De la misma masa madre de la panadería más antigua de la que presume Montellano, un pueblo de la provincia de Sevilla, la de Juan García que tiene ya más de un siglo, surgió un último migajón, libre como los versos que no riman, llamado Jorge Gallego, quien en un pueblo que es en sí mismo un balcón que invita a contemplar el paisaje descubrió tan precozmente que su destino iba a ser contemplarlo eternamente o eternizar lo que contemplaba más allá de las estribaciones últimas de esas sierras béticas que no distinguen entre Sevilla, Cádiz o Málaga en el verdor telúrico de sus horizontes, más allá de ese azul de infinitos tonos que tampoco es capaz de discernir entre el cielo que todo lo cubre o el mar que se intuye a lo lejos, en ese aire de nadie que suele situarse entre la imaginación y la contaminación… Pero la mirada de Jorge Gallego es tan profunda, tan de largo alcance, que no solamente ha traspasado la epidermis del paisaje que tiene delante pintando lo que nadie puede ni quiere ver, sino también las fronteras de su propia tierra para conquistar con sus exposiciones y sus premios todo nuestro país, de cuyas raíces pictóricas arranca su virtuosismo con el lápiz, su oficio de retratista intelectual con los pinceles.
No en vano, este pintor de Montellano ya estaba acostumbrado a vender sus obras antes de licenciarse en Bellas Artes por la Universidad de Sevilla, en cuya facultad siguen reclamándolo de vez en cuando para que cuente las experiencias de su vida y las vidas de sus experiencias, pues no todos los estudiantes tienen el privilegio de empezar a vivir de lo que aman desde tan temprano. Gallego se formó luego en la Cátedra Francisco de Goya de Caja Ávila que impartía nada menos que el maestro Antonio López. Y con toda esa observación suprarrealista que va del genio aragonés de la Ilustración a esta estrella manchega que ha vuelto a prestigiar la pintura en la época contemporánea moldeó Jorge Gallego su vida, su trabajo y su afán cotidiano en un espacio creativo bautizado con el título de una de las pinturas negras de Goya: El perro semihundido.
El inmueble situado en Montellano, muy cerca del propio domicilio del pintor, lo adquirió precisamente gracias a uno de los grandes premios que consiguió allá por el año 2009, el Primer Premio del IV Concurso de Pintura y Escultura Figurativas de la Fundación de las Artes y los Artistas de Barcelona. “Con ese dinero pude comprar esto”, cuenta Gallego, mientras sube las escaleras desde la planta dedicada a exposición y clases hasta la superior en la que pasa tantas horas pintando. “Yo ya vendía mis cositas en los años de la carrera”, reconoce mientras sube de nuevo a la última planta, y se calla, por pura humildad, que la mayoría de sus cuadros actuales de gran formato adquieren en el mercado precios que oscilan entre los 10.000 y los 20.000 euros.
Cosas del mercado, que no exactamente suyas, aunque razonables en alguien que, pese a situarse solamente en el ecuador de su carrera, ha ganado ya todos los grandes premios de pintura de España, desde el Premio Nacional de Bellas Artes del Ateneo de Sevilla –en varias ocasiones— al Primer Premio Reina Sofía de la Asociación Española de Pintores y Escultores de Madrid, pasando por el Primer Premio Emilio Ollero de la Diputación de Jaén o el Primer Premio del XXV Certamen Internacional Ciudad de Alcázar de Alcázar de San Juan (Ciudad Real) o el Primer Premio de la LVIII edición del Premio Internacional de Dibujo de la Fundación Ynglada-Guillot de la Real Academia Catalana de Bellas Artes de San Jordi, en Barcelona. La lista de sus galardones es tan larga que conviene resumirla en el mismo etcétera que está por llenarse de contenido en las décadas venideras.
“Al principio me pude mantener gracias a los concursos de pintura rápida, que se me daban bien y en los que se ganaba dinero, aunque no prestigio”, cuenta Gallego mientras recoge algunas de las maquetas que últimamente ha ido construyendo y pintando él mismo y enseña la Medalla de Honor conseguida en el XXIX Premio BMW de Pintura... Luego, desde aquel primer premio de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla que ganó en 2005 en la LIV Exposición de Otoño de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría, no ha cesado de conseguir galardones por toda la geografía nacional, aunque lo conozcan especialmente en plazas como la de Tomelloso, en cuyos certámenes Jorge Gallego se ha convertido ya en un apreciado clásico.
Infatigable pero sereno
Después de haber ganado todos los grandes premios que pueden esculpir el perfil de un pintor prestigioso en nuestro país, Jorge Gallego sigue presentándose a convocatorias y a exposiciones internacionales, porque su discurso es “absolutamente universal” aunque haya germinado en lo local. Hace más de una década participó en la exposición colectiva Inercia, pintores formalistas chinos y españoles que el Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación y el Consulado General de España contribuyeron a organizar en Shanghái (China).
Con el tiempo, su participación en exposiciones colectivas (como aquella del Realismo Español Contemporáneo, itinerante por diversos museos de Japón) ha ido disminuyendo para aumentar sus exposiciones individuales, claro. No todos los pintores pueden contar que han expuesto en la Galería Ansorena de Madrid, pero para él ya es costumbre, desde aquella propuesta titulada Silencios en 2018 hasta La línea interrumpida que llevó hace poco más de un año.
Por supuesto, también ha expuesto en numerosas galerías de las principales capitales de España, como la inolvidable La condición humana en la Sala Parés de Barcelona o aquella titulada Lapsos de tierra y tiempo en la Galería Espacio 0 de Huelva, adonde ha vuelto precisamente estos días para exponer Objeto natural, lo último de su producción que también aterrizará en la Sala Rivadavia de Cádiz el próximo 23 de mayo y en el Espacio de Arte Contemporáneo de Reocín (Santander) a partir del 5 de julio.
Un discurso humanista
La prestigiosa obra de Gallego forma parte desde hace años de las más célebres colecciones de toda España: desde la del Museo Europeo de Arte Moderno de la Fundación de las Artes y los Artistas de Barcelona hasta el Museo Gredos de Pintura, pasando por fundaciones de la talla de Endesa o Cruzcampo de Sevilla, universidades como la de Murcia o incluso Ayuntamientos como los de Sevilla, Málaga o Badajoz, además del Ateneo de Sevilla, la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía o la Diputación de Jaén.
“De todas formas, muchos de mis cuadros forman parte de colecciones privadas”, dice él, y en la forma de girar la mirada hacia el paisaje de Montellano que siempre lo espera se atisba que esas colecciones son de una clientela que sabe lo que compra porque, como le ocurre a él mismo, no se detiene en la primera superficie de su trabajo considerando que se trata solo de un pintor hiperrealista, como tildan tantas veces, injustamente, al propio Antonio López… “Tal vez mi amor por el oficio, mi virtuosismo en la ejecución me juega malas pasadas”, dice Gallego, molesto porque las primeras miradas a su obra lo clasifiquen como un pintor obsesionado con calcar solo la primera capa de la realidad cuando, muy al contrario, su objetivo es dialogar con el espectador obligándolo precisamente a que vea lo que él mismo apreció cuando se decidió por construir esa y no otra estampa, e incluso lo que luego, en el proceso de creación, ha ido añadiendo, colocando, poetizando. Jorge Gallego apenas pinta los paisajes o las escenas mirándolas en la realidad, caballete a mano, sino que toma de aquí un cielo y de allá un edificio en ruinas y, ya en el estudio, le añade una piscina abandonada o un montón de escombros que vio en otra parte y que en su cuadro funciona como metáfora plurisignificativa de tanta mano del ser humano como prostituye la madre naturaleza cada vez más desaparecida.
En sus cuadros aparece constantemente, en primer plano, la mala yerba que los fondos pastoriles quisieron olvidar, el cemento sobrante del primer mundo, su hormigón inoportuno, los paraísos artificiales del bienestar que siempre se financian a costa del lujoso vacío que a la naturaleza no le tenemos en cuenta pero que ella nos reserva, generosa, de generación en generación. A lo largo de su evolución artística, en Gallego ha habido siempre algo del americano Hopper y algo del sevillano Bécquer simultáneamente. Cuando pinta algo, reconoce Gallego, “es porque lo he vivido de alguna forma”.
A Gallego puede vérsele por Montellano, por Madrid o por cualquier pueblo de La Mancha como un Don Quijote con la cámara en ristre, o con la mirada atenta, sin más recursos que la memoria, y ese algo recordado luego “puede ser un acontecimiento, un pensamiento, un sentimiento o una pequeña emoción emanada de un momento fugacísimo” que luego pueden cristalizar en una idea que sea la semilla de una pieza artística. “Al cabo del año puedo pintar treinta piezas”, calcula, aunque nunca las cuenta y desea “el lujo de poder concentrarse en dos o tres”… Como reconocería Gustavo Adolfo, Gallego cuando siente no pinta, pero sí después, y en ese proceso de la inspiración madurada aparecen las texturas de la rama que vio quebrarse, su corteza recordada, la ternura de sus entrañas, la poesía de su sombra proyectada.
Lo mismo puede ocurrir con su propia hija mirando las amenazantes ramas de la noche con el móvil apagado en una mano, o con su abuela reflexiva, alejada su expresión de su natural alegre, en medio de una habitación cuyo remolino del olvido ha amontonado sillas, papeles y electrodomésticos en un rincón cuyo misterio solo atisbó él con la intensidad con que aquel arpa olvidada, cubierta de polvo, llamó un día al poeta de las golondrinas… Asomarnos a cualquier cuadro de Gallego, de casas abandonadas, de otra época, de obras interrumpidas, de carreteras que ya no van a ninguna parte, de aristas mohosas sobre el celeste firmamento, es ya un reflexionar sin prisas, una manera de abandonar este mundo para participar del que el pintor propone, que es también el nuestro, pero capturado en uno de esos instantes en que el gozne del planeta se detiene para que hagamos todas las consideraciones que nuestra libertad individual nos permita frente a los intereses creados de los poderosos, por siempre más invisibles que sus disparates.