El fotógrafo de Los Palacios y Villafranca Francisco Estévez Laínez, impaciente por cumplir los 90 años este verano, vuelve medio siglo después a los arrozales en los que se ganó la vida retratando al campesinado cuando le cerraron esa posibilidad en la parroquia de su pueblo.
A Francisco lo conocen en su pueblo como Roque, el mote familiar con que ya lo llamaban cuando era carpintero, mucho antes de casarse y de tirarse a la marisma de retratista como quien se tira al monte… "Él era un ebanista muy bueno", corrobora su esposa, María (88 años), señalando un mueble de la casa construido con sus propias manos, mientras él saca, orgulloso, fotos y negativos del siglo pasado.
Pero lo cierto es que casi nadie en Los Palacios y Villafranca recuerda a Roque de carpintero, sino de fotógrafo, pues han sido miles los vecinos que han posado frente a su cámara para esa peculiar BBC de aquí que son las bodas, los bautizos y las comuniones. Es lo que tiene estar a punto de cumplir 90 años: que de su juventud solo se acuerdan unos pocos. Y él mismo, "pues tengo la cabeza como un reloj, aunque me fallen las piernas". Mientras enseña las fotos históricas de su propia vida, aparece una del equipo de fútbol El Viruta. “Éramos varios carpinteros y por eso nuestro equipo se llamaba así”, explica él, pasando su índice sarmentoso por las caras de cada compañero. "De los once, el único que queda vivo soy yo".
Corrían los últimos años 40 del siglo XX, "la época del hambre", aunque Roque fue siempre un buscavidas y, desde antes de dejar la carpintería por la cámara, "él ya se iba por esos caminos y volvía a las tantas", recuerda María, que era su novia entonces.
"Me gustaba experimentar con el zoom, con el diafragma, y aprendí solo, a base de tirarme al suelo y de mirar los paisajes", relata él mismo, sin cansarse de mostrar instantáneas de aquella vida dura y pobre que también encontraba resquicios para la alegría: las carretas de papelillos para las romerías de San Isidro, las tiradas por mulos en los primeros Rocíos, las muchachas en la flor de la vida en la humilde barriada de El Cerro, un fortachón que levantaba pesas como veía que se hacía en aquellos cines en blanco y negro en la época en la que este pueblo del Bajo Guadalquivir, que hoy roza los 39.000 habitantes, tenía tres veces menos población y apenas dos televisores en casas muy señaladas…
Cuando Roque y María se casaron, él ya sabía que en la iglesia iba a encontrar poca bendición, pues el cura de entonces no permitió que "unos amigos fotógrafos de Sevilla me hicieran los retratos". Por supuesto, tampoco él encontró autorización luego para las bodas de los demás. La parroquia ya contaba con ese servicio…
De modo que Roque, que formó poco a poco una familia numerosa de tres niñas –las tres han heredado la pasión por la fotografía, aunque ya no se dediquen a ello profesionalmente-, buscó en la marisma la solución a su problema laboral. Ahora, mucho más de medio siglo después, se diría que fue un pionero, pero él se sintió más bien como un forzado aventurero en aquella época en que empezaron a explotarse sistemáticamente las marismas del Bajo Guadalquivir con la plantación del arroz. "Estos caminos eran ríos", comenta él mientras vuelve sobre ellos varias décadas después. "En verano eran sofocantes y en invierno tenías que pararte cada dos por tres para quitarles el barro a las ruedas de la bicicleta", evoca ahora, con seis nietos y dos bisnietos y la vida ordenada.
Roque pedaleaba con todos sus cachivaches encima porque "entonces estaba hecho yo un toro". Se recorría en bici la primera marisma que va desde Los Palacios y Villafranca hasta el Brazo del Este del Guadalquivir, y de ahí a Las Segundas, ya en término municipal de Las Cabezas de San Juan, e incluso hacía incursiones por las Terceras, casi en el límite de La Señuela, por la ribera de un río que entonces era más bravo y silvestre.
Por todas partes, en las tablas del arroz, se encontraba con jornaleros que lo reclamaban para un retrato. Grandes y pequeños congelaban la sonrisa o fruncían el ceño, con el agua hasta la cintura, mientras Roque preparaba la cámara para eternizarlos en aquellas tareas de siembra o de siega que 'robaba' infancias al mismo ritmo que atraía no solamente a valencianos, sino a andaluces de otras latitudes interesados en resetear sus vidas con una parcela en estas tierras prometedoras de la Baja Andalucía. Eran los años de creación de los poblados del Instituto Nacional de Colonización, luego Instituto de Reforma y Desarrollo Agrario (Iryda)…
Familias enteras paraban un momento en sus tareas para agruparse frente al fogonazo de Roque, que algunos días después regresaba con las fotos reveladas y la duda de cuántas podría vender. "Jamás presioné a nadie para que me pagara”, recuerda ahora, mientras otea el horizonte vacío de los arrozales. “Que me pagasen cuando pudieran, y por eso la gente me quería y me quiere tanto...", reconoce.
Roque puede estar horas hablando, recordando anécdotas, contando chistes y describiendo a personajes que desaparecieron hace mucho. Porque tiene una memoria y un sentido del humor a prueba de reportajes. Todavía se acuerda, al pasar por el poblado de Chapatales, de aquella familia que lo llamó para que la retratara. "Yo llegué a la casa y vi que cuatro o cinco chiquillos se pusieron junto a la madre, y le dije al padre que se acercara también, pero enseguida apareció otro chiquillo más y luego otro y otro… y yo ya tuve que intervenir para decirles que la foto era solo para la familia". "Es que yo también soy hijo, decía uno, y el siguiente lo mismo, hasta que me harté, porque no me parecía normal aquello, y la sorpresa me la llevé yo cuando el padre me dijo que sí, que tenían dieciséis hijos".
Memoria en negativos
Luego de aquellos difíciles años del medio siglo, llegó de párroco a Santa María la Blanca Antonio Sánchez Ramírez, “y ahí ya empecé yo poco a poco a poder trabajar”. Además, abrió un estudio en su casa y llegó la democracia a España.
El Ayuntamiento y otras instituciones aprovecharon algunas de sus clásicas instantáneas de un pueblo que ya empezaba a parecer pretérito para darles a los espacios públicos un barnizado de memoria consciente.
Y por todas partes empezaron a aparecer las fotos monocromas de Roque: el perfil de un pueblo llano, coronado por su torre y rodeado de aguas en la época en que aún no habían construido el muro de contención, la calle del Paraíso que también retratara, poéticamente, Joaquín Romero Murube en su Pueblo lejano (1954), las pencas de los andurriales que todavía no sabían que iban a desaparecer, los muros encalados de aquellas casas construidas con paredes de tierra y el sudor de cada propietario, la humilde Semana Santa que ya nadie recuerda, las palmeras junto a la Cruz de los Caídos, la travesía de la N-IV, aún de grava, que pasaba por un boyante Desembarco, el bar de moda donde se moceaba la juventud de la época franquista, el travieso gato que recorre los hastiales, el Pozo del Plaíllo, el Rincón de los Lirios como una de las últimas pintorescas estampas en un pueblo llamado a crecer rápidamente con el virus de la mala memoria.
A Roque no le falla, de momento, porque tiene cajas y cajones bajo llave con sobres repletos de fotos en papel y de negativos que ha de revelar aún… "Os tenéis que venir una tarde", nos dice mientras curiosea los negativos en el trasluz de la ventana, "porque aquí hay mucha historia que nadie recuerda ya".
El Ayuntamiento de su pueblo le organizó una exposición retrospectiva de su trabajo fotográfico en el año 2006, y ahora Roque se ha dado cuenta de que tiene mucho más que contar, que mostrar. Y no lo dice con el temor de la edad, sino con la alegre seguridad de "que con noventa años que voy a cumplir en agosto, me gusta el cachondeo como siempre y recordar con la gente todo lo que yo tengo ahí metido", dice mientras señala otro de los cajones de su casa, auténticos baúles de los recuerdos.
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