Después de que al padre de Manuela le diera un infarto y tuviera que dejar de trabajar, la economía familiar se resintió. La principal vía de ingresos se difuminó, porque su madre cobraba una “ayuda muy pequeña”. Entonces, ella decidió buscar empleo para contribuir en casa. Y lo encontró en una clínica de Jerez sin saber el calvario que sufriría pocos meses después.
Manuela, que ronda la treintena, en realidad no se llama así, pero prefiere ocultar su nombre verdadero por temor a represalias. Aunque le gustaría gritar a los cuatros vientos, dar nombres y apellidos de los culpables de que ahora se encuentre de baja, medicada y con ataques de ansiedad después de sufrir abuso sexual en el trabajo. “Sufro mareos, fatiga, tomo muchas pastillas, tengo mucho dolor en la boca del estómago, pitidos en los oídos, ataques de ansiedad…”, enumera.
“Quiero contarlo para que llegue a personas importantes y para que, quien esté en la misma situación, sepa que de esto también se sale, que te puede ayudar mucha gente”, expresa cuando atiende a lavozdelsur.es, donde hace unos días publicó una carta en la que expresaba sus sentimientos. “Había mucho ruido en mi cabeza, largas noches en vilo, me esforcé tanto en nadar en ese mar, que en tan solo tres meses perdí diez kilos, nudos de garganta, hice el mar más grande de lo que era de tantas lágrimas que derramé…”, escribe.
Manuela escribió esta carta de madrugada, una noche que no podía dormir, la noche que supo que cuando se levantara de la cama toda esta pesadilla habría terminado. Después de denunciar a su acosador, su abogada llegó a un acuerdo con la otra parte para que ella evitara tener que verse en un juicio con el hombre que, durante meses, le estuvo realizando tocamientos mientras trabajaba.
Ella, con el acuerdo, recibió una indemnización y la satisfacción de no tener que verlo en juicio, poniendo punto y aparte a este capítulo de su vida. Él logró evitar la cárcel. La jueza pidió dos años de cárcel por los abusos sufridos por Manuela y otros dos por los de una paciente de la clínica que también fue víctima. El acosador evitó ser condenado por abuso sexual, a cambio lo fue en base al artículo 173 del Código Penal, que forma parte del capítulo de las torturas y otros delitos contra la integridad moral, como el acoso laboral.
Para colmo, dos días después de denunciar en el Juzgado el abuso que había sufrido en su puesto de trabajo, Manuela fue despedida sin previo aviso, siendo indefinida, por lo que aún tiene pendiente el juicio por despido improcedente. Eso sí, tiene claro que no quiere volver a esa clínica. De momento, no se siente capacitada para hacerlo en ningún otro sitio, ya que a todos lados va a acompañada de su madre, su padre o su hermana, para sentirse segura.
A su acosador, Manuela solo lo veía una vez a la semana. Pronto empezaron los acercamientos y tocamientos. “Estaba yo trabajando, delante de un paciente y de otra doctora, y venía por detrás, me daba besos en el cuello echándome el aliento, susurrando…”, recuerda. Ella vio que lo hacía con el resto de mujeres que trabajaban en la clínica, por lo que al principio no dijo nada. Simplemente se zafaba como podía, ya que siempre lo hacía cuando ella tenía las manos ocupadas.
“Me frotaba la pierna, me hacía caricias, que si un masajito en los hombros…”, rememora Manuela, que vivió demasiados episodios de este tipo. Una Navidad, estando de comida de empresa, su acosador le llegó a decir al oído: “He hablado con tu pareja y me ha dado permiso para que te penetre”. Ella se quedó en shock y se lo contó a unas compañeras, a las que no le extrañó, en vista del historial del acosador, bastante reincidente. “Ten cuidado con este doctor que tiene la manita muy larga”, fue la respuesta de una de ellas. Que sepa Manuela, al menos una paciente y otras dos empleadas han sufrido tocamientos similares.
El día que tuvo claro que tenía que parar al acosador, que no podía aguantar más sus constantes tocamientos e insinuaciones, estaba en una sala trabajando cuando él llegó por detrás y le puso las manos en la barriga. Ella se resistió intentando apartarlo con sus manos, pero subió y le tocó los pechos, apretándolos. Se fue, pero poco después volvió y la agarró de nuevo por la espalda, levantándole la blusa y tocándole la barriga. “¿Esto me está pasando otra vez de verdad?”, pensó ella. Se resistió, él se volvió a ir, y regresó en calzoncillos, diciendo: “Mira, así voy a recibir a todos los pacientes”.
La escena le produjo tal ataque de ansiedad a Manuela que no pudo volver a trabajar. “Menos mal que lo paré o no sé dónde hubiera llegado”, expresa. Su caso era conocido entre sus compañeros, que le pedían que no contara nada para no “manchar” el prestigio de la clínica. “Esto es el pan de mis hijos”, “¿con mi edad dónde voy a encontrar trabajo?”, son frases que martilleaban en la cabeza de Manuela, presionada para que no denunciara.
"Me hartaba de llorar pensando en eso, en los niños de mis compañeros, en que no iban a poder pagar la hipoteca…”, relata. Con el sufrimiento generado por los abusos sufridos y todo eso en mente, llegaba a su casa y se sentía “sucia”. “Tenía ganas de meterme en la ducha y frotarme fuerte. En mi cabeza estaba hasta que había engañado a mi pareja por no darle una hostia a este hombre”, asegura.
Después de ver a su acosador en calzoncillos, el día que se atrevió a palparle los pechos y a tocarle la piel, no pudo trabajar más allí. “Estaba con fatiga, mareos, llorando, perdí el conocimiento… todo por el estrés”, relata. Y fue a su centro de salud. Entonces, se lo contó todo a su médico de cabecera, que trasladó esa información al Juzgado. Junto con la asistenta social, la convencieron para que denunciara.
Durante los seis meses que pasaron desde que interpuso la denuncia hasta que se llegó al acuerdo judicial, Manuela perdió más de diez kilos y pasó muchas noches en vela. Su vida social quedó reducida a paseos esporádicos con su pareja. O con sus padres y su hermana, pero pasa la mayor parte del tiempo en su habitación. A su edad, siente que este lamentable episodio le está quitando años de vida.
A pesar de todo, da gracias a las personas que se ha ido encontrando en el proceso y que la han ayudado. Desde su abogada, a su médico de cabecera, pasando por la asistenta social, las psicólogas y psiquiatras del SAVA (Servicio de Asistencia a Víctimas en Andalucía), la Guardia Civil, la Unidad de Atención a la Familia y Mujer (UFAM) de la Policía Nacional e incluso la jueza que dictó sentencia, que sintió mucha "empatía" por ella.
Poco después de llegar al acuerdo judicial, Manuela respira algo más tranquila. Al menos ha cerrado ese capítulo, aunque las consecuencias aún se dejan notar en ella. En virtud de ese acuerdo, recibió una indemnización de 2.000 euros, y su acosador tiene impuesta una orden de alejamiento de 200 metros, la imposibilidad de ponerse en contacto con ella durante 32 meses, y la condición de que no vuelva a delinquir durante el tiempo que dura la pena. En ese caso, ingresaría en la cárcel. “No ha entrado por un día”, recalca Manuela. “La verdad es que me gustaría que el castigo hubiera sido más duro”, confiesa. “No digo ya que entrara en la cárcel, porque yo no quiero el mal para nadie, pero que se viera encerrado en el calabozo más de un día y reflexionara”.
Así remataba su carta: “Ojalá algún día se paguen muy caros este tipo de daños, y no precisamente con dinero, a muchas personas esto le sobra, y lo pagan sin más, el dinero no cura, ni compra todo, y menos sana los daños internos, el dinero, ese que va y viene... Lo que se va y no vuelve es el tiempo, el tiempo que pasé luchando en ese mar, las heridas internas son las que más tardan en curar…”. Ella se esfuerza para curarlas cuanto antes.
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