El camino recorrido por las ciudades durante el siglo XX y la primera parte del XXI ha sido una etapa marcada por la concentración, la aceleración, el hacinamiento. Una carrera de la que ahora descubrimos su sinsentido. Si bien la tecnología ha permitido que sean espacios más seguros y salobres, la masificación ha hecho que millones de personas vivan hoy en colmenas y hormigueros urbanos en los que no se cumplen las mínimas condiciones de dignidad. Las ciudades son, en la práctica, el polo económico, social y de poder en las que se encuentran las últimas novedades, los servicios más avanzados y el sueño de neón de las próximas generaciones. Son un foco de atracción que motiva el éxodo rural, el vaciamiento de los pueblos, la sangría del territorio. Una migración, a veces de corta distancia, de personas que buscan progresar al calor de las ciudades y que acaban, lastimosamente, en empleos precarios e infraviviendas periféricas. Es en las ciudades donde existe un mayor índice de exclusión, marginalidad, pobreza y desigualdad. Las ciudades son un escaparate de la tecnología, la modernidad, el vanguardismo, y por ello, el lugar donde el exhibicionismo llega a su máxima expresión. La comunicación masiva y el consumismo hacen de las ciudades unos entes siempre latentes, que nunca duermen, que mueren y se reinventan cada día. Algunas han logrado hacer de ello virtud y se han convertido en destino turístico que poco tiene que ver con el patrimonio o la cultura. Pero si miramos con honestidad un poco más allá de los focos, tenemos que reconocer la incomodidad de la ciudad. Para una familia media en la que ambos cónyuges tienen que trabajar para llegar a final de mes y quieren darle una vida de prosperidad a sus hijos, la vida urbana es una carrera permanente, insana. Basta comprobar cómo, apenas pueden, todos huyen a los pueblos en busca de un rato de calidad de vida. Otros se consuelan diciendo que su barrio es como un pueblo. El calentamiento global y el despoblamiento rural son los dos grandes retos estructurales que debemos tener en el horizonte como acicate para lograr que las ciudades de la tercera década del siglo XXI sean de verdad las ciudades de las personas, arrinconadas ahora por el asfalto, el acero y el hormigón. Hay que aumentar las zonas verdes, disminuir la contaminación atmosférica y acústica, minorar las radiaciones de onda, ampliar aceras, cultivar el pequeño comercio, fomentar la alimentación de cercanía, de temporada y ecológica. Muchos municipios ya están trabajando en ello. La Unión Europea instauró hace once años el premio a la ciudad verde europea (Capitalidad Verde). El Pacto de Milán, La Red de Ciudades por el Clima, El Green City Accord, El Acuerdo de Soberanía Alimentaria, son movimientos a los que cada día se suman nuevas ciudades, muestra de que la inquietud y exigencia ciudadana es manifiesta. El calentamiento global y el despoblamiento rural son los dos grandes retos estructurales que debemos tener en el horizonte como acicate para lograr que las ciudades de la tercera década del siglo XXI sean de verdad las ciudades de las personas Las ciudades siguen creciendo, y lo seguirán haciendo en las próximas décadas. También en Andalucía, que puede presumir de contar con algunas de las mejores ciudades del mundo, para visitar, para vivir. Por su tamaño. Por su monumentalidad. Por su comodidad. Por su integración en el territorio. Andalucía es un fantástico jardín de ciudades medias que forman un equilibrado paisaje en el territorio. Andalucía cuenta con 778 municipios. De todos ellos, sólo 29 superan los 50.000 habitantes y 12 los 100.000 residentes. Es donde radica la gran virtud que debemos tener la astucia de aprovechar en las próximas décadas: la equilibrada distribución de ciudades de tamaño medio diseminadas por toda Andalucía. Las ciudades surgen y nacen en torno a un centro neurálgico que sirve de epicentro gravitacional a sus habitantes. Pero cuando el tamaño se desborda, cuando comienza a llamarse gran ciudad, se hace necesario un replanteamiento. Llega un momento en que se hace muy costoso que la actividad gire en torno a un único punto, los residentes en barrios más alejados empiezan a desvincularse, a no identificarse con una plaza o un edificio distante a más de media hora de su vivienda. Se hace necesario replantear la ciudad y diseñar un espacio urbano intermodal en el que existan varios epicentros (lugares de esparcimiento, de compra, nudos de comunicaciones). Esto lo saben bien los habitantes de las grandes urbes que, en contadas ocasiones, visitan los enclaves más emblemáticos de su ciudad. No podemos permitir que Andalucía sea cobijo de macrourbes, no es el camino. Tienen que ser cosa del pasado antes de llegar a ser presente. Hay que aprovechar nuestras fortalezas, nuestras singularidades, aprender de los errores de otros y convertirlos en ventajas. Rescatar del sueño de los justos el concepto de comarca, regenerarlo para hacerlo vivo en la tercera década del siglo XXI para hacer de Andalucía un territorio intermodal es una oportunidad increíble. Porque en Andalucía, muchas ciudades medias, en la práctica, ejercen de cabeceras de comarca, como lo venían haciendo en épocas pasadas, logrando una fantástica sinergia entre el nudo de conocimiento, tecnológico y de consumo urbano con la fuente de riqueza, salud, clima y bienes comunes que es el espacio agrario cercano. Llevamos mucho tiempo haciendo aquí lo que se está dando en llamar los contratos de reciprocidad territorial, esto es, fortalecer la complementariedad y mutua necesidad que tienen entre sí el medio urbano y el medio rural. Un modelo que integra perfectamente valores andaluces como son la igualdad, la cooperación, la reciprocidad, la solidaridad, el compromiso, la identidad, la defensa de lo común. Andalucía es amplia, diversa, con múltiples realidades, con comarcas con elementos característicos dispares. Por ello, es necesario rehusar generalidades, mínimos comunes denominadores que no acaban solucionando el problema de nadie. Es muchísimo más útil atender a los elementos diferenciadores, identitarios de cada comarca, para tejer voluntades. Hay que poner en marcha mecanismos que faciliten la confianza y la gobernanza, pero esto no puede responder exclusivamente a una voluntad política. Debe responder a una inquietud social y empresarial. Es muy importante que esto sea visto como una necesidad, un refuerzo de identidad, una oportunidad colectiva. Cerrar la brecha social y económica entre las áreas rurales y urbanas, diseñar una visión integrada, transversal, con una estrategia de desarrollo a largo plazo no es un trabajo académico, es algo dinámico que debe reinventarse a cada paso para adaptarse a los cambios diarios. Hay que hacer partícipes del proceso a agentes sociales y sociedad civil. Esta voluntad y visión comarcal no debe tener hoy en Andalucía una vocación de transformación de las estructurales legales y normativas establecidas. Tiene que obedecer a una filosofía eminentemente práctica, constituyéndose las agrupaciones y colaboraciones naturales necesarias sin que ello suponga elaborar protocolos ni jerarquías que entren en competencias con las competencias públicas establecidas. La tecnología lo hace posible, la madurez de la sociedad civil lo hace viable. Porque la dicotomía rural-urbano es categóricamente falsa. Los pueblos, castigados por la despoblación, son los que custodian el territorio, dando servicios ecosistémicos al espacio urbano. Poseen, además, los recursos para una necesaria transición hacia el consumo, la construcción sostenible, la habitabilidad, la convivencia. Las ciudades se han nutrido, siguen haciéndolo, del talento, la salud, la vida de su comarca. Establecer procesos de beneficio recíproco tiene que tomarse como una oportunidad, porque es mejorar la calidad de vida, es garantizar el futuro, es de justicia. Los espacios urbanos tienen que sentir el medio rural más próximo como el mayor de los aliados. Vehicularla mediante el fortalecimiento de la unidad comarcal es viable, práctico, útil, barato, ágil. Hacer el camino gracias a la energía de la educación, la conciencia, el conocimiento, la formación, el emprendimiento, la innovación, la inversión, el compromiso, la generosidad es el más ilusionante de los objetivos porque favorece un equilibrio territorial de cuya solidez depende el progreso de todos sus habitantes. Líneas de colaboración público privadas como las políticas activas de empleo, el desarrollo de sectores estratégicos y emergentes, la movilidad, la gobernanza energética, tienen, en el marco comarcal, la escala idónea para optimizar gestión, costes, estructura, redes y, por tanto, las mayores garantías para generar sinergias, economías de escala y beneficios. La puesta en marcha de Contratos de Reciprocidad Territorial definidos por Comarcas es sin duda una magnífica oportunidad para lograr la transición ecológica justa que necesita Andalucía y su gente. Existe una base social, cultural, jurídica, económica y natural que permitiría ponerlo en práctica de manera ágil y eficaz, aportaría importantes beneficios y sinergias. Pueden transformarse con ello numerosas rémoras y frenos en palancas de futuro. Solo resta voluntad política.
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