Peinando bonitas canas, vestidas con blusitas estampadas —algún que otro luto— y con el ritmo que marcan sus taka takas, las abuelas gaditanas dibujan el paisanaje de una ciudad con un 23,5% de población mayor de 65 años, que mantiene una vitalidad y un brío incuestionables. Resulta común verlas acompañadas de sus hijas, yendo a la compra con algún familiar que le sirva de mula, las hay que todavía llevan las bolsas y arrastran sus carritos con no poco esfuerzo, otras toman el cafelito cuando llega la tarde en compañía de sus nietos, y las más comadres, se juntan en la plaza a charlar “de las cositas que pasan”. Asomadas a sus balcones, ventanales y casapuertas se erigen, por méritos propios, con bata, espumadera y josifa en mano, como uno de los patrimonios más preciados de nuestra sociedad.
A las abuelas nadie les aplaudió durante el confinamiento. Tampoco ahora que la incidencia del virus va en aumento, aunque toda una vida dedicada a los cuidados, nunca será suficientemente reconocida. Cádiz cuenta con 116.027 habitantes, según los últimos datos recogidos por el Instituto Nacional de Estadística (INE) relativos a 2019, y de ese total 61.109 son mujeres. A pesar de ser la capital con menor tasa de incidencia del coronavirus, manteniéndose por debajo de los 100 contagios por cada 100.000 habitantes, la vida de estas mujeres se ha visto limitada por los riesgos a contraer el virus, las restricciones de movilidad durante el confinamiento y la cancelación de algunas actividades dirigidas a las personas mayores, como “la ginnasia”, tan importante para mantenerse ágiles.
En medio de esta pandemia, las familias y personas dedicadas a los cuidados han sido cruciales para el bienestar de los mayores de la casa. Hablamos de abuelas, pero no olvidamos a los abuelos. Sin embargo, la tarea de cuidados ha recaído históricamente sobre las mujeres, esas madres —ahora abuelas—, que tiraron de familias numerosas con poco o muy poco, y que hoy día merecen con creces el cariño y la atención que ellas brindaron desinteresadamente. Razón de peso por la que hijas, nueras, hijos, yernos, nietos e incluso bisnietos hacen malabares para mantener atendidos, en la medida de sus posibilidades, a quienes siempre les cuidaron sin condición.
A las abuelas nadie les aplaudió durante el confinamiento. Tampoco ahora que la incidencia del virus va en aumento, aunque toda una vida dedicada a los cuidados, nunca será suficientemente reconocida
Anita tiene 88 años y vive junto a su marido, José, de 91, en frente del mercado de abastos, más conocido como ‘La Plaza’. Recuerda que lo pasaron fatal “aquí metiditos esperando a que pudiera venir alguien a vernos” durante el confinamiento, pero reconoce no haber sentido “miedo ninguno”. Desde el sillón donde disfruta cada tarde su programa favorito Pasapalabra, afirma que se “descompone” cada vez que escucha los nuevos datos del coronavirus por la tele o lee algo en el periódico. “Pienso en todas las personas que lo están pasando mal y la ruina que está llegando a muchas casas. Esas cosas me dan mucha pena. En mi familia estamos bien, pero cuando veo que la gente está perdiendo los trabajos me duele mucho”, comenta.
Durante el estado de alarma hacía “las cosas normales de la casa”. Mientras su marido José se daba paseos con su carrito por el pasillo, ella se ponía en el móvil un curso de gimnasia durante al menos 20 minutos, “para después llevarme todo el día sentada”. Echó mucho de menos sus paseítos diarios, su “ginnasia” dos veces a la semana, a la que no van a poder asistir este nuevo curso porque no se ha programado desde el ayuntamiento, y los cafelitos que echaba todas las tardes con sus hijos y sus nietos. “Menos mal que tenemos este balconcito y venían a vernos cuando se pudo salir”, comenta esta abuela, que recuerda todavía “los besos volaos que tiraba” y lo mucho que esto le ayudó “a no sentirnos solos”, ya que tardaron más en salir. También corrieron la suerte de que uno de sus yernos les pudo llevar el pan, el periódico y algunos tapers de comida durante el confinamiento estricto “porque podía salir a pasear por prescripción médica”, pero Anita confiesa haberse apañado “lo mejor que han podido”.
“Menos mal que tenemos este balconcito y venían a vernos cuando se pudo salir”
Desde entonces no ha vuelto al médico para nada. “Mi hija mayor se ha encargado de llamar e ir al médico y de comprarme las pastillas. También ha venido el practicante a la casa para hacerme la prueba del sintrom y a ponerle la inyección de la B12 a José”, explica esta octogenaria que no ha tenido problemas de comunicación durante la cuarentena, ya que se maneja estupendamente con el móvil. “Hacía video llamadas con unos y otros. Fíjate que ha sido más dificultoso hablar por el balcón, porque aunque los veía físicamente y me alegraba mucho, algunos de mis nietos se iban con un dolor de cuello horrible de mirar para arriba y con las mascarillas era más complicado entender lo que decían”, afirma.
La primera vez que pisó la calle “no sabía ni andar”, pero sintió “una alegría muy tremenda”. “Veía el cielo más azul”, asegura Anita, que empezó a dar paseos cuando el Gobierno fijó unas horas al día por la mañana y por la tarde para que pasearan los mayores. “Este año ha pasado sin pena ni gloria, no se han celebrado ni cumpleaños, ni santos, ni nada… He echado mucho de menos ir a comprar los regalos de cumpleaños de mis niños”, lamenta con ese sentimiento tan comunitario de las abuelas. Ahora son sus hijos y sus nietos -10 en total, mas una bisnieta-, los que la ayudan con los recados, aunque hay veces que Anita se siente con fuerzas y se aventura a ir con ellos “de excursión” al supermercado o a la plaza por las mañanas.
“Yo pensaba que la cosa iba a ir de mal en peor, y que podían haber pasado muchas cosas que no han pasado"
“Yo pensaba que la cosa iba a ir de mal en peor, y que podían haber pasado muchas cosas que no han pasado. Nosotros, que somos mucho de playa, pensábamos que la temporada de verano peligraba, pero al final las cosas se arreglaron un poquito y no lo hemos pasado tan mal”, señala. Para que esto fuera posible, tuvo que tumbarse primeramente el estado de alarma, y luego hacer un planning digno de multinacional con el que sus tres hijas y su hijo se repartieron el verano en quincenas, para llevar a los abuelos de lunes a viernes a la playa de La Caleta. “Hemos echado unos meses de verano maravillosos”, comenta Anita, quien todavía guarda ese característico bronceado de los caleteros y las caleteras de pro. “Nos poníamos en la caseta para personas con movilidad reducida y allí teníamos sombrita. Todo gracias a la compañía de mis hijas, de mi hijo y mi nuera, y de mis nietos y mi bisnieta”, explica a la par que afirma que “la playa nos ha recuperado”.
Ahora se van todas las mañanas de paseo hasta la Plaza de Candelaria con alguno de sus familiares y vuelta a casa. Anita quiere dejar manifiesto que “todavía me sigo haciendo mis potajitos y mis guisitos, a pesar de estar muy floja y no tener ganas de hacer nada a veces”. Esta pareja, que contrajo matrimonio hace 67 años, también tiene la ayuda, una vez en semana, de Pili, la vecina de arriba, que le limpia la casa, y la de su marido, que le baja la basura por la noche y le tiende la ropa en la azotea. Una de las penas más grandes que tiene Anita es la incertidumbre de las Navidades “porque eso de reunir a la familia para mí es esencial: pa’ tó quiero una meriendita y un convite”, espeta. Al menos ha tenido la posibilidad de ver a su bisnieta hacer la comunión en una celebración íntima. Pero… “¡¿Y el Carnaval?”, exclama recostada en su sillón, “aquí suele haber un ambiente grandísimo y este año nada de nada. Sobre todo me da pena por las criaturas que se buscan la vida en estas fiestas: las maquilladoras, los artesanos, los de los carritos de chucherías, las barras, las que hacen los tipos para las agrupaciones…Esto va a ser una ruina”, lamenta.
Anita vivió el tiempo de la escasez de comida, “de cuando la cola de los cachuchos”. Recuerda que “era una época muy mala, y a veces no había nada que comprar ni llevarse a la boca”. Había mucha necesidad y la guerra le pilló muy chica. “¿Quién me iba a decir esto, por Dió? Esto no se lo esperaba nadie. Es una cosa mundial y la perspectiva que dan no es de que acabe pronto”, señala. También lamenta la falta de claridad y el aluvión informativo. “Cada vez se escuchan más casos, me parece que me voy a ir pa’llá y esto no ha terminado”, dice entre risas. “Antes decían que tenía que haber una guerra para que las personas desaparecieran, pero ahora no hace falta guerra, están desapareciendo diariamente”, apunta esta cuidadora nata, que lo que “de verdad siente” es “lo que están pasando por ahí fuera muchas criaturas”. Entre tanto, ella lo tiene claro, “no me importa seguir unos años así tal y como estoy”.
“Me acuerdo de cuando los guardias me saludaban por el balcón a las ocho de la tarde”
Carmeluchi nació en 1935 en la misma casa donde aún reside. A sus 85 años reconoce estar “muy bien”, pero el confinamiento la dejó, cuenta, “un poquito trastorná”. Nos atiende horas después de haberse puesto la vacuna de la gripe en el centro de salud ‘El Olivillo’. “Hacía 20 años que no me la ponía, pero este año la doctora me ha dicho que ya tengo una edad y que tengo que tener cuidado”, explica. Es abuela de 13 nietos y tiene una bisnieta. Madre de seis hijos —“dos varones y cuatro hembras”—, se separó cuando no podía estar peor visto y tiró pa’ lante como solo saben hacerlo las mujeres andaluzas de clase trabajadora.
Días antes de que se decretara el estado de alarma, Carmeluchi tuvo un principio de neumonía que los médicos le pillaron a tiempo. Aquí empezó la máxima coordinación entre sus hijos. Algunas iban por la tarde y otros se quedaban por la noche. “Todo por que no estuviera ni un momento sola”, cuenta su hija Mari Carmen. El 15 de marzo se fue a vivir a casa de esta hija y hasta el día 1 de mayo, cuando se reincorporó al trabajo, convivió con ella y su hijo. “Me acuerdo de cuando los guardias me saludaban por el balcón a las ocho de la tarde”, comenta mientras se atusa el pelo con peinado de peluquería. “A mi no me asustaba el coronavirú, yo quería salir a la calle”, añade. La mayor parte del tiempo durante el confinamiento lo pasó en el sofá viendo la tele, leyendo revistas de prensa rosa y coloreando mandalas.
A partir del 1 de mayo se fue a vivir con su otra hija. En aquel momento se abrió la veda para pasear y lo recuerda con mucha satisfacción: “Salíamos por la tarde por el paseo marítimo y nos pegábamos una pechá de andar grande a la hora que podíamos estar las personas mayores”. Carmeluchi celebró su cumpleaños vía zoom con toda su familia y sopló las velas en dos buñuelos ante la cámara. “Yo no entiendo mucho el móvil, pero estuvimos cantando el cumpleaños feliz lamar de bien”, agrega. En casa de su hija empezó a hacer ejercicios para ejercitar la mente. “La Isi me ponía un cuaderno y yo escribía el día, el mes y el año en el que estábamos y también hacía cuentas de sumar y restar”.
“Hay que estar detrás de ella para que haga las cosas y se tome las pastillas”
En aquellos meses, se preguntaba mucho por qué no podía salir a la calle. Ella quería ir al Palillero a sentarse con sus amigas y darse paseos en coche con sus hijos. También echa mucho de menos hacer ejercicio. Curiosamente es consuegra y compañera de Anita y José en esta actividad tan reparadora que es “la ginnasia” para mayores. No obstante, ha podido recuperar en cierto modo su rutina, siempre cubierta por la disposición de sus hijos. Los sábados son sagrados para ella porque se va a comer con su hermana Antoñi, de 75 años, a la freiduría Las Flores.
“Allí ya me conocen y hay veces que hasta me cuelan. Porque hay siempre de gente (uhhhhh) Nada más entrar ya me está diciendo el mushasho que cuántas pescadillas del boquete quiero. Y así echamos el mediodía del sábado. Luego nos vamos a mi casa a charlar sin televisor y nos comemos un arroz con leche cada una”, relata Carmeluchi, que tiene una de las agenda más apretadas del mundo entero. Hay días que come en casa de su hija mayor, los jueves se va a merendar con hijas y nietas, el domingo está reservado con otra hija, los viernes se va con su hijo a dar paseos con el coche… Y así pasan los días de la semana, “cuanto más en la calle mejor”, sugiere. Aunque con la llegada del frío sabe que no podrá salir tanto y sus hijas tendrán entonces que coordinarse de nuevo para que no le falte un perejil.
“Hay que estar detrás de ella para que haga las cosas y se tome las pastillas”, señala una de sus hijas. La comida no es tema menor en el universo de Carmeluchi, ya que tiene buen saque, pero desde hace un tiempo no le apetece cocinar. “He hecho mucho de comer durante toda mi vida y ya no tengo ganas”, comenta con la sonrisa de a la que el apetito no le falta. De hecho, se despide desde su salón con un horror vacui de fotos familiares de lo más sofisticado, porque tiene que prepararse que ha quedado con su hijo. “Ahora que no se puede ir a los sitios, lo que más me gusta es darme paseos en el coche de aquí pa allá”, asegura. Un hábito no tan ecológico como distraído, pero que por una madre o abuela, se hace sin ninguna queja. Tampoco faltarán las fiambreras con un buen guiso.