Albert Rivera, hasta hoy presidente de Ciudadanos y máximo dirigente de la formación naranja, es ya historia de la política española. Su partido político, unipersonal desde que él decidiera tomar la mayoría de decisiones importantes, ha sufrido una de las mayores hecatombes de la historia democrática española. De 57 diputados en las anteriores elecciones han pasado a unos pírricos diez diputados, desbrozándose la cúpula del partido y dejando su futuro tan gris como está hoy futuro político del país.
Ahora, un partido descabezado, deprimido y desorientado tendrá que pasar un duro proceso de catarsis para aspirar a volver a ser relevante en la política de partidos. En pleno auge de la ultraderecha y con los plomos fundidos tras el apagón electoral, el Podemos de derechas lo va a tener muy difícil.
Quizás hubiera sido diferente si Albert Rivera no se hubiera empachado con sus ansias de poder. Si no hubiera confiado en que, apadrinado por Aznar y con el visto bueno del IBEX, su techo era el cielo. Quizás si hubiera permanecido fiel a su ideario primigenio, pareciéndose más a Macron y menos a Le Pen, si hubiera trabajado sus estructuras internas en lugar de querer crecer como una multinacional, si hubiera respetado al enemigo sin robarle personal sibilinamente, quizás sí se hubiera parecido más al sensato Rivera que irrumpió en la política y no al excéntrico y excesivo de los últimos dos años, si no hubiera inventado eso del feminismo liberal, si no hubiera hecho de la lucha político un lodazal, se hubiera fijado un suelo de electores y ahora no estaría apartado de la vida pública.
Se lo dijo Garicano, se lo dijo Javier Nart, se lo dijo Carolina Punset, se lo dijo Mariano Cejas, se lo dijo Toni Roldán: la línea roja no es el PSOE, es la ultraderecha, pero nunca quiso hacer caso. Ciudadanos podía ser un partido liberal y no freak-nacionalista. Surgió como oposición al independentismo, pero cogió vuelo cuando aparentó ser un Partido Popular efectista, moderado y sin rastro de corrupción. Había quienes incluso lo situaban en el centro izquierda. Poco duró el espejismo.
El poder de los sondeos, los cálculos del marketing político, el trampolín del conflicto catalán y la fabulación de un Borgen que nunca terminaba de llegar, le impidieron ver la realidad. Sus atajos le conducían al precipicio. Poco ayudó la prensa que le aupó, inflando sus expectativas, dorándole la píldora, alejándolo de una calle que casi nunca ha pisado. Con cada foto en la Plaza de Colón, cada pacto con Vox, cada nueva propuesta conservadora, los desertores migraban hacia las versiones originales e iban dejando atrás un partido escuálido, sin apenas implantación territorial. Con cada nueva dimisión, a Rivera se le empezaba a ver cara de juguete roto.
En sus ínfulas de poder, Rivera continuó hacia adelante con su pléyade de incondicionales aferrado a una bandera que le impedía ver el horizonte, con Girauta en el puesto de copiloto contándose los pelos del pecho, emparentado cada vez más con la ultraderecha y muy lejos de las libertades que decía defender. El culmen llegó cuando, a tres días de las elecciones, Ciudadanos votaba en la asamblea de Madrid a favor de una Propuesta No de Ley para ilegalizar a los partidos independentistas.
Cuando intentó reaccionar, Vox le miraba ya por el retrovisor.
Rivera quiso ser Adolfo Suárez y solo se pareció a él en el final de CDS, convertido ya en una versión desventada de Abascal.
Se va reivindicando tiempo para sí mismo, conciliación y paz. Era imposible que los tuviera en estos tiempos esquizofrénicos, convertido en el CEO de un partido que vino a la política con el mismo objetivo que una startup: O pelotazo o desastre.
Hoy, recoge los añicos de su viejo sueño liberal.