Las vidas que se ha cobrado el mar son innumerables. Cuántos hombres cayeron en las garras de las mareas bravías desempeñando una de las actividades humanas “más duras, heroicas y generosas”. Así define a la pesca una lápida en la fachada del edificio que albergaba la lonja de El Puerto en otros tiempos. “A nuestro abuelo lo trajeron muerto de la mar, lo descargaron ahí”, dice Manuel López Galán, portuense de 72 años, señalando al muelle donde no hace mucho atracaba el Vaporcito.
Él fue partícipe de los años de gloria del sector pesquero en la ciudad allá por finales de los años 60, cuando muchos hombres de la costa alicantina (Calpe, Denia o Vinaroz) forjaron lazos con sus hermanos de la Ribera portuense. Personas también recordadas en otra lápida de la antigua lonja.
La industria pesquera estaba en auge. “Un día normal podía haber mil cajas de lenguado de 50 kilos cada una”, cuenta Manuel sentado frente al río Guadalete, en la Bajamar. En 1978 empezó a trabajar en una de las cuatro lonjas que ha tenido El Puerto. Estuvo casi 20 años levantándose a las cuatro y media de la madrugada para encargarse de descargar y clasificar las especies que traían los marineros y prepararlas para la subasta.
Asomó la cabeza en este sector después de haber estado en un taller de pintura aunque, su verdadera vocación era navegar. “No fui a la mar, pero tengo raíces. Mi padre y mis hermanos fueron pescadores. Yo le pedía a mi padre que me sacara la libreta de embarque, pero nunca lo hizo, decía que eran suficientes”, comenta.
Cuando tuvo la oportunidad, aprendió este oficio ligado al mundo marino y, con el tiempo, se dedicó a exportar pescado a todas partes de España. “Lo intenté llevar a Canadá en avión, pero la mafia portuguesa lo cogió y lo puso al sol, estaba para tirarlo”, dice.
El agua del río permanece quieta. Ni un ápice del movimiento que antaño se percibía con cada barco que entraba y salía del muelle. Manuel mira los que hay atracados. “Esos son de Huelva y están en parada biológica”, dice.
A su lado, su primo Antonio Galán Marchena, de 74 años, también recuerda ese trasiego de embarcaciones ya extinto. “Aquí había más de 200 barcos de pesca y venía gente de todos lados a trabajar, de Sanlúcar, Conil, Barbate”, dice el portuense. Ambos son pensionistas del mar, esos que estuvieron ligados al sector pesquero de una forma u otra hasta que comenzó el declive.
Antonio, al que llaman Chispa porque es muy nervioso, sí que vivió en sus carnes largos días de navegación en alta mar. Según cuenta a lavozdelsur.es, con 12 años, 10 meses y 12 días su padre le gestionó un permiso y se embarcó con él en el barco Antonio Morrillo. “Iba de chiquillo, yo no ganaba nada. Cuando llegaba a El Puerto, un marinero me daba una pesa y otro un duro. Con el tiempo me dieron un cuartón —de cuatro partes, una—”, explica.
Después se hizo marinero y llegó a tener varios puestos, desde contramaestre a cocinero pasando por mecánico y patrón de pesca y costas. También dirigió una cooperativa. A Antonio no se le resistía ningún tipo de barcos, desde factoría hasta congeladores ni tampoco la duración de las travesías ni las zonas de pesca.
“Una vez fui de redero en el barco de Paquito Miguel 100 días y cuando llegué, me fui otra vez para la mar”. A su mente llegan recuerdos de los lugares que alcanzó en barcos de maderas muy pequeños. En Marruecos pescando gambas durante quince días o en el Sahara español. “Allí me pilló la Marcha verde”, dice aludiendo a la invasión marroquí de la entonces provincia española del Sahara en 1975.
Cada vez que se embarcaba, dejaba en tierra a su mujer y a ocho hijos que cuando volvía “no me conocían, pensaban que era un intruso”. Momentos que todo marinero experimenta a su regreso tras horas y horas en medio del mar.
Antonio vivió tres naufragios, en el Sahara español en El Médano y Puerto Cansado próximo al Cabo Juby, en la costa occidental de África. “Tuvimos que nadar hasta la orilla y uno de los hombres se ahogó”, comenta el portuense, que dormía en el rancho con otros hombres.
“La mar es dura, solo ves agua, y cuando hay mal tiempo hay que tener cuidado. Cuando me he hecho mayor, yo mismo digo, estaba chalado, a dónde iba yo en una cáscara de nuez”, expresa.
Fue uno de tantos que se enfrentaron a golpes de mar y vientos del Norte para mantener vivo un sector que generaba gran riqueza para la ciudad. Junto al mundo de la vid —este miércoles en pie de guerra— , permitían casi el 100% de empleo y “apenas había paro”.
"Un hombre se ahogó"
“Aquí se llegaron a vender más de 5.000 millones de pesetas en la lonja, había una actividad enorme”. Hasta que se hundió cuando la Unión Europea decidió delimitar la zona de pesca y estableció restricciones. “Cortó con Marruecos, había que pagar más canon y puso la regla de navegar a 200 millas de la costa, has el barco de guerra venía detrás de nosotros”, exponen los primos.
Por entonces, la UE indemnizó a los armadores, les ofrecía hasta 800.000 pesetas por tonelada que pesaba su barco. “Pero a los marineros, nada, al desempleo”. Según explican, todo se fue desmoronando y muchos trabajadores del mar se vieron “en la calle” y con unas pensiones bajas. “Mi primo en Comisiones y yo en UGT cortamos la carretera, montamos unos follones de miedo, pero la Unión Europea es un monstruo muy grande” dice Manuel que acabó jubilándose con 39 años.
Desde entonces, con una pensión que no llegaba ni a los 400 euros tiró hacia delante con tres hijas hasta que le reconocieron una ayuda familiar del INEM —actual SEPE. Fue el primero de España en recurrir para poder recibir esa cuantía además de la pensión. Ahora, cobra 890 euros con la suma por su cónyuge.
Sin embargo, desde que se jubiló las ha pasado canutas. “Estaba de créditos hasta aquí y tuve que entregarle mi vivienda al banco. Pasé mucha fatiga, me dieron ocho anginas de pecho y pasé por un tribunal médico que me dio la invalidez permanente total”, cuenta. Con cuarenta años y enfermo, no pudo volver a trabajar y, finalmente, el ayuntamiento le concedió una vivienda social.
Antonio se jubiló en 1997, cuando tenía 49 años, “por enfermedad” y con “una miseria”. Frente a un paisaje totalmente cambiado, explica que las pensiones de los pescadores son bajas, en parte, “porque se hacían trapicheos”. “Con la cuquería, los armadores daban de alta en la cofradía a los marineros, la comandancia veía que estaba todo en regla y despachaba el barco para la mar. Pero al día siguiente, el armador les daba de baja en la Seguridad Social. Si yo en este barco me he llevado dos años, ¿cómo es que tengo 30 días cotizados?”, explica.
Lejos quedan las historias de marineros tan arraigadas a la cultura popular portuense. “El mar tiene su halo de misterio, yo no he ido y lo siento”, dice Manuel. Su primo asegura que añora esos días entre olas y la nostalgia se apodera de él. “Me gustaba. Con lo duro que era, me llevaba 40 días en el mar relajado, no pensaba en nada, me encontraba a gusto. Si pudiera ir enfermo a la mar, iba otra vez”.
Sus palabras resuenan en el muelle donde los barcos ya tienen radares y satélites. Los primos miran al horizonte. Ellos siguen luchando cada “lunes al sol” junto a otros jubilados por mejorar sus condiciones y que las generaciones venideras tengan otro final laboral.
Manuel: —Ahora la Unión Europea quiere quitar la pesca de arrastre. Hay un lío…
Antonio: —Como se pongan, lo quitan, esta gente tiene mucho poder.
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