El último profesional de la anea en Sevilla, heredero de una saga de canasteros extremeños que aterrizó en Los Palacios hace tres cuartos de siglo, no hubiera dado un euro por la continuidad de su oficio antes de la pandemia, pero, como la necesidad aviva el ingenio, fue a su hija a quien se le ocurrió convertir su oficio en un pequeño lujo exportable a cualquier país del mundo.
Antes de la pandemia, el último sillero de Los Palacios y Villafranca estaba resignado a que, con él, moriría este oficio milenario de andar por las lagunas cortando anea y poniéndola a secar, esta tarea impagada de darles la vuelta a las paveas antes de hacer los haces y almacenarlos, este interminable hábito de trenzar las aneas, de empalmar unas hojas secas con otras y retorcerlas para terminar consiguiendo un asiento prieto que dista bastante de los que hacen en China a más bajo precio y a una velocidad mecanizada contra la que no se puede competir. Juan Luna, el último bastión de una saga de canasteros procedente de Montemolín (Badajoz) que llegó a este pueblo del Bajo Guadalquivir a comienzos de los sesenta del pasado siglo, aprendió el oficio de su padre, tal y como hicieron algunos de sus ocho hermanos, pero con el tiempo solo quedó él, “porque siempre me ha encantado”. Lleva trabajando desde que nació la anea, el esparto, el palmito, la mimbre, la palma, el junco, la cuerda, la pita y la caña... no hace falta que nos lo prometa. No hay más que verlo bregar con estas fibras vegetales como si fueran materias crecidas especialmente para sus manos. Juan Luna interrumpió solamente su disciplinada tarea artesana cuando determinadas épocas marcadas por una crisis o un boom lo empujaron irremisiblemente a ejercer de cangrejero o de albañil.
Pero siempre, tarde o temprano, volvía a su oficio sin horarios, a su vicio solitario de trenzador de obras de arte en una soledad acompasada por la música flamenca o de rock, indistintamente, que suele ponerse de fondo… La labor es ardua, porque “se hace una corta en mayo y otra en agosto”, pero se precisa dejar las varas de anea extendidas al sol en forma de abanico durante al menos dos semanas para que se sequen. “Si llega un gracioso y tira una colilla o si pasa un rebaño de cabras, las has perdido”, reconoce Luna, que aprendió de su padre, “y también de mis hermanos mayores”, la tarea de volver a los caminos para darle la vuelta a la anea, que crece rápido. “Si cortas hoy anea, y vas mañana, ya ha crecido casi una cuarta”.
Pese a la pasión por este trabajo que no ha abandonado jamás, Juan era consciente de que él y su raro oficio estaban en peligro de extinción. La pandemia del covid le hizo cambiar de opinión…
“Bueno, la pandemia no, fui yo”, tercia su hija Valme, hoy profesora de Literatura que, como sus dos hermanos, nunca se dedicó al trabajo de su padre, pero que, consciente de que había sido el principal sustento de la familia, “no soporté verlo tan abatido aquella noche de marzo de 2020 en la que el presidente del Gobierno anunció el primer confinamiento”. A Juan Luna era lo que le hacía falta ya para profetizar el fin de una profesión maltratada por los nuevos tiempos, por la inconsciencia de la sociedad y la endémica falta de apoyo de las administraciones. “Esto es el final. Se acabó”, dijo aquella noche en que toda España perdió la capacidad de adivinar cuándo saldríamos de casa. Y entonces se le encendió una lucecita a su hija Valme, definitivamente consciente de que cualquier negocio tendría que sobrevivir gracias a la red, y no precisamente la de sus vecinos cangrejeros, sino la que, desde entonces, y gracias a la web que empezó a idear aquella misma noche, le permite hoy a Valme Luna, Artesanía del sur exportar las creaciones de Juan al confín del mundo. No es ninguna exageración. La semana pasada facturaron persianas para Róterdam. La anterior, para una isla del Caribe. Y raro es el mes en que no envían una lámpara, una alfombra o una persiana a cualquier latitud de España o a cualquier país europeo. Lo que era un empecinado oficio del padre a punto de extinguirse con él se ha convertido, desde la web de Valme, en la fórmula mágica de unos caprichos demandados desde donde no sabían que a las fibras naturales podía dárseles tanta utilidad nada reñida con la estética. Los canastos de las abuelas se han transmutado hoy en cestas de lo más monas para la playa; las quincanas y espuertas de los trabajadores son hoy objetos de decoración en las viviendas más exigentes; las hueveras y los bolsos de pastores, originales artículos para regalo; y las leñeras imprescindibles contra el frío de los antiguos, pijadas que hoy se pagan con tarjeta para las chimeneas de las segundas residencias.
El hijo del comunista
El hijo de Florián Luna recuerda con una memoria que lo hace estremecerse las tardes aquellas en que, de niño, acompañaba a su padre al cine de verano del pueblo para traerse las sillas y corregirles en casa las imperfecciones de los asientos de anea. Sillas o mecedoras como las que hoy se pagan bien para la Feria de Abril o para las peñas flamencas. Como las que él hace para las casas de la aldea de El Rocío. Como las que le ha encargado un conocido torero esta misma semana para su cortijo… También recuerda “ir con mi madre con un triciclo por las calles, y en una casa parábamos para dejar una silla arreglada, y en otra nos llamaban para encargarnos otras”. Cuando llegó la modernidad en forma de cuero o escay, “la anea cogió mala fama porque decían que tenía chinches, y aquello era una verdadera tontería, porque el chinche estaba en todas partes en una época en la que había tan poca higiene”, explica hoy Juan, a sus 63 años…
… Ya en la casa de El Cerro, el barrio más humilde en aquellos años, el sillero Florián, su padre, era también el responsable de la prensa comunista que, por supuesto, se repartía tan clandestinamente que, en su propio hogar contaba con una ventana tapiada con dos pilares donde caían los ejemplares de Mundo Obrero. Juan Luna también recuerda, aunque no se extienda, que eran años aquellos en que más valía no ser responsable de nada, y menos de nada que oliese a comunismo… A una calle del barrio le pusieron hace una década el nombre de Florián Luna, en agradecimiento por haber sido uno de los defensores de las libertades y la democracia, y para que los palos no fueran en balde a la postre…
“En aquellos años había tres o cuatro familias dedicadas a trabajar la anea, pero había por lo menos cincuenta dedicadas a recogerla”, señala Juan, ahora que por aquí solamente queda él con esa costumbre o esa sapiencia de cortar anea por dondequiera que haya humedad. En el Cerro de las Cigüeñas, en el Pantano, en la laguna de La Mejorada Baja… “Si es un terreno que tiene dueño, hay que pedirle permiso, y si la zona es de Confederación Hidrográfica del Guadalquivir o del Ayuntamiento, pues igual”, advierte Juan, que ha cortado anea desde siempre entre las vaquerizas ya extinguidas, en los humedales cercanos a donde ahora tiene su nave de trabajo, en el Caño de la Vera que rodea el pueblo, etc.
El hombre y la tierra
No solamente corta para él, sino para otros artesanos que vienen de otros lugares de España a comprársela. “No todo el mundo se mete ahí en el agua como él, qué va”, advierte su hija, sorprendida todavía del equilibrio entre el hombre y la naturaleza al que hace honor su padre. “Yo lo he visto desde chica meterse en esas lagunas, sin protección siquiera, como Pedro por su casa, y si se encuentra una serpiente, la aparta, y si se encuentra algún anfibio o mosquitos, los espanta también”. Hace poco lo han reclamado de un humedal de Dos Hermanas para que cortara la anea. “Pueden llamar a una máquina y que entre sin miramientos, pero entonces se lo cargan todo, especialmente la avifauna de la zona, y mi padre, en cambio, sabe dónde y cómo ir cortando”, explica Valme, que ha sabido implementar el valor ecológico que siempre tuvo interiorizado su padre para el negocio de la web, en la que no solo se venden bolsos, alfombras y sombrillas de todo tipo de fibras vegetales, sino que incluso se forma al cliente sobre el origen de las mismas y se indaga en las palabras terruñeras de este argot que tanto peligro corren de perderse también.
“A mí siempre me ha gustado innovar”, advierte Juan, al recordar su participación en ferias artesanales de la comarca. “Sí, pero cuando se dio cuenta de que para apostar por una web, entre diseño, fotografía, dominio, etc. se le iban a ir más de mil euros, ya no quiso innovar tanto”, bromea su hija Valme, que en lo peor de aquellas vacas flacas de la pandemia puso el dinero de su propio bolsillo para un salto de calidad que ahora agradecen por igual padre e hija. “Luego es verdad que me dio la mitad de la inversión”, reconoce Valme entre bromas y carantoñas con su padre, que siempre prefiere el trabajo manual a posar para estas fotos, aunque los nuevos tiempos lo han acostumbrado.