Hoy se habla de memoria democrática, de memoria histórica. Pero para Rafaela Chaparro, es solo, a secas, 'memoria'. La mantiene a sus 97 años, y cumple 98 en un mes, dentro de nada. No tiene que consultar en libros qué fue la Guerra Civil, ni la represión a los que perdieron, ni se pone en la piel de otros. Cerca de cumplir el siglo de vida, ella es lo que los historiadores llaman un testimonio primario, directo. Y sin odio, dice. "Yo no sé lo que es esa palabra". Es trianera, también de Coria del Río, y hasta de Campillo de Llerena, Badajoz, donde vino a nacer. Una hora sentada en su salita, tras apagar la tele, donde ponen Canal Sur, charlando. Luego irá a aquellos arrozales entre Coria y Puebla del Río que le dejaron para toda la vida el frío metido en el cuerpo. Es pura alegría, "a pesar de todo". Porque "eso no se olvida, mi arma". Y descaro. Puro arte. Los pasajes más duros de su vida, claro, los cuenta con seriedad. Pero un segundo después bromea. ¿Será ese el secreto de llegar a su edad?
"Aquello fue un desastre horroroso", cuenta de la Guerra Civil. Mientras Queipo avanzaba hacia Extremadura, su tierra, en la familia sabían que tendrían que marcharse. Lo hicieron a Ciudad Real. Subiendo y bajando de trenes, una comitiva "inmensa". "Mi madre eran ocho hermanos y todos tenían hijos". ¿Cuál fue 'el problema? "Mi abuelo era socialista, un hombre que había estudiado". Aquel hombre era simplemente un funcionario municipal y afiliado, tachado simplemente de rojo en aquella España de solo dos colores. Finalmente, tuvieron que regresar a casa. Nada más poner un pie en el pueblo, vieron que su casa estaba destruida y les condujeron al cuartelillo.
A la tarde, "se llevaron a los hombres", y a las mujeres y los niños los dejaron allí a la espera. "Los mataron a todos menos a mi tío Luis, a mi tío Horacio, que tenía 15 años y pasó tres meses en la cárcel, y a mi padre, que lo dejaron libre, aunque luego lo detuvieron y murió en la cárcel con una pulmonía". En aquella España, claro, el hombre era, por lo general, el sustento económico de la familia. Y en aquella familia habían acabado con casi todos. Su abuelo, varios de sus hijos, yernos, todos asesinados. "Mi abuelo sí sabía de política, pero el resto no". Hasta muchas décadas después, Rafaela no volvió a Mérida a dejar flores en la fosa común donde se sitúa a su padre. Montones de bocas por alimentar en una España destruida. La familia de Rafaela no tenía casa. Una hermana de su abuela las acogió. "La tía Agustina fue la salvación de la familia, que Dios la tenga en su gloria".
Fue entonces cuando oyeron que en Sevilla había trabajo. Apenas comían. Había niños pequeños. Rafaela, nacida en 1926, también era una niña. Pero la mayor. Por eso, cuando su madre y su tía hicieron caso a la llamada de una tierra mejor, fue ella quien se hizo cargo de sus hermanos y primos más pequeños. "Íbamos por los campos a pedir. Luego, a la vuelta, nos metíamos en algún otro campo y robábamos a lo mejor lechugas, y con eso comíamos". Recuerda detalles como que en la casa donde se quedaban, tenía un pequeño recipiente donde guardaban algo de trigo. Cuando volvía de aquellas caminatas, los pequeños, con algún palo y su ingenio, acababan alcanzando y tirando al suelo el grano, que se llevaban a la boca. "Yo a lo mejor contaba con aquello también para comer y cuando volvía se lo habían comido". Tres meses fue como una madre, siendo eso, una cría.
Finalmente, su tía y su madre volvieron a por el resto de la familia. Había que emprender camino a Sevilla. Al entorno de Coria y La Puebla del Río, a la riqueza que da el Guadalquivir, lejos de esa Extremadura tan difícil. Un viaje de once personas, a meterse en un barracón 11 personas, compartiendo primero, y luego en una choza. Aquellos terrenos eran de la familia Beca. Casi un siglo después, siguen entre los más ricos de España y de Andalucía. Por entonces, empezó con el algodón. Recuerda Rafaela que trabajaba junto a otras víctimas del franquismo. "Un hombre, que me tocó una vez el hombro, el nombre no me acuerdo, decía: 'qué pena". Ella no sabía qué significaba. Un hombre "muy blanquito, que se veía que tenía cultura", y lo tenían allí, en los campos. Un día, vio cómo guardias civiles le pegaban una paliza. Ella, niña, se tiró a las piernas de aquel hombre pidiendo que no le pegaran. Un agente la alejó de la paliza y "no lo volví a ver, a aquel hombre lo mataron".
Pero el Guadalquivir no era para aquellos cultivos. Un día, llegó un grupo de valencianos. Empezaron a cultivar arroz y el capataz pidió a la niña Rafaela que les acompañase por el campo, una cuadrilla que iba enseñando solo a algunos trabajadores. El arroz se impuso y entre Coria y Sanlúcar surgió la Isla del Arroz, sobre campos medio sumergidos en agua. Al año siguiente, a base de echar una mano a aquellos valencianos, se le dio por sabida y empezó a trabajarlo ella misma. Fue la primera, la única mujer -niña- que lo hizo. En su nómina, pusieron Rafael, para pagarle como un hombre. Pasó de ganar 8 pesetas, de las cuales cinco se iban en la mensualidad de la chocita y un rancho parco, a cobrar 18,40. "En aquel tiempo, aquello era un jornalazo".
"La Isla del Arroz era casi un campo de concentración"
No todo era malo. El hijo del capataz, recuerda como anécdota, tenía una bicicleta. "Yo nunca he sido guapa ni nunca he cantado bien, pero siempre me ha gustado cantar mis coplillas. A ese niño le gustaba escucharme y yo le decía que le cantaba pero si me dejaba la bicicleta luego, porque a mí aquello me volvía loca". Así se hizo su sitio en aquellos campos, a los que llega a llamar "campos casi de concentración" en la posguerra sevillana. Con eso de la bicicleta, la mandaban a hacer recados de campo a campo. "A base de esclavitud, me hice mujer". Pasaba las mañanas sin desayunar, con los pies en agua, comiendo nabo o habas sin cocinar, pero, recuerda, feliz, a su manera, "durmiendo acurrucada con mis hermanos, con mucho amor".
De la chocita pasaron, ya sí, a Coria, a una posada. Y de la posada, a una habitación accesoria, un cuarto directamente hacia la calle, ella con sus primos, su madre y su tía. Hizo amistad, hizo su vida. Y encontró el verdadero amor de su vida. Enrique Rincón, un valenciano. "No pudo ser".
Aquella adolescente que tanto había sufrido y tanto trabajaba, no dejaba que la vida y la alegría se le escaparan. Se recuerda caminando junto al río con algunas amigas. Cuando alguno le decía que ella era guapa, le contestaba que no, que el guapo era él. Recuerda los pellizcos de esas amigas, que le decían que eso no se podía decir. "¿Y por qué no?". Piropos, por cierto, que también repite a sus casi 98 años a quien la escucha. Del arroz pasó a la aceituna. Y si Enrique no pudo ser fue, por "El Taza".
Aquel hombre, al que ella llamaba El Taza, porque todos le llamaban así, estaba "enamoraíto" de ella. Un hombre que era muy bueno, y como era bueno con ella, entonces su familia quería que se entendiesen. Y ella no y no. Conoció a aquel Enrique, un valenciano con cierto cargo en el mundo incipiente del arroz en Coria, al que trasladaron. "Se iba con la bicicleta cerca de mi casa para que le viera de lejos cuando estaba yo sentada a lo mejor en la puerta". Porque, parece ser, ella era correspondida. Y como la familia decía que mejor El Taza, cuando le veía rondar -aquello de rondar, literalmente, nada que ver con el tiempo actual-, la metían para dentro corriendo.
Si bien El Taza "era bueno", algo de violencia, por decir de alguna forma, hubo. De poder del hombre. La hermana de Rafaela había sido madre soltera de un amigo del Taza. Aquel hombre le llegó a decir a Rafaela -y, por consiguiente, a la familia-, que si ella no se hacía novia del Taza, "esa niña, mi sobrina, se quedaba sin padre". Eso le dijo. Por tanto, oficialmente, rezaba como novia, pero "yo le decía que el día que mi hermana se casara, que a él lo dejaba". Así lo hizo, porque la hermana se casó. Para entonces, Enrique no estaba. "Se había vuelto a Valencia porque el padre, que tenía unas tierrecitas, se había puesto malo". Nada volvió a saber. "Era el hombre más guapo que se podía encontrar. Alto, rubio, con ojos azules que te morías con ellos. Era guapo, no guapo, guapísimo, y se enamoró de mí".
Por allí pasaba Antonio. "Hoy lo puedo contar". Antonio sería su marido. "Yo ya quería casarme con quien fuera". Un hombre "muy gracioso, muy guapo, pero no era mi Enrique". Y le gustaba. Aunque no fuera el amor de su vida. Ya con 21 años, se casó con él. "Le hablé un año y pico. Me lo propuso y no me hice de rogar. Me quedé embarazada". En aquellos años 40, la antesala de casarse. "He pasado una vida muy feliz con Antonio", que también había acabado en Sevilla trabajando en el arroz.
Tuvieron dos hijos. El matrimonio fue progresando. Rafaela siempre fue buena para la costura, así que, a cuenta de que su cuñada trabajaba en la portería de una casa en Los Remedios, acabó dándose a conocer por aquella alta sociedad como costurera. Se vivía mejor. Trabajó mucho ella y trabajó mucho su marido como albañil. El sueño del progreso era Triana. Y como aquella madre suya que no quiso ver a su familia extinguirse en Extremadura, también quiso ella un paso más. Y su sueño era una casa en Triana. Pero claro, no alcanzaba.
"Me llevé a rastras a mi marido a Alemania". Trabajaron en una fábrica de cortinas por casi diez años. Recuerda que antes de marcharse, compró un libro de Alemán en diez días en calle Sierpes. "Si cojo al que lo escribió, lo mato", ríe. Estando ya allí, quería volver, claro, pero nunca ha sabido ser infeliz. Algún otro migrante español en aquella fábrica -no había muchos, acaso una decena- decía que qué desgracia. "¿Cómo? Pero si tienes dos brazos, dos piernas", contestaba Rafaela. Dejó primero a sus hijos, ya crecidos, en Sevilla con su madre, hasta que se los llevó a la fábrica.
Y Rafaela siguió siendo Rafaela. Inconformista, fue aprendiendo alemán, a pesar de que muchos españoles volvieron sin saber una palabra. Name, name, decía señalando objetos para que alguna buena gente le respondiera. Al poco, incluso ejercía de traductora para los que llegaban, chapurreando aquel alemán, en una Alemania donde incluso la sentaron en alguna mesa en Navidad los autóctonos. Echando de menos los garbanzos, llevándose a sus hijos a la fábrica de cortinas, logró una pequeña fortunita para volver a Sevilla. Habían pasado casi diez años.
"Yo no odio, esa palabra para mí no ha existido nunca"
"Nos dio para comprar dos pisos en Triana". Uno para su hijo, otro para su hija, y ahorros para, al poco, volviendo a ser ella costurera y él albañil, comprarse el tercero, para el matrimonio. "Los marcos alemanes, entonces, eran un dineral". Su Antonio murió estando ya jubilado, hace dos décadas, y ella ha seguido cumpliendo años. Conociendo no ya a nietos, sino a bisnietos, que van a la universidad. "Me entra una cosa por aquí", dice. Porque ella, que tanta hambre ha pasado, prefiere cultura a pan.
El mundo que hay hoy no le termina de convencer, aunque eso no le retire la sonrisa. Ve a los inmigrantes, cómo los tratan a veces, y se muere de la pena. Hace monólogos, han rodado el documental Orgullo Vieja, con otras Reinas de Triana. En él, cuentan sus vidas, con humor y ternura. Hasta autoeditó un libro, también llamado La Reina de Triana del que apenas han rodado, por ahora, ejemplares entre su entorno.
El mensaje que manda a la juventud actual -aunque, para ella, sus compañeras de Orgullo vieja son también "jovencitas" de setenta y tantos, casi un cuarto de siglo más pequeñas que ella-: "Que no odien. Yo no odio, esa palabra para mí no ha existido". Ni aun cuando aniquilaron a buena parte de su familia. "A mí me dan una pistola contra los que hicieron aquella y no les disparo. Que se caigan y se maten, pero yo no los habría matado".
Una vida en la que, cuenta, ha trabajado mucho. Pero que, igual que no deben odiar, que cada chaval se ponga siempre en su lugar. "Que no se pongan por encima de nadie, pero que no dejen que nadie se ponga encima de ellos tampoco". Que no renuncien a aprender nunca, porque "prefiero cultura al pan". Y que "reivindiquen sus derechos siempre", ante quien sea. Y la alegría, que la mantengan. Que se rían. "A lo mejor, a lo mejor", dice, es el secreto de llevar 97 años en este mundo, que tan perro y malo, a veces, ha sido con ella. A lo mejor es que "no me dejaron ser niña". Y un poco de aquella niña la ha acompañado siempre. "Ay, qué guapo que eres, con esa barba, qué alto eres". "Guapa usted, Rafaela".
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