Casas de vecinos: una llama al borde de la extinción

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Hace más de 30 años que Carmen Carrasco y Homero Beltrán viven con la puerta cerrada. “No hay más remedio. Hoy en día no  te puedes fiar de nadie”, expresa Consuelo Cánevas. A Rosario Fernández le han llegado a robar aceite y pajarillos que le “alegraban la casa”. “Recuerdo que cuando vivía con mi madre la puerta siempre estaba abierta y con su cortinita”, incide Conchi Orellana mientras juega con sus nietas en el patio interior de su vivienda. Hoy, las corralas, las casas de vecinos, son un patrimonio arquitectónico y un modo de vivir la vida que, al parecer, ha quedado en el olvido. ¿Qué ha ocurrido para que las casas de vecinos empezaran a quedarse obsoletas?

El barrio de San Miguel, uno de los más señeros de Jerez, encierra entre sus ramales un gran número de estas centenarias viviendas. A las espaldas de la estatua de La Paquera, la calle Sol conserva un patrimonio cultural sin igual. Cada dos pasos, desde la Plazuela hasta la plaza de Las Angustias, asoma un rayo de luz desde los patios de vecinos. La puerta de la calle, desgastada, con bultos y desconchones por las cientos de manos de pintura en el hierro o en la madera, se mantiene abierta. La casapuerta, ese pequeño rellano de losas negras y amarillas, sigue estando abierta a los vecinos y demás paisanos. No obstante, hace mucho que la puerta que le sigue, más fuerte y algo reformada, permanece cerrada. Llamamos al número 59 de Sol, de las pocas que tienen timbre. A los pocos minutos aparece Cecilia Méndez, inquilina de una de las casas que su suegra, Rosario Fernández, rehabilitó convirtiendo tres apartamentos en uno. Ella, española y venezolana, lleva menos de 4 años afincada en el centro de Jerez. Pero Rosario, que nos atiende en el pequeño salón de su casa con bata rosa y rizos plateados, vive en Sol desde hace 54.

“¿Cómo estás Manuel?”, pregunta una mujer que acaba de llegar a la vivienda. “¿Yo? ¿No me que estoy aquí entero?”, responde con arte el marido de Rosario, Manuel Herrero, mientras se atusa la boina. Él es ciego. Hace 16 años que perdió la vista al trabajar en La Jerecita, una fábrica de uralita. “Pero por eso, gracias a su trabajo como cuponero, mis hijos no pasaron hambre”, indica su esposa, quién se dedicó a sus hijos y a la casa. “¿Te parece poco con seis varones?”, pregunta con una risa aguda y casi ofendida. Sus hijos crecieron en la misma vivienda que hoy todavía este matrimonio ocupa. Al principio vivían del alquiler, pero más tarde compraron la corrala entera. Y donde hoy residen solo cuatro personas, hace 40 años llegaron a convivir 15 familias. “¿Aquí? El ciento y la madre”, bromea Rosario. Como una casa de vecinos tradicional, la cocina y el retrete eran zonas comunes. Y el patio, ahora como un sitio de exposición de macetas, bello, pero en desuso, era un lugar lleno de vida, repleto de niños jugando a la pelota, a “las chinas”, al bolindre…“Mis hijos han disfrutado del patio y de la calle”, comparte Rosario mientras se toca las medallas de oro que lleva de la Virgen del Carmen y el Corazón de Jesús. Cuenta que antes por Sol no pasaban tantos coches y que en ella jugaban a diario cerca de 30 niños. “Podían hacerlo porque en la calle apenas había coches. No como ahora, que no pueden ni cruzar”. “Aquí pasaba un coche de higos a brevas, pero ahora no se ve un niño ni en pintura”, expone Homero Beltrán, vecino del número 61. Su mujer, Carmen Carrasco, le atrajo al vecindario una vez que se casaron en 1968, pero ella vive en San Miguel desde que tenía seis años. Hoy tiene 77. No lo aparenta, pero lo sufre. Tiene problemas de cadera, una dolencia que le obliga a poner en venta su corrala. Carmen la heredó de sus padres, pero en la actualidad sus “cuatro varones y dos hembras” no quieren recoger el testigo.

En un terreno de más de 420 metros cuadrados se erigieron hace unos 200 años pequeños nichos de 20 o 40 donde podía vivir una familia entera. Homero, al ser albañil, se puso manos a la obra y reestructuró las pequeñas habitaciones para hacerlas más habitables, con cocina y cuarto de baño propio. “Antes alquilábamos estos apartamentos, pero los que vinieron lo destrozaron todo. Se portaron tan mal que ya se nos quitaron las ganas de arreglarlo y de darle vida”. La estructura de las casas de vecinos es rústica, poco eficaz, pero entrañable. Carecen de pasillos y todas las habitaciones están conectadas entre sí, de modo que para ir al baño tienes que cruzar por el dormitorio y la cocina. Así vivían antes Carmen y Homero, hasta que se fueron al piso de arriba, una residencia totalmente reformada y acomodada a los tiempos de ahora.

“Ahí vivía la Angelita, en cada apartamento vivían dos o tres…”, informan mientras señalan las puertas de las casas minúsculas que hoy permanecen selladas. A Carmen le encanta su patio, acercarse cada mañana al mercado a pie, pero quiere mudarse cuanto antes para estar cerca de alguna de sus hijas, que viven en los barrios del extrarradio. Homero no. “Conozco la barriada, no hay ruidos, los vecinos, los pocos que quedan, son buena gente… No quiero irme”. “Yo aquí estoy en la gloria”, añade, a lo que continúa: “Echamos de menos la buena armonía… ahora el único que disfruta de esto es mi nieto, que siempre que viene quiere jugar al baloncesto con la canasta que monté aquí”, sonríe.“Antes ponías un potaje con la ayuda de los vecinos. La vida era en comunidad”, recuerda Consuelo Cánevas, que nació en la calle Sol número 35 y que hoy reside justo a la espalda, en el 16 de la calle Campana. Se mudó con 13 añitos y como muchos otros jerezanos, heredó la propiedad. Si bien las otras dos corralas están prácticamente deshabitadas, con solo dos o tres vecinos; en el número 16 de la paralela a Sol, conviven once familias. “Hay algunos que se fueron buscando la comodidad de los pisos. Pero llegaron otros, gente joven que buscaba otra cosa. Quieras o no, en las casas de vecinos nos conocemos todos, mientras que en los pisos te encierras y no saludas ni al de al lado”, critica Consuelo. Su vecina, Conchi Orellana lo sabe bien. Ella nació en la propiedad que ahora regenta Consuelo. Cuando se casó buscaba algo de independencia y se mudó a San Telmo Nuevo. No obstante hace casi 30 años que Conchi regresó al casco histórico y a la mismísima calle donde jugó de pequeña. “Dile: Yo me vengo aquí a jugar porque en los pisos no se puede”, le murmura a su nieta mientras la mece entre sus brazos. “Echábamos de menos la casa de vecinos, la convivencia”, apunta. “Antes nos queríamos más, éramos como una familia”, enlaza su hermana Candi.

El número 16 de Campana es conocido popularmente como “la casa de las columnas”. “La estructura sigue intacta: balcones con entramado de madera y las columnas, la que se ven a simple vista y las que están ocultas”, comenta Consuelo, quien mima su patio cuidando sus plantas y sus cultivos de boniato y tabaco. Dice que el edificio era antiguamente un convento, y es que habitualmente las corralas de vecinos eran abadías, casas señoriales y palacios, que posteriormente fueron reformadas para dar cobijo a obreros. “Ese cuadro de la Virgen de Lourdes tiene más años que yo”, bromea, quien agradece la visita porque desea que no se olvide la historia de estas emblemáticas casas de vecinos.

Poco queda de esos verdaderos nichos inhumanos donde vivían hacinadas cinco o seis personas en un espacio de menos de 20 metros cuadrados. Sus propietarios se encargaron de reformarlos, darle otra forma para que fueran dignas de ser habitadas. Otra cuestión es que estas casas lleven más de 15 años sin dar un hogar a una familia. “La gente ahora quiere más y más espacio”, indica Cecilia. “En Venezuela las casas son muy grandes. Aquí la vivienda es demasiado pequeña, son compartimentos minúsculos que están alejados el uno del otro. Pero yo me he adaptado porque esto me encanta. Me enamoré de la idiosincrasia del jerezano, de la gente de Jerez”, agrega. Y es que las corralas de vecinos es algo único de la cultura andaluza. Ella está al corriente. Ha vivido en Castellón, en Bilbao… y nunca jamás se ha visto algo parecido. “Esto solo te lo encuentras en Andalucía”. Las casas de vecinos son un patrimonio arquitectónico, cultural y social, donde la gente, con más o menos necesidades, convivía en armonía y reposo. Hacían vida en comunidad, algo que muchos de sus últimos propietarios, todavía anhelan. “Aquí se vive muy bien. Hay tranquilidad, es mucho más barato que un piso y hoy en día te puedes mover con el transporte público”, concluye Consuelo.

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