortilegio. Las patillas largas como crines tristes pero dotadas de un galope bandolero. La catarata negra del pelo. Al jugar con las muñecas, los dedos chispeaban uno por uno como cintas atadas a una cerca y sopladas por el viento. Las cejas finas, a la moda de la época, pero despegando hacia las sienes, afilándole la expresión: en Lola todo se fugaba.
Y su baile anárquico, saliéndose por la tangente de los códigos flamencos. Y su voz que se engolaba exageradamente si recitaba, pero se adaptaba como nadie al espíritu de las canciones. No tenía los pulmones como orzas de artistas como La Paquera, aunque conseguía una tensión y unos matices interpretativos inimitables: susurraciones, explosiones, claridad, rasgamientos... Detrás de su garganta se percibían fuerzas, colisiones. Sucedía como si una marea golpeara un muro de piedra en el que hay un pequeño agujero. A través de él, saldría al otro lado un chorro fortísimo que no sería toda el agua, pero contendría toda la presión del tsunami y partículas de cal desprendidas del muro: el fluir, la erosión. Ese geiser era el cante de La Faraona. Tenía consonantes con duende, sus enes temblaban y pujaban cuando las mordía con la mandíbula adelantada.
La piel de la niña de fuego se veía blanca en blanco y negro y morenísima cuando llegó el color. Se fue acercando la fecha fatal. Se le pusieron hablares de corteza de tabaco y una mirada quebradiza, siempre húmeda. Al igual que Salvador Dalí, creó su propio personaje; la televisión lo aprovechó y quiso convertirla en caricatura, pero se le veían las costuras en las entrevistas sosegadas y sobresalía una Lola experimentada, reflexiva, libre.
La segunda vez que la vi de verdad no hace tanto tiempo. Fue en un bar de Alicante. Una pareja de adolescentes se susurraba cosas inaudibles y ella le plantó las dos manos en la cara, acaparándolo, y le dijo “cariño del alma”, como en Pena, penita, pena. De pronto, a la chica, jovencísima, que seguramente no se había parado nunca a oír a Lola, le brotó un clavel en el pelo, un clavel cayéndose, hecho para derrocharse y regalarse. No ocurrió así exactamente, estoy seguro, lo más lógico es que dijera “cariño de mi alma”; pero lo oí de esa manera y corrieron las décadas de pronto y aparecieron los dos, ya viejos, en una futura verbena tratando de bailar muy pegados y riéndose después, incapaces, riéndose y crujiendo como hojas amarillas. Seguiremos velando a Lola.