Cuatro extrabajadores del emporio de las artes gráficas regresan más de década y media después a lo que queda de las antiguas instalaciones de la que llegó a ser la mayor empresa no bodeguera de la ciudad.
Mira esa imagen. Haz un barrido de izquierda a derecha, de abajo arriba. Entre los montículos de escombros y los techos pelados, no puedes apartar la vista de esa bobina de papel medio tiznada por un conato de incendio. Como si hubiera resistido herida pero a salvo de la debacle. Se encuentra en la nave principal de la antigua Jerez Industrial SA. La que fue sede del imperio de las artes gráficas. La médula de un complejo entramado empresarial con multitud de sociedades y filiales (13 centros de trabajo) que llegó a emplear a más de 1.000 personas y a facturar miles de millones de las antiguas pesetas. La que logró convertirse en la mayor empresa jerezana no bodeguera, con unos tentáculos que abarcaron prácticamente todo el territorio nacional. Puntera, “teníamos un cuarto con un IBM; de los primeros en España”, e innovadora, pues llegó a contar con más de una docena de patentes por diseños y modelos propios. Estaba organizada en tres turnos para una actividad programada durante las 24 horas del día. Con pagarés que no se negociaban con los bancos debido “a la cantidad de dinero que se manejaba”. Hoy, 16 años después de echar definitivamente el cierre, sus instalaciones no solo están desmanteladas: han sido minuciosamente saqueadas por la necesidad y reventadas por el vandalismo. El paisaje, accesible a cualquiera que pasee por la zona, es de posguerra.
En la puerta se citan dos generaciones de ex trabajadores de JISA. Cuatro personas que se han reencontrado en el que fue su centro de trabajo hasta hace apenas década y media. De aquello ya solo quedan las ruinas. Jamás habían pisado las naves de la calle Taxdirt desde que fueron despedidos o prejubilados en algún momento de aquellos fatídicos cinco años de reestructuraciones, conflictos y luchas sindicales entre 1994 y 1999. Retornan a la que fue su segunda casa durante gran parte de sus vidas. Más de 40 años en el caso de Juan Pedro Robles, que entró en la empresa con 14 años y se fue a la calle con 56. Ahora está a punto de cumplir 76. Admite la impresión al traspasar el forzado portón de entrada: “Fíjate tú, con la cantidad de gente que estábamos aquí trabajando… ¿Han desmantelado todo, eh? Pf [silencio prolongado]. Allí estaba yo… [señala hacia una zona del interior industrial] En el manipulado, en aquella nave… Ahí estaban todas las máquinas de impresión y estampación; eran todas offset”. Los recuerdos se le agolpan.
A su lado, Francisco García, con 73 años y siete nietos. Boquiabierto, admite: “No sé cómo hemos podido llegar a esto”. También echó los dientes laborales en Jerez Industrial. Como Robles, entró en la empresa con 14 años. Le prejubilaron justo 40 años después. “Se dice pronto. Toda la vida aquí”. No parece que le agrade remover aquella historia; volver al escenario de tantos recuerdos. Aun así, tira de memoria: "Me dedicaba a las máquinas offset hasta que me hicieron jefe de taller. Fui ascendiendo desde los 14 años. Y claro que tengo buen recuerdo, en aquellos tiempos sí, después ya fue cuando vino la cosa mal. Nos dedicábamos a las etiquetas, pero el mercado de las bodegas se vino abajo. Daba mucho mucho trabajo, pero…"
Más de un cuarto de siglo dedicó José Antonio Sánchez Lozano, que ronda ya los 60 años, al emporio jerezano de las artes gráficas. Primero, en Gráficas Orla, en la avenida de Europa, y tras la centralización de mediados de los 90, en la sede junto a Tempul. Como Alfredo Gálvez, que ha parado su coche de camino a casa junto a la factoría, ambos entraron con 16 años en la sociedad de la mano de sus padres, trabajadores también de JISA. Ambos finiquitaron su relación con la empresa un 31 de diciembre de 1999, cuando todo quedó liquidado. Hasta entonces, siempre disfrutaron de su trabajo. "Me gustaba mi empleo. Las artes gráficas son dificilísimas, había que tener una gran concentración: los colores, que todo saliera igual, hoy en día se digitaliza todo pero entonces había que tirar color a color, éramos unas empresas muy especializadas", rememora con no poca nostalgia ‘Yiyi’, como conocen a José Antonio sus allegados y compañeros de la CGT.
"He sufrido amenazas de los propios trabajadores, me he levantado a las dos de la mañana cogiendo el teléfono con amenazas de compañeros diciéndome que metían fuego a mi casa"
Junto a Diego Cosme, de Comisiones, ‘Yiyi’ fue el portavoz de los comités de empresa y el rostro más visible en la lucha a cara de perro para impedir el cerrojazo del ‘holding’ industrial jerezano. "No pudimos evitarlo pero la verdad que la gente no salió mal de aquí, logramos buenos acuerdos para todo el mundo. La mayoría salió prejubilado y las prejubilaciones no fueron malas, con más del 90% del salario bruto del trabajador. Los que salimos mal fuimos los que cogimos las indemnizaciones, que aunque no eran malas para su tiempo, más de 45 días por año y sin límite de años, eran unos 70.000 euros después de casi 30 años aquí". Cada uno se recolocó o no, y se intentó buscar la vida con más o menos fortuna hasta que le duró el remanente. "Unos nos buscamos la vida mejor y otros peor", incide Alfredo Gálvez, al que ahora asegura que no le va mal como cocinero.
Otra cosa es lo que se perdió por el camino: cientos de puestos de trabajo de esos a los que los sindicatos llaman 'estables' y 'de calidad', nada que ver con la precariedad y la temporalidad del sector servicios. "Hay personas que no han vuelto a trabajar desde entonces, sobre todo el personal femenino, que era más del 20%", apunta Gálvez. Su compañero en el comité de empresa agrega: "Lo que más nos preocupaba y me preocupa es que hay compañeros que se han quedado en la calle absolutamente sin nada, que entraron, concretamente dos de ellos, el mismo día que yo a trabajar, en el 72, y que hoy en día no tienen ni siquiera la pensión mínima porque no han llegado a cotizar los últimos años y al no llegar pues no tienen derecho, y lo están pasando mal realmente".
“Aquí estaba la máquina de oro, la de purpurina… Aquello se prohibió. Yo luego trabajé aquí”, Alfredo va adentrándose poco a poco en las ruinas y en los recuerdos (¿acaso no son algo parecido?). Hay grafitis, paredes ennegrecidas por las fogatas, alfombras de cristales, restos de viejas bobinas, escombros de toda condición y materiales, un troquel de cartón desfigurado que no espera ya nada en el suelo, restos de basura, charcos pringosos, pende de un hilo el altavoz desde el que sonaba la sirena o los avisos de llamadas telefónicas a los empleados… Seguimos revisando el espacio junto a los extrabajadores.
“Me habían dicho que se lo habían llevado todo, pero es que no queda nada. Mira, mira hasta los marcos de hierro de las ventanas”. Los revestimientos de madera y las librerías de las oficinas están destrozados, las palomas se han hecho dueñas de los techos de las enormes naves, la zona de carga en el subterráneo es un negro vórtice de inactividad… Junto a los exempleados, aparecen dos agentes de Endesa. Han venido a revisar unos transformadores y a remitir un informe al Ayuntamiento ante el inseguro estado que presenta el deprimente espacio posindustrial. “Quitaron la seguridad al poco tiempo de cerrar; esto se lo quedó la Seguridad Social pero nadie pagaría la vigilancia y mira cómo han dejado todo… Se lo han llevado todo. Es un peligro”.
Con la demolición controlada de JISA, cuyos socios fundadores fueron Antonio Salido, Mauricio González Gordon y Tomás Domecq Rivero, la ciudad no solo destruía puestos de trabajo directos e indirectos a mansalva, sino también ajusticiaba a un sector que había mantenido durante décadas a familias enteras y a sus descendientes. El propio hermano de Alfredo, que también estaba empleado en esta gran industria, “apenas ha trabajado un par de temporadillas después de que lo echaran”. El cerrojazo fue devastador. Para la ciudad y para los que dejaban sus puestos. Quedaban en la calle chavales y hombres que no habían hecho otra cosa en su vida más que manejar enormes máquinas de impresión o ensamblaje de cartón. “No eran sueldos para tirar cohetes, pero se comía”, apunta Robles. “Los que peor lo pasaron fueron los más jóvenes, que se quedaban en la calle sin saber a qué dedicarse”.
Con la firma del acuerdo definitivo se dejaban atrás cinco años de “intensa lucha”, “momentos muy duros”, como recuerda sobre los escombros de aquel imperio José Antonio Sánchez Lozano. "Yo recuerdo momentos de mucha tensión que me han dejado muy marcado. Después de eso, cada vez que había algún conflicto en Jerez no quería estar, me ha costado mucho trabajo volver a las movilizaciones, pasamos temas muy duros, muy duros. He sufrido amenazas de los propios trabajadores, me he levantado a las dos de la mañana cogiendo el teléfono con amenazas de compañeros diciéndome que metían fuego a mi casa, que sabían donde vivían mis hijas… Había gente que no quería jubilarse y que creía que estábamos haciendo pactos a oscuras, así lo entendían. Yo entiendo eso, pero creo que al final no salimos todos tan mal".
Se llevaron a cabo tres expedientes de regulación de empleo (1995, 1996 y 1999) y una fuerte reestructuración industrial, puesto que toda la actividad se concentró en dos enormes centros de trabajo, JISA en calle Taxdirt y Cartonajes Tempul, en camino de Espera. La empresa recibió en tres años (1996-1999) más de 600 millones de pesetas (3,6 millones de euros) de la Junta de Andalucía como aportaciones para las prejubilaciones, pero no sirvieron para garantizar la actividad. En dos años se perdieron 9 millones de euros netos en ventas, la materia prima comenzó a escasear y la exigente competencia, más rápida y eficiente, obligaba a hacer esfuerzos inversores que los propietarios no estaban dispuestos a asumir, viendo además la caída en picado del negocio del vino. El entonces alcalde Pedro Pacheco sucumbió al afán especulativo de la sociedad, a pesar de que en un principio se negó a recalificar suelo que no se dedicara a actividad económica. Desmantelaron todo, salvaron lo que pudieron y punto y final. "Sabía que esto iba a acabar así. En el primer acuerdo del 95 se veía lo que iba a pasar. Ya al final nos concedían casi todo, apenas había actividad porque querían cerrar a toda costa", lamenta el sindicalista jerezano.
Hoy, 16 años después, pisando los restos del naufragio, cunde el desánimo en una ciudad con una tasa de paro del 40%. "Tengo familiares en el extranjero porque no han tenido más remedio que irse. Tengo sobrinos, ahijados, vecinos… gente que se han tenido que ir fuera a trabajar. No hay manera de levantar cabeza", se queja el veterano Robles, aquel curtido profesional de las artes gráficas durante unos 40 años. El panorama que traza es desolador: "Creen que el turismo es la panacea mientras se ha estropeado toda la industria. Como esta hay muchas otras naves abandonadas por todo Jerez. Se han perdido cientos y cientos de puestos de trabajo en las bodegas, recuerdo cuando salían los trabajadores de González Byass y Domecq con su botellita en la mano. Eso se ha perdido. Esta es la ciudad del paro y la de los 400 euros. El que más cobra tiene 400 y pico de euros al mes, salvo los que tenemos la suerte de habernos jubilado normalmente pero que luego en la casa tenemos que ayudar a los que tenemos parados". Impresionado, se vuelve sobre sus pasos para salir al exterior de las viejas instalaciones. Echa la vista atrás y se despide: "Han pasado ya tantos años que esto lo tenemos todo olvidado".