21 segundos apenas dan para nada. Parecen un suspiro, pero todo depende de la situación por la que estemos pasando mientras dura ese exiguo avanzar de la aguja larga. Cuando nos disponemos a dar el pésame a alguien a quien apenas conocemos o con quien no nos une un vínculo estrecho —y a veces aunque así fuera—, ese tiempo se convierte en infinito. Lo mismo ocurre cuando nos pillamos el dedo con la puerta del coche o cuando subimos al encerado y no conocemos la respuesta a la pregunta que nos hace la maestra. Sin embargo, cuando la persona que nos gusta acerca sus labios a los nuestros, cuando la miramos a los ojos y sentimos que podría estallar el mundo a nuestra espalda sin que nos percatásemos, unos pocos segundos pasan como una estrella fugaz. Todo depende del contexto y no del reloj.
21 segundos es lo que a veces dura un amor. Me refiero a uno de esos que nunca muere porque nunca se materializa, a uno de esos que nunca se agota porque nunca llega a ser: cuando cruzamos la mirada con alguien en el autobús, en la acera o en el metro y sentimos que el dueño de esos ojos podría serlo todo. Menos de medio minuto se sostiene esa conexión pero quizás nos alimente los sueños de toda la semana, quizás valga una vida. Unos segundos dura un abrazo, un orgasmo, una carcajada. Unos segundos dura el morir, el grito, un golpe.
21 segundos ha durado un silencio ilustre. El del primer ministro canadiense, Justin Trudeau, antes de dar su opinión sobre la amenaza de Trump de utilizar al Ejército contra las protestas por la muerte de George Floyd a manos de un policía. El silencio de Trudeau ha sido más que simbólico y, de alguna manera, nos representa. Representa a todos los que, como él, nos hemos quedado sin palabras ante la sinrazón del neofascismo racista e indecente del líder norteamericano. El mandamás estadounidense completa así, con dudoso honor, una cadena de cada vez más incomprensibles despropósitos.
De los creadores del “yo me tomo un medicamento peligroso sin receta contra el «virus chino» porque ¿qué hay que perder”, de la hipótesis sobre las propiedades del desinfectante de manos intravenoso, y de los “100.000 muertos no serían para tanto”, ha vuelto por sus fueros más indignos el despiadado villano de cabellos anaranjados. La guerra abierta de la que se duele hoy Estados Unidos recuerda demasiado al pasado de segregación e inseguridad, y alguien como Trump es tan indicado para pilotar el trance como lo es un invidente para aterrizar un avión. Y es que nuestros líderes políticos son, lo queramos o no, un reflejo de la sociedad que tenemos, que alimentamos, que sufrimos. No ascienden al poder por mediación divina —por mucho que Donald lo crea—, sino porque representan el sentir de parte de sus naciones. Y eso es realmente lo trágico.
Unos segundos ha durado la videoconferencia del eurodiputado irlandés Luke Flanagan, que apareció ante sus compañeros de la comisión de agricultura de la UE en calzoncillos como “gesto ecológico”. Unos 21 segundos hemos tenido la mandíbula desencajada al conocer que Nacho Vidal está acusado de homicidio por un veneno de sapo. A veces, 21 segundos son suficientes para amar, para odiar, para llegar al éxtasis o para sufrir el desconcierto. A veces, 21 segundos de silencio son suficientes para hacer reflexionar al mundo, para despreciar del todo a quienes no merecen ningún tipo de poder, a quienes hacen brotar el asco en toda la gama de colores.