Estar 40 años frente a un llamador de un paso da para mucho. Ese es el tiempo que cumple Martín Gomez Moreno en este 2023 como capataz y mira a una Semana Santa en la que volverá a ser el que más pasos saca a la calle, todos los días menos el Jueves Santo; el Sábado Santo lo hará por partida doble ya que está al mando del de La Mortaja y el del Cristo de las Almas por lo que la recuperación de este día tendrá doble ración para él.
Pese a sus 58 años de edad y haberse iniciado con 18 en los llamadores, cogiendo el paso de La Cena, su icono, llega a un ensayo, al que asistimos, con la misma ilusión y ganas como si fuera el primero; incluso algo nervioso por tener todo bajo control y a la gente preparada para el trabajo. Es muy perfeccionista y muy exigente; ¿es la clave de su éxito? Tal vez.
“No estoy cansado, pero sí hay cosas que me cansan; a lo mejor aguanta uno menos cosas. Te planteas otras prioridades pero no de trabajar en el mundo del costalero, le debo mucho a las cofradías, le debo lo que he disfrutado y le debo que mi hijo siga a mi lado”, analiza el capataz sobre el largo recorrido que tiene a sus espaldas. Ser un veterano, reconoce, “te vuelve muy cauteloso y muy precavido, más aún a la hora de tomar ciertas decisiones”. Para él un factor fundamental que le sigue motivando es que “gracias a Dios tengo a mi hijo al lado, tengo un equipo que me quita el sentido; me siento muy orgulloso de la gente que tengo al lado mía”.
“¡Vamos a cambiarnos!”, es la voz que suena en la noche en la calle Sevilla. Es la orden de un auxiliar que sirve para activar a los costaleros, que se fajen, se calcen y preparen la molía. Empieza el ritual de la igualá; medir uno a uno, a cada hombre y en cada trabajadera. La noche es templada, agradable para ensayar; hay ganas, muchas, de meterse bajo la parihuela y empezar a sentirse costalero y capataz.
“Soy costalero por amor. Martín forma parte de mi vida, aunque haya trabajado pocas cofradías con él, pero en mi mundo costalero hay una cordillera que se llama Martín Gómez”, comenta el Bota, un veterano costalero y de los más conocidos entre la ‘gente de abajo’, ya preparado para ocupar su sitio con su chaqueta de chandal roja.
Son alrededor e 50 los que se reúnen en los soportales de la calle Sevilla junto a la casa de la Hermandad de la Defensión. Cada uno de ellos tiene su historia, sus motivos para fajarse meterse en la entrañas de un paso. Martín Gómez, hijo, solo “aspira a hacer al menos la mitad del recorrido de mi padre, con eso me conformo”.
Hombre en ese tiempo te pasan muchísimas cosas y es verdad que cada año hay vivencias nuevas. Ha habido, una evolución en el mundo de la costalería de la que he participado; las cofradías han buscado perfeccionar la estética y a nosotros nos tocó entrar por esa puerta y también evolucionar.
La gente empezó a descubrir el mundo del costalero, le gustaba, le apasionaba, tenía vocación por ser costalero y creo que pertenezco a una época donde hemos ido todos de la mano y evolucionando. Han habido momentos preciosos y también otros menos bonitos, pero de estos no te acuerdas. Si no hubiera merecido la pena, posiblemente no habría llegado a los 40 años.
No, ahora mismo no me planteo nada. Lo que sí me planteo es aguantar menos. Me explico, yo llevo los pasos porque disfruto de un oficio que me gusta, porque me apasiona, porque tiene sentido. Si no lo disfruto, lo dejo. Eso está claro. Si en alguna parte no estoy a gusto me voy o cobramos como en un trabajo. Ahora lo único que recibo y me llena son las satisfacciones personales y la de un grupo humano que está satisfecho. De lo contrario, no le encuentro sentido. Nadie deja de hacer algo que le gusta y le va bien.
Nunca porque me da vergüenza. Mira, por todos estos años de trabajo soy una persona conocida, una persona a la que mucha gente admira. Cuando se acerca un niño con la ilusión estar junto a mí, me da vergüenza porque no creo que sea tan grande. Creo en la humildad en el trabajo y en no creerte nada. Empiezo este año como si no hubieran pasado 40 años. Tengo las mismas ilusiones, las mismas ganas, las mismas fuerza. La fuerza del corazón, la fuerza del alma, la fuerza de las ganas de hacer las cosas, eso es lo que no falta.
Ha habido una entrada importante de costaleros jóvenes y hay que ver si de verdad esta juventud le apasiona esto. Sobre lo que sucedió el pasado año me gusta hablar más de coincidencias que de déficits o crisis. No obstante, es importante analizar que antiguamente los que cargaban con los pasos tenían una preparación física natural por los trabajos que ejercían. Muchos eran gente del puerto, los trepadores, los porteadores del palenque. Tenían una preparación física muy importante. Hoy los pasos son más exigentes que antes a la hora de caminar, a la hora de trabajar. Nosotros somos más exigentes y para esas exigencias hace falta gente que también esté preparada. Si no, ocurren cosas que no nos gustan.
Yo tengo los mismos números pero se nota que estamos en un cambio generacional y el origen tal vez sea los dos años sin Semana Santa por la pandemia. El pasado año volvieron lo que no querían que la situación que se vivió los retirara de las trabajaderas pero muchos otros no volvieron tras ese tiempo. Decidieron colgar la molía.
El capataz, aunque sea mirando de reojo y soltando algún comentario susurrado a su gene de confianza, observa a los nuevos que van llegando y se presentan pidiendo sitio. Su conclusión, la que más valora, es que vienen con “muchísimas ganas por descubrir el mundo del costalero”. Ante esta inquietud su trabajo consiste en afianzar lo que ahora es pura curiosidad para que “sigan enamorados y que sepan la verdad sobre qué es todo esto”.
Es el caso de Antonio que viene desde Villamartín a igualar en la cuadrilla: “Soy costalero porque entré en el Seminario Menor cuando estaba en la Compañía de María y me enganchó la Hermandad de la Defensión. Llegando el 1 de enero se habla de Martín en mi casa; un tío que lleva 40 años sacando pasos tiene que saber algo del tema (risas)”.
En el hecho de ser costalero coinciden varios factores, como dice Custodio, de profesión policía, uno que saca pasos aquí y en Sevilla y donde sea. En él se unen la “devoción y la afición”, algo que le viene desde la infancia. También los hay que en este capataz ven a alguien más allá del señor que toca el llamador, “me ha inculcado valores humanos”.
“Recuerdo que con otros compañeros que ya eran un poquito más mayores, que empezaron a contarme lo que se sentía al ser costalero. Y la verdad es que me picó el gusanillo y cuando tuve la edad legal para poder hacerlo, convencí a mis padres y me dejaron probar y desde entonces ya sabes”, confiesa Mauricio que para él Martín “es como un padre, es el que nos enseñó; el que se preocupó por educarnos en la manera de cargar; la técnica, la devoción, el respeto por las imágenes y por los compañeros y la capacidad de sacrificio”.
En comitiva, todo el grupo se encamina hacia la iglesia. En un lateral está la parihuela de ensayos. Todos entran en sus sitios; es la cuadrilla baja la que entra primero, los demás aguardan su turno. Los auxiliares ocupan sus lugares y muy atentos a las órdenes del capataz que en esto del mando es muy tozudo.
“¡Ya está todo el mundo en silencio!”. Y en ese silencio solo roto por la voz de Martín y las indicaciones de los auxiliares, la parihuela abandona el espacio que ocupa en el recinto del templo para pisar el asfalto e iniciar así un ensayo arropado por la quietud de la noche y la relajación del tráfico. La ciudad empieza a dormirse mientras un grupo de personas bajo un paso y fuera de él, prepara el Martes Santo: "Estamos en la normalidad”.