Tras la pandemia, el mito de la ciudad inteligente está ya muy presente en la vida pública, siendo un concepto muy usado de forma diferente por multitud de actores sociales y políticos. Los retos de salud pública han hecho que las personas miren de reojo a la innovación tecnológica para que la vida pueda seguir sucediendo. Programas de análisis de datos para minimizar el contacto entre personas, la Inteligencia artificial para atender las necesidades ciudadanas, etcétera. ¿Pero estamos aplicando la inteligencia a las TIC en el sentido correcto? Propongo partir de dos ejemplos verídicos para debatir en torno al concepto de ciudad inteligente. El primero. La carta de una mujer al periódico explicando cómo la madre no logra empadronarse en su nueva ciudad debido a la brecha digital. Hasta solicitar una cita exige un proceso digital. A muchas personas mayores se les niega el paso a servicios esenciales debido a la exigencia de conocimientos de usuario. Si no los tienes, vives al margen o incluso puedes ser penalizado, como es el caso de aquellas personas que no pueden o no saben acceder a comunicaciones telemáticas para las que son necesarias claves y firmas digitales. En la misiva, la remitente hablaba de la impotencia que sentía al no poder ayudar a su madre a distancia. El segundo. El caso de usuarios que no pueden realizar cambios básicos en la titularidad de contratos en distribución de agua de manera ágil porque no existe la posibilidad telemática. Lo que conlleva problemas entre usuarios, discusiones, diferencias de criterio fácilmente subsanables con un sistema digitalizado. La ciudad inteligente ha de gravitar sobre una base social, inclusiva y sostenible. Una ciudad inteligente no se deja nadie atrás Con sendos ejemplos podemos ver claramente las contradicciones de la tecnología cuando penetra en el día a día de la ciudadanía y sugiere una alternativa sobre cuál debe ser el papel de la tecnología dentro de la ciudad del futuro. La tecnología ha de acompañar, permitir, ofrecer, facilitar, hacer progresar la convivencia y calidad de vida de la ciudadanía. Servir como bastón. Pero si disgrega, si coarta, si ignora, si limita, entonces no es inteligente. La ciudad inteligente no es un concepto sobre el que vestirse de innovación y progreso para ofrecer servicios con los que ganar concursos públicos. Tampoco un objeto para ganar prestigio internacional o colgar medallas a la clase política. La ciudad inteligente es la idea de apoyarse en los recursos tecnológicos —y en la Inteligencia Artificial, Análisis de datos, Ciberseguridad e Internet de las cosas, entre otras— para procurar una convivencia más sostenible y con mayor calidad de vida. Por mucha tecnología que emplee una ciudad en sus dinámicas y procesos, de nada servirá si deja fuera a la mitad de su población. Si la innovación es capturada por un grupúsculo con intereses privados entonces no sé trata de una ciudad inteligente, pues no servirá al bien común. Una ciudad inteligente es capaz de empoderarse, cultivar espacios propios y sostenibles, involucrar en la vida de la ciudad al máximo número de vecinos y vecinas de una forma orgánica. El conocimiento debe ser universal, accesible, compartido y fácil de transmitir (de ahí que la usabilidad web, por ejemplo, se señale como esencial). La práctica de sus propuestas, sencilla de comprender. Tampoco es necesariamente tecnológica la ciudad inteligente, y en parte, así debe de ser. La tecnología puede ayudar a vivir mejor pero no puede sustituir la vida. Por otro lado, la vida debería poder desarrollarse sin la necesidad de la intervención tecnológica. Ambos planos deben convivir en armonía. Un ejemplo de iniciativas inteligentes son los mapas físicos que indican rutas urbanas y el minutaje entre espacios, provocando una reducción del transporte motorizado, reducción de las emisiones contaminantes y fomentando la sana costumbre de andar. Los carriles bici también son un ejemplo de eficiencia y calidad de vida. Corremos el riesgos de incorporar la tecnología a nuestros espacios de convivencia tecnológica al estilo de Silicon Valley, con una idea centrada en el mercado, la competitividad, las prisas y la meritocracia. Las startups que vengan tendrán que adaptarse a otro ritmo, el de la gente corriente. No se trata de crear un nuevo mercado sino un ecosistema público con la debida fortaleza, atendiendo a sus tiempos de aprendizaje. Por supuesto, harán falta hubs e incubadoras, y ayudas y colaboraciones público y privadas para desarrollar un ecosistema más plural capaz de retroalimentarse, pero sin perder de vista el fondo: mejorar la calidad de vida de la ciudadanía. El garante de ese requisito obligatorio es el gobierno local, que debe velar porque las inversiones públicas acaben teniendo rendimiento y un impacto positivo sobre la vida de la ciudadanía. La ciudad inteligente ha de gravitar sobre una base social, inclusiva y sostenible. Una ciudad inteligente no se deja nadie atrás. La inteligencia es mirar por los demás para convivir mejor. Si no es así, entonces no se trata de inteligencia, se trata tan solo de negocios.
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