Esta es la historia de una casa, de un gran patio de vecinos, y la historia de sus moradores reunidos bajo la historia de Bastiana. Como muchas de esas fincas viejas del centro histórico, la discreta puerta no hace sospechar la riqueza que aguarda al cruzar el umbral. Y no es una riqueza opulenta, material, sino un valor que tiene más que ver con lo intangible. Con un patrimonio repleto de vivencias, recuerdos y alma. Este es el relato a retazos del 10 de la calle Cantarería, en el castizo barrio de Santiago, y son los recuerdos de Bastiana.
En la película vital de Bastiana lo mismo pudo ser empresaria que pudo ser artista. De hecho, ha sido toda su vida una curranta nata y una excelente negocianta, como también ha sido casi desde que nació hace 78 años en ese número 10 una artista flamenca de los pies a la cabeza. De esas artistas tan grandes que no saben cantar, no saben bailar, pero ¡ay!… más vale que no se la pierdan. Casi sin saberlo, sin pretenderlo o buscarlo lo ha sido y lo es. Como la casa que defiende la matriarca, que es una casa que sin que muy pocos lo sepan es historia viva de un Jerez que ya no es. Una casa cuna de un flamenco que era convivencia improvisada en su patio, donde se presentaba Tío Borrico, Terremoto, Sordera o Camarón. Una insospechada sala de fiestas en el corral del fondo para celebrarse espontáneamente una Zambomba, la flamenca celebración de la Nochebuena según Jerez.
Bastiana es Sebastiana Romero Fernández. Una gitana de otra época que ahora tiene todo el día en bucle enchufado el YouTube en su televisor —“¿tanta gente ahí hay metía…?”, dice socarrona—. Es una madre que ha bregado lo indecible para sacar adelante a su familia: si había que vender pescado, pestiños o menudo para la calle, se vendían; si había que ayudar a su marido con la carnicería en la Plaza, se le ayudaba. Eran muchas bocas que alimentar: “¿8 hijos tengo…? ¡Uh!, una coneja. tengo una maná de hijos”, suelta risueña. “Ya estoy como una jocifa, me pongo faltas yo sola. La edad no perdona y te retira, pero gracias a Dios puedo contar lo que he vivido”. Ya no guisa, pero la cocina le encanta. “Si tengo que poner un guisito de papas, claro que lo hago. Tengo el sentido de qué voy a echar y que no, y no se me quema”.
Ya con 14 años, esta mujer caminaba unos 20 kilómetros —“roneábamos de alpargatas”— rumbo a la finca La Mariscala, en Trebujena, para ganar una peseta por cada kilo de algodón que recogía en los campos de los terratenientes. “Llenábamos los sacos de agua y piedras para que pesaran más”, confiesa ahora, tentándose unas manos repletas de surcos de cardar remolacha o pelar conejos. Junto al grupo, pasaba la semana de trabajo fuera de su casa, “con una zoleta en medio de un cerro; o con un cuchillo como la que estaba en la selva”, y regresaba andando el sábado. Y aun así, tenían ganas de palmas por bulerías. “Éramos jóvenes. Teníamos ese ánimo. ¿Qué íbamos a hacer…? En el fogaril, con una candela de leña, se calentaban y venga…”.
—Eran artistas sin saberlo.
—Éramos artistas sin saberlo porque esto sale de dentro (se palpa el corazón).
—Cómo ha cambiado la vida…
—No se conoce la vida ahora. Recuerdo aquello y la libertad que hay ahora… gracias a Dios. Antes te tenías que lavar en un barreño de zinc, con un grifo, en cola ahí con mis primas… la cosita se ha ido poniendo mejor.
—Y cómo ha cambiado el flamenco.
—El flamenco ha cambiado a mejor todavía. Ya no hay campo ni hay nada, gracias a Dios hay otra vida. Con el genio alegre y con lo que sea la hemos pasado dura. Hoy aquí sigo, y mis hijos no me dejan. Hay gente que no está tan arropada como lo estoy yo.
Por si fuera poco Bastiana es también abuela de 14 nietos, y muestra orgullosa el Belén hecho de macarrones y cáscaras de cacahuete que le ha regalado su nieta Jordana, con 8 años. “Mira, mira, tienen los pelos hechos de bolitas de cuscús”, dice su tía materna, Lourdes Moreno Fernández (44 años), una de las cuatro hijas de Bastiana, que asiste junto a su hermano Ángel, el mayor de los cuatro varones, con 58, a la entrevista. “Somos los dos que no bailamos ni cantamos, pero nos ocupamos de que no falte ni gloria”, dicen alegres los también hermanos de Tomasito, el inclasificable flamenco que de niño lo mismo remedaba a una vecina que rapeaba el padrenuestro cuando era monaguillo en San Miguel. "No es porque sea mi hijo pero es que no es normal lo de este chiquillo, los pies se le pierden".
Antes que en el 10 de Cantarería, la familia de Juan Moreno y Bastiana Romero vivió en la llamada casa del Castillo, en la calle Guarnidos, en la frontera entre los barrios de La Plazuela de San Miguel y el intramuros que te lleva a Santiago. “Quizás por eso nosotros nunca hemos entendido esa rivalidad entre los barrios flamencos de Jerez. Aunque ya por suerte, se ha perdido eso y todos se han dado cuenta de que, como dice Mateo Soleá, un guiso puede hacerse en amarillo o colorao, pero los dos están buenos”, dicen los hijos de Bastiana.
Ahora estamos en el patio de la emblemática casa. Tomás viene de camino de Madrid con el cordero como cada año y, aunque le hubiese encantado estar en el encuentro, el maldito bicho y sus restricciones no le ha permitido bajarse antes. En la pared de la entrada cuelga una foto de Lola Flores. Madrina artística de Tomasito, “como de la familia”, dice Bastiana. Hay un cartel de los Viernes Flamenco de 2001 con dedicatoria a Curro de la Morena y un pinito decorado con motivos navideños. Muchas plantas y arbolitos frutales, que Bastiana hace crecer tirando el hueso, y poco más. Todo lo demás son puertas. Puertas a estancias deshabitadas, puertas al pasado que ya no regresa.
—¿Cómo conoció a Juan?
—Mi marido me conoció con un pañuelo y un sombrero. Él venía de Trebujena para abajo y desde que asomaba por la carretera, como éramos una cuadrilla de niñas jóvenes, venía a poquito a poco con la moto, una Monza. Una de las veces llegó a la gañanía, donde estaba mi tío, mi tía… extendió la vista y ahí se fue. Se fijó en mí. Yo tenía unos 16 o 17 años. Como la cosa se iba a poner formal, se lo dije a mi tío Manuel El Obispo, hermano de mi madre. Y le dijo que si venía con buenos pensamientos y de bien, ahí tenía las puertas de los establos. Yo seguí en el campo y él fue haciendo la cama, como se dice. Todo fue a poquito a poco a mejor.
Juan Moreno era trebujenero, de los Molío, de una familia con carnicerías, ovejas, “tenían dinero, eran de los mejorcitos porque los que vivían allí estaban como nosotros, a trabajar en el campo, a lo que había”. Con 20 años se casó, en la Iglesia de La Victoria, porque Santiago estaba cerrada y no paró nunca de criar niños y trabajar. Y también, claro, de hacer sus pinitos en el mundo del flamenco. “Yo estuve en el tablao de Lola en Madrid… hasta de cocinera le hacía a veces. Le hacía berzas y se ponía a mi lado a ver cómo estaba el hervor. La relación era familiar, Lola era de oro, buena persona, muy humana, te lo daba todo. Ella marcaba a las personas enseguida, tenía esa habilidad, y a mí me daba mucho calor”.
Bastiana estuvo en algunos espectáculos, con María del Mar Moreno y Pastora Galván recientemente, y de nuevo volvía a su casa en Jerez, con su trabajo en la Plaza, su marido y sus niños (Ángel, Juan, Dolores, Manuel, Tomás, Juana, Lourdes y Soledad). “Me llamaban e iba, pero me he quitado ya. Me encerré en que no y me quité, pero ya no tengo más ganas de fiesta. De vez en cuando me da aquí un respingo y yo sola me pongo: pim, pam, pum… Yo tengo el genio alegre y si hay una fiesta tengo que dar la cara”, confiesa. “Pero yo me hice a casa, a los niños, a otra vida, pero esas veces que he estado con Lola o cuando fui a una sala de fiestas en Barcelona con Tomás, que tendría 15 años, estuvimos muy bien… lo menos veinte días”.
En la calle Merced, en la peña Tío José de Paula, Bastiana era una de las chicas de oro —apodo que les puso Tomasito—, un cuadro de veteranas de Santiago que son, las que resisten, un monumento flamenco de carne y hueso. “Han ido faltando y ya eso terminó porque ya también cambió la peña. La Yoya, la Curra, la Churra… quedamos cinco o seis”, dice mientras explica que “ese granadito mira cómo está, y fue echar el hueso”. Su vida es la casa de Cantarería. Dar “tres o cuatro vueltas” diarias para estirar las piernas. Porque el covid, claro, la ha dejado sin tomar café “en lo de Vicente; que no sé cómo irá tirando”. Y aquí, en la víspera de una casa con fama por sus fiestas de Nochebuena, ahora hay poco movimiento. Un par de familiares que acaban de hacer la visita del médico y que, sin embargo, Manolo, un sobrino, no duda al afirmar que “las mejores nochebuenas de mi vida las he pasado aquí”.
Una casa que costó 300 pesetas gracias a un décimo premiado de Lotería
La casa la compró la abuela de Bastiana por 300 pesetas gracias a un décimo de Lotería que le tocó. Eran siete hermanos y, a medida que la ciudad se fue expandiendo con nuevas barriadas y nuevas comodidades a las afueras, la casa se fue vaciando. Ha ocurrido en gran parte del centro histórico de Jerez (y de otras ciudades) y, sobre todo, en intramuros. Las infraviviendas, apenas unos cuartos y unas alcobas, y cocinas y baños compartidos, expulsaban a sus inquilinos y acababan resistiendo quienes, como Bastiana, creen que “estar en un piso es estar amarrado”.
“Con 14 o 15 años, Tomasito se fue con Moraíto, Macanita, Parrilla… a Madrid; y actuaban todos los días en Canasteros. Ganaba dinero e iba comprando partes de la casa. Él tenía el pensamiento de comprar. Mi Tomás de chico era un viejo, estaba en Madrid y trabajaba en una sala de fiestas, y pedía préstamos para comprar porque algún familiar vendía”, recuerda su madre sobre cómo fueron poco a poco ganando terreno dentro de la casa. “Han ido faltando, pero esto era una feria de tíos, primos hermanos… cada uno se fue a su casita y fueron faltando. Con más de cien años, Ángel muestra un retrato sepia en el que no cabe más gente, no hay literalmente espacio para que salga nadie más en la foto.
“Aquí en Nochebuena podían juntarse fácilmente 80 o 100 personas”, asegura. Familiares, allegados y el que quisiera porque las puertas estaban siempre abiertas. “Te dormías escuchando bulerías o lo que fuese, pero tenías que dormirte así. Lo mejor del mundo… O ibas a tu cama y habían acostado a un niño, de una prima o de quién fuese”, rememora Lourdes sobre lo que podía dar de sí la casa. Tantas décadas después, tantos partos en los cuartos, quedan Bastiana, su prima Rosa en otra estancia al fondo del corral, y un chaval que tiene alquilado otro departamento. La casa de los espíritus del flamenco. Y la casa de las grandes fiestas. “Se recogía el Prendi (el Señor de Santiago) y para la fiesta se venían aquí. Y en Nochebuena, era empezar por la mañana o mediodía y acabar al día siguiente". “Mi padre —cuenta Ángel— traía un pavo vivo y era un espectáculo para ver quién lo mataba, pelarlo…”.
Junto al imponente limonero fruto también de un hueso que echó Bastiana, la cocina repleta de lunares. La señora se pone su mandil con lunares rojos. Y su hija Lourdes destapa para ver cómo marchan las papas con carne. “Que hierva, que hierva”, dice Bastiana, quien hizo alucinar con sus papas con choco a Kiko Veneno y Ariel Rot cuando pasaron por Cantarería. Una cosa festera, pero especialmente por fechas navideñas. “Antes aquí al lado sacaban sus pestiños del anafre, un poquito de anís… no había muchas cosas, estábamos a medias, pero se pasaba muy bien, todo muy sano. Mi prima la Morena, la Ramona… con dos buchitos de anís empezaban a dar respingos”.
Se unían con la candela y cantaban coplas de Nochebuena. “Y eso se acabó, y no ha sido por el virus sino porque se fueron, vinieron los pisos, gracias a Dios, y la convivencia se acabó”. Aun así, en la que siempre ha sido en Santiago “la casa de la fiesta”, todavía han seguido reproduciéndose amaneceres flamencos. “Les daban las once de la mañana y no se iban. Cuando me tomé los dichos duró la fiesta siete días. Estábamos cansados, no queríamos más fiestas, pero venían los niños (que ahora tienen 80 años) y seguían”.
—¿Cómo vive la pandemia?
—Lo que ha entrado es una bomba. Ha sido una guerra en frío. Y venga, y venga… Ha atacado mucho a los mayores… Yo tomo café en Vicente y hace lo menos dos semanas que no voy. Allí nos juntamos, pero no sé Vicente cómo estará escapando… Yo doy por lo menos tres vueltas de aquí para el corral porque tampoco estoy gorda para necesitar andar tanto.
—¿Qué pide a 2021?
—Yo primero que ná pido mucha salud. Y unión.
Ángel matiza: “Somos 8 hermanos y nos dividiremos, que se repartan como puedan, es lo que hay, hay que seguir las normas porque como está la cosa no podemos jugar con la vida de la artista (en alusión a Bastiana).
En Cantarería, 10 puede que quede una de las penúltimas Zambombas como se conocían antiguamente en Jerez, de las de patios de vecinos. De las que no se programan, de las que surgían por una inesperada visita o porque surgía en los patios. “En Santiago se sigue manteniendo esto porque siguen viviendo muchos flamencos y gitanos aquí, así que cuando hay una fiesta vienen a la casa que queda, y donde puedes estar a gusto”. “Muchos jóvenes están volviendo, viven por ahí por Jardines de Tempul, tiran para el barrio, sus amigos vienen aquí… Estamos todos criados en casas y a todos nos gusta un patio de vecinos, tenga más o menos comodidades”, comentan Ángel y Lourdes, dos de los ochos hijos de Bastiana. Historia viva de un barrio, de un pueblo, de una casa que resume todo lo que fue y lo que sigue siendo Santiago.
—¿Cuál ha sido siempre ese villancico flamenco que más le ha gustado cantar?
Se hace compás y canturrea…
— De pestiños y alfajores, yo me tengo que jartá…
que mis pares son pastores, y no han vuelto del portal…