Pasa desapercibido ante los ojos de los transeúntes. En uno de los muros de la imponente Iglesia Mayor Prioral, en El Puerto, se divisa un reloj con números romanos. Un elemento más de este Bien de Interés Cutural (BIC) que ansia su rehabilitación. El monumento guarda secretos y escondites que el público desconoce. El único dueño del tiempo del templo se ha llevado unos 25 años sin marcar la hora hasta que un hombre quiso devolverle la vida. Le da el relevo al que fuera el último en darle cuerda, alguien de una hermandad que dejó de hacerlo.
“La primera vez que vi este reloj era pequeño, pasaba por aquí y recuerdo que me llamaba la atención y lo miraba”, dice Antonio Ojeda Monje, portuense de 44 años, desde la esquina de la plaza de España, con la calle Santa Lucía. El reloj se asoma, ya oxidado, mientras se acerca el ocaso.
Este ingeniero industrial se encarga de forma voluntaria de darle cuerda cada ocho días, el tiempo aproximado que tarda en bajar la pesa que hace que funcione. Con una llave que parece sacada del atrezo de una película de fantasía, se dirige con discreción a una pequeña puerta de madera camuflada entre las imágenes religiosas. A unos metros, alguien reza un Ave María a los titulares de la hermandad del Dolor y Sacrificio mientras Antonio atraviesa la entrada. Sobre su cabeza, una estrecha escalera de caracol deteriorada que conduce a la morada del reloj.
“Para mí es un placer subir aquí arriba. Ver el mecanismo y estar en el techo de la Iglesia es muy gratificante, hay una vista excepcional de El Puerto”, expresa el portuense. Con cuidado, se adentra en las entrañas de la torre y llega al habitáculo donde permanece el mecanismo de aquel reloj que tiene en sus pensamientos desde 2016.
Cuando Antonio finalizó su carrera en Sevilla, se decantó por trabajar en proyectos de I+D en departamentos de investigación y desarrollo de empresas privadas o en la universidad. Recuerda que la ingeniería “la sufrí mucho” y que le hubiera gustado estudiar Bellas Artes, pero, finalmente, se implicó en esta rama y llegó a trabajar en Bruselas y en Dinamarca en un proyecto de un aerogenerador.
Cuando regresó a su tierra, en 2016, se apuntó a un curso de modelado de barro y vio que había un concurso de pintura al aire libre. Tiene buena mano para el dibujo así que se inscribió. “Me puse justo en esta esquina para pintar en óleo el reloj, en ese momento me percaté de que estaba parado”, comenta señalando la columna situada junto al bar Ancalagüela.
El tiempo pasó, las agujas continuaban paralizadas y mientras tanto, él había estado trabajando en tres meses en Texas, en Estados Unidos, instalando un prototipo y emprendiendo con la start up Go Ahead Engineering. Desde hace tres años saca adelante, con algunas subvenciones, esta empresa que se dedica a desarrollar un invento para almacenar gas a presión comprimido. No olvidaba el reloj.
En enero de 2022 se animó a entrar en la basílica menor para hablar con un diácono que le derivó al párroco. “Le expliqué que tenía curiosidad por conocer el mecanismo y verlo. No sé de relojes, pero soy ingeniero de la rama mecánica y le planteé que a lo mejor lo podía arreglar”, cuenta Antonio, que no descartaba tener ciertas nociones sobre su funcionamiento. Él estaba entusiasmado con la idea de subir a la cúpula y ver las tripas de ese reloj que tanto le fascinaba.
No estaba en sus planes restaurarlo, pero cuando el párroco le dio permiso y llegó al final de los escalones, se quedó prendado. “Era una maravilla”, dice frente a la estructura fabricada con materiales probablemente procedentes de Inglaterra al presentar una inscripción en inglés.
Desde ese momento, decidió ir todos los viernes al mediodía a echarle un vistazo. “Lo limpié e intenté tantear por qué no marcaba la hora. Me di cuenta de que la mesa estaba volcada y por eso el péndulo no oscilaba”, explica. Lijó las pesas oxidadas y las pintó, además de quitar los rizos al cable de acero de la polea. Con paciencia y dedicación, el portuense fue interpretando el mecanismo y, de forma autodidacta, desentrañó sus secretos. También aprendió a darle cuerda a base de toquetear, probar y deducir hasta que, en junio de 2022, medio año después, empezó a funcionar.
“Enderecé la mesa, le di al péndulo y ya no se paraba. La comunidad de la Iglesia se puso muy contenta y esas navidades hasta me regalaron una caja con vino y chacinas”, dice sonriendo. Desde entonces, es posible levantar la vista y saber la hora mirando este elemento que, según indica una placa de mármol situada justo al lado, fue cedido por una vecina a la parroquia en 1897. El arquitecto Bartolomé Romero y el artífice relojero Jose Estrugo fueron los encargados de colocarlo en el lugar donde permanece hasta la actualidad.
En esa misma placa, alguien apuntó a mano que “al cilindro mayor hay que darle hasta que se enrolle toda la cuerda, y al más chico, hasta que falten cuatro dedos”. Antonio sigue las instrucciones a rajatabla y procede a mover la manivela que permite enrollar el cable conectado a la pesa.
“Es todo mecánica”, exclama antes de subir al campanario. Son las 18.22 horas, pero confiesa que él lo ha marcado a las 18.25 porque tiene cierto retraso por el material del péndulo. En el punto más alto, frente a sus ojos, se dibuja una magnífica panorámica de su ciudad.
Antonio cuenta que, entre sus objetivos, también estaba limpiar y pintar la esfera visible desde la calle. “Hice un informe con las acciones que quería hacer, la esfera es más moderna que el reloj y un historiador me dijo que se podía lijar y pintar. En un principio el Ayuntamiento decía que iba a pagar una carretilla para poder hacerlo yo directamente in situ, con un pintor profesional que se ofreció. Pero antes tenía que tener el visto bueno de Patrimonio. La técnica encargada no lo vio bien, ella proponía algo más complejo, desinstalar la esfera y llevarla a un taller para restaurarla. Pero eso ya no lo podía hacer yo”, detalla.
La idea se quedó en el aire en este templo considerado el monumento más importante de la ciudad que espera su primera restauración del siglo XXI. Desde las alturas, Antonio destaca reliquias olvidadas. “Aquí hay muchas cosas de valor, aparte de las imágenes y los retablos. Las hermandades costean que los pasos y las vírgenes reluzcan, pero lo demás está huérfano. El órgano o el reloj no interesan”, sostiene. Al bajar las escaleras, en mitad del silencio, un sonido irrumpe. Tic Tac, Tic Tac.
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