Anda, arréglalo tú, ya que eres tan feminista y sabes tanto. Esto se puede decir con la sonrisa socarrona del prepotente campechano o con la mal disimulada ira del incompetente. Así que te dan el coche con las ruedas desgastadas, sin líquido de frenos y cuesta abajo, se miran, y sueltan; que conduzca ella.
La doctora Michelle Ryan es profesora de psicología social y de las organizaciones en la Universidad Nacional de Australia. En 2004, junto a Alex Haslam, acuñó el término de acantilado de cristal (glass cliff) aludiendo a que las mujeres tienen más probabilidades que los hombres de alcanzar un puesto de dirección durante períodos de crisis o recesión, es decir, cuando el riesgo de fracasar es mayor.
Veinte años más tarde, lo que en su momento fueron las cifras de un estudio académico nos sirven para reconocer hechos que hubieran pasado tan desapercibidos como en su momento la violencia de género o la brecha laboral, por la simple razón de que no vemos aquello que no miramos.
Si nos vamos al mundo de la política, las grandes empresas o a los altos ámbitos de gestión lo veremos más de cerca, pero como la inmensa mayoría de nosotras no llegamos allá porque no hemos roto los techos de cristal y a duras penas nos estamos quitando la pringue del suelo pegajoso, no nos queda otra que mirar los acantilados de cristal como una injusticia a la que aún no hemos llegado, pero que nos espera ahí arriba agazapada como el gato de Cheshire. Aún así, no estaría de más traducir estas situaciones a lo doméstico de nuestras vidas.
Tiene cierto interés hacer un repaso de las posibles razones que llevan a las mujeres a aceptar determinados retos que, en realidad, no ponen a prueba su capacidad, sino que la despeñan.
Nos han repetido tantas veces esa estupidez de que las feministas queremos ser como los hombres, que al final ese relato se cuela por la derecha y ¡zas! Y es que como los lugares de poder siguen siendo espacios masculinos, al incorporarnos a ellos tal cuales son, si no cuestionamos sus tiempos insensatos, su mobiliario de actitudes sociópatas y sus maniobras trepadoras, poco a poco nos van convirtiendo en ellos.
Una tipología singular es la figura de Margaret Thatcher, que no se despeñó ella, sino que tiró por el acantilado de la privatización toda la empresa estatal que pudo -y pudo mucho- pero también los sistemas públicos de educación y protección social.
Ahí te han dado, nos dirá el simple de turno, a ver qué dicen de eso las feministas. Pues yo digo que a mí no me impresiona nada, que ya sé que en cada movimiento histórico de cambio siempre ha habido traidores y en cada huelga esquiroles.
Pero volviendo al nudo, qué mecanismo mental o emocional es el que lleva a una mujer formada y capaz a asumir tareas que ya sabe que están condenadas al desastre propio y ajeno. Quizá la costumbre de asumir dificultades añadidas, pagar el precio del acceso por partida doble, o sortear las trampas en esta competencia desigual.
Y, sin embargo, hay algo que aún no encaja, algo que falta. Debe ser la costumbre de esta tarea milenaria que nos encaja a las mujeres en la función de recolectar los restos del naufragio, gestionar la miseria de las crisis, administrar la vida durante y después de los desastres de la guerra o, simplemente a recoger los platos rotos y tratar de arreglarlos porque en el fondo siempre late ese compromiso ancestral con los cuidados y la reparación de los estragos.