El número 94 de la calle Relator alberga un horror vacui exquisito. Gonzalo Molina es su creador. Este tabernero, también poeta, que un día fue actor, lleva toda una vida en la arteria que conecta la Plaza del Pumarejo con la Alameda de Hércules, calle Feria a través. Todo empezó en 1944, en el número 59 de la misma vía, cuando su padre Gonzalo Molina abrió la taberna ‘Los Arcos’. “Se podría decir que llevamos en la misma calle 80 años”, cuenta su hijo, que nació hace 68 arriba de la actual taberna.
El nuevo local en realidad no es tan nuevo, ya que Gonzalo lo montó previsor hace 30 años tras un problema con los dueños del antiguo establecimiento, que llegó a estar cerrado durante un par de años. “El cierre coincidió con un trabajo que me salió en la restauración del Ayuntamiento en el 91: por la mañana iba a la obra y abría la taberna nueva por las tardes”, recuerda apoyado en su barra. Aquella vez, la justicia le dio la razón y pudo volver al local que fue lugar de encuentro durante décadas para la bohemia sevillana, los flamencos viejos y más jóvenes, y los forofos del rockero Silvio.
Su especialidad en codornices, alitas de pollo y pajaritos –hasta que fueron prohibidos– fue la seña de identidad de la taberna, hasta el punto de trascender al nombre originario de Los Arcos, pasándose a conocer entre la parroquia como 'el bar de las alitas' o 'el de las codornices'. "El pollo frito también era un pelotaso", añade. "Y afortunadamente, las tapillas superaron al nombre original ", continúa Gonzalo, que en realidad se llama Manuel, pero por aquello de ser "el niño de Gonzalo", mucha gente en el barrio le conocía así. "Yo lo acepté con agrado y casi mejor, porque si no podrían confundirme con el de Lole", dice entre risas. Una vez cerrada la antigua taberna, en junio de 2019, y abierta de nuevo la montada hace 30 años, pasó a llamarse Taberna Gonzalo Molina en homenaje a su padre. Un lustroso letrero de cerámica expone su nombre con orgullo y sevillanía de barrio.
Gonzalo entró a trabajar con su padre en el año 73, después de terminar el servicio militar. "Hubo un tiempo en el que trabajamos mano a mano. Luego, cuando mi padre no pudo, trabajé solo y a veces con mi madre. Cuando ella falleció, se incorporó una hermana. Y finalmente he ido tirando con la ayuda de mis hijos". Todo queda en casa de los Molina. Antes de irse al servicio militar, Gonzalo, que estudió Arte Dramático, compaginó el teatro con la taberna. "Teníamos una sala en el pabellón de Uruguay, como hoy día puede ser 'La Imperdible', donde dábamos dos funciones los jueves y los domingos. La mayor parte de las actuaciones eran en Sevilla, a excepción de algunas pequeñas giras o la participación en el festival de teatro de Sitges", rememora este polifacético tabernero de sus años con la Compañía Tabanque, que fue señera en los años 70.
De recitales a puntales
En aquel apuntalado lugar, esquina con calle Parras, donde se escucharon los más jondos quejíos, donde fotógrafos y pintoras expusieron sus obras, y donde se recitó poesía entre caña y vino de naranja, quedó un poso, una esencia, que Gonzalo llevó consigo al número 94 de Relator, su otro hogar. “Aquello ha sido mi vida y esta continúa siéndolo, porque si no tuviera la taberna abierta, seguramente no vería a muchos de los amigos que siguen pasando por aquí", comenta. El oficio en el que le inició su padre no se limitaba al de mero tabernero. "Quizás por eso me quedé la taberna, precisamente porque no heredaba una cosa cualquiera, sino que heredaba algo importante que me ha aportado mucho y donde paraba una gente extraordinaria", espeta.
A principios de junio de 2019, la justicia no estuvo de parte de Gonzalo y tuvo que dejar el local que abriera su padre en 1944. "Lo pasé fatal, estuvieron siete años detrás de mi para que dejara el edificio, ya que era el único que quedaba –relata pesaroso– luché para permanecer el mayor tiempo posible, pero según los dueños yo no tenía derecho a estar allí porque mi padre había fallecido y el contrato estaba a su nombre". Una vez fuera del local, no tardó ni un mes en reabrir el que montara tres décadas atrás por si ocurría el fatal desenlace. "Me huele a mi que van a hacer apartamentos", dice Gonzalo, quien reconoce que desde el año 90 estuvieron intentando echarle de su antigua taberna.
El bar de las alitas también se convirtió en un sitio de peregrinaje para los feligreses de Silvio Fernández Melgarejo. "En la taberna estuvo alguna vez, aunque yo creo que en pocas tabernas no habrá estado", dice Gonzalo riendo. "Lo conocí y lo recuerdo de una manera bastante inteligente, pero en realidad no tuve mucha relación con él, sobre todo era admiración como artista. Solía tener su música puesta en el bar", explica bajo el conocido cartel del rockero, realizado por Rafael Iglesias, quien se lo regaló hace años. "La gente empezó a asociar la taberna con Silvio a raíz de una exposición que montamos en su homenaje: llenamos el bar con fotos desde su nacimiento hasta su muerte", comenta. La exposición estaba programada para un mes y finalmente fueron dos años, hasta que el dueño de la exposición, "un coleccionista total de Silvio", le dijo a Gonzalo que tenía que llevársela a otro espacio. "Venía mucha gente a verla porque había fotos que nunca nadie había visto. Una de niño pidiéndole cera a un nazaro, otra montada en un columpio...", rememora el tabernero.
Las paredes cuentan sus relatos de vida
En el interior de la "nueva" taberna de Gonzalo poco espacio queda en blanco. La mayoría de los cuadros y fotografías del antiguo local se los trajo aquí, los libros sin embargo los dejó en su vecina carbonera. Más allá de la barra de granito se adivinan fotos de grabaciones del grupo Tabaca, banda previa a Triana, con Jesús de la Rosa, Eduardo Rodríguez Rodway y Emilio Souto, que fue quien se las regaló a Gonzalo. Otra foto de 'El Cabrero' dedicada al tabernero. También hay de Triana y de artistas flamencos. Y una fotografía de un directo de Silvio dedicada por el músico Raúl Rodríguez, hijo de Martirio. "A Raúl le di una serie de fotografías que me regalaron y él me dio esta dedicada con una frase que le dijo Silvio durante una grabación que le estaba costando mucho. Me contó que le dijo algo así como: «Vente Raulito, que ahora vamos a cantar nosotros un poquito, pero sin trabajar, eh?».Y entonces se puso a cantar del carajo, pero cuando entraba en la sala de grabación, nada de nada... Era su esencia", relata Gonzalo.
Entre marcos y cuadros destaca una instantánea en blanco y negro de 'El Pali' de perfil siendo entrevistado por un chico atento y encorbatado. "¡Ese soy yo!", exclama Gonzalo. "Cuando estaba prestando el servicio militar, uno de los jefes me dijo si era capaz de escribir un artículo para la revista de información militar 'La Diana', entonces me dieron pase de paisano y hacía las entrevistas y los artículos que me daba la gana, sobre todo relacionados con la cultura". Hay un Gambrinus vigilante dentro de un espejo que también guarda una historia. “El espejo era de la bisabuela de mi compadre y estaba sin Gambrinus. Un día le pregunté a un pintor amigo mío que si podía restaurarme un cartel muy antiguo que tenía en la taberna, pero me dijo que no, que estaba muy deteriorado. Y entonces me comentó: «Lleváme el espejo ese a la casa» –vivía cerca de la taberna, en la calle Pozo–, y se lo llevé una mañana. Al día siguiente ya lo tenía hecho. Cuando yo vi esto pensé: Oh, qué maravilla io", recuerda satisfecho. Su autor es el artista Pepe Romero, que según cuenta Gonzalo, aunque se lo pintó hace más de tres décadas, se lo firmó recientemente, "no hará más de seis años". Preguntado por el contenido del plato que aparece junto a Gambrinus, contesta que era una tapa que vendía mucho en la antigua taberna, pimientos fritos, "pero fíjate cómo me haría los pimientos Pepe, para que parecieran codornices", añade jocoso. Sin duda, un trampantojo de lo artístico-gastronómico.
Machado aguarda retratado la llegada de clientes, también Carlos Cano, junto a Elvis o Saramago. Aunque hay algún recuerdo taurino, Gonzalo asegura que "personalmente" no le gusta el toreo. "Mi padre fue novillero, pero a mi es una cosa que no me va", dice desde su trinchera. Hay una foto de Manolete con traje de luces y otra de paisano que le regaló el propio torero a su padre en un bautizo en el que coincidieron. Y al fondo, a la vera de los paquetes de patatas, un busto de Curro Romero. Gonzalo cuenta anécdotas a través de las historias guarecidas en las paredes de su pequeña taberna. “Ahí tengo una reproducción del monumento a Camarón y un recorte sobre su autor, que también lo conozco, cuando lo esculpió con 21 años. Más arriba está la foto de Alberti cuando llegó a Sevilla después del exilio. Y aquí Antonio Dechent cuando interpretó a Queipo de Llano. Mira, esas son las escrituras de la apertura de la otra taberna en el 44. Y esa foto del Cristo de la Sed me la regalaron unos chavales hace una semana, porque les conté que yo estuve ligado a la hermandad de alguna manera hace años, cuando creía y esas cosas...”, desvela.
Entre plumas y tiradores
Este poeta metido a tabernero –o quizás al revés– se muestra humilde cuando habla de su obra, aunque guarde bonitos recuerdos en su taberna. "Mira, aquí tengo la foto de un concurso poético en el que participé y gané el primer premio con una poesía que se llamaba 'El pecador'. Y en este otro recorte estoy en la presentación de 'Alas Rotas', un libro que me gustaría olvidar, en la Feria del Libro de Lebrija junto a un conocido médico escritor y una escritora inglesa afincada en Sevilla, que se hizo muy famosa en los 70".
Gonzalo tiene publicados además dos cuadernillos y un libro, dice, "más completito". En sus títulos vemos, quizás, al tabernero metido a poeta: ‘Poemas desde una taberna’ o ‘Gracias por su visita’. El otro se titula 'Esos ojos que pasan'. "Mis amigos los pusieron en Issuu para que la gente pudiese leerlos, ya que se agotaron en formato físico", comenta. No descarta un próximo libro.“Estamos haciendo algo, pero todavía no hay proyecto en publicación, aunque tengo un amigo editor que está detrás de ello”, insiste. Y añade con la boca chica: “Tengo que seleccionar los poemas y pedírselos a los amigos, porque muchas veces escribo, se los doy y después tengo que recordárselo para que no se me pierdan. Me los graban… Pero de todos no me acuerdo. A ver si los junto, los selecciono y se hace algo”, concluye este poeta generoso.
Sobre la evolución de su taberna, entre la antigua y la nueva, cuenta que en general siempre ha habido mucha mezcla de edades, pero que últimamente los jóvenes flamencos empezaron a ir con mayor asiduidad. "En la antigua hacíamos los lunes flamencos, pero venía tanta gente, que acabamos haciendo los miércoles y los viernes también". Las dimensiones de su nueva taberna no permiten tertulias y conciertos como los de antes, no obstante, reconoce que el otro día "estuvieron unos pocos aquí y formaron una que no veas, pero ya tiene que surgir de manera improvisada".
La especialidad en codornices y alitas la adaptaron al nuevo medio con encargos para llevar. "Si alguien venía y me encargaba 24, las compraba y las freía ahí detrás en mi casa. Si me pedían codornices, también, pero con esto de la pandemia hemos parado, lo que no quiere decir que no se vayan a volver a hacer". Preguntado por la clave del sabor de sus frituras, Gonzalo responde que no hay truco: “sal y punto”. Además, para los paladares ávidos de vinagrera, hay una selección de encurtidos, alguno de ellos elaborados por Manuel, uno de los hijos de Gonzalo, "que lleva queso en aceite, salchichón y caña de lomo". Los clásicas banderillas picantes, aceitunas con pepinillos, chacinas variadas, conservas o tortilla con salsa al whisky. "Y por supuesto, la manzanilla de Sanlúcar. el vino de naranja y elde fresa, de los que tengo todavía pendiente colgar los carteles", añade este afable y tímido tabernero.
De la jubilación no quiere saber nada. "Pretendo estar aquí todo el tiempo posible", acierta sincero. "Aunque en realidad estoy jubilado, pero me he acogido por ley a una cosa por la que puedo seguir trabajando si tengo a alguien contratado, de lo contrario, me quitarían la paga, que además es una miseria, unos 700 y pico", asevera. "Más adelante, depende de cómo se den las circunstancias, daré de baja a este amigo y ya que se quede mi hijo dado de alta como autónomo", explica. Pero Gonzalo no está muy satisfecho con el funcionamiento del sistema. "Me parece una burrada que después de 40 y tantos años cotizando, te queden 700 y pico de euros de pensión. ¿Tú te crees que es eso normal? Yo entiendo que es necesario hacerlo, tener un seguro y tal, pero si me dieran todo el dinero que yo he dao, no querría ni pensión ni nada. Con eso yo tendría para lo que me queda de vida", advierte. "Cuando mi padre tuvo la desgracia de morir más joven de lo debido, a mi madre le dieron a elegir entre una de las dos pensiones, y se quedó con la de 500 o 1000 pesetas más, después de toda una vida cotizando", ultima.
Pero la vida sigue dentro de la taberna Gonzalo Molina con el paso de las generaciones. "Aquí viene un amigo mío, que ya tiene cerca de 50 años, al que su padre lo llevaba a la taberna antigua porque solo quería comer las alitas y codornices que le preparaba, y a veces, hasta se las tenía que llevar en un cartucho a su casa porque si no el niño no comía ", recuerda Gonzalo, que en la actualidad atiende a clientes a los que sus padres sentaban en la barra cuando eran pequeños. La mirada se le ilumina, sobre todo cuando se refiere a sus hijos Gonzalo y Manuel, y a su hija Raquel, que heredaron el gusto por la música, especialmente por el flamenco –cantado o tocado–, y el respeto por el oficio de su padre.
Avanti con la guaracha, Gonzalo Molina.