Les concebimos, les expulsamos del vientre de su madre y les echamos al mundo, donde todo era luz, confusión y a veces llanto, pañales y risas, balbuceos y lloros inexplicables, nanas a medianoche y madrugadas en blanco, tiritonas y biberones templados. Y algo de apiretal. Toneladas de apiretal. Para el dolor, para la congoja, para la destemplanza, para el desasosiego. Para la tripa y la tos, para los dientes, los mocos y la fiebre. Para el terror a dormir sólo, para el pánico al cole, para la ansiedad por la primera chica o por aquel novio. Toneladas de apiretal. Porque nuestro apiretal era aquella medicina sobrenatural y un cuento nocturno repetido mil veces. Y un abrazo interminable. Y tres canciones antes del sueño. Era apiretal y el recuerdo del cariño para sosegar nuestras ausencias de todo el día, durante todos los días. Era apiretal y nuestra presencia constante en las cenas, en los dibujitos animados, en las duchas, en los sueños. Era apiretal y abrazos de fresa, sabrosos, brillantes y tranquilizadores. Y miles de millones de mimos.
Y allí que estaba la magia, al subirles el embozo hasta la nariz y remeterles la almohada, allí que estaba al consolarles cuando no les invitaban a algún cumple, al dejarles la luz encendida y la puerta abierta. Y allí que estaba, al pedirles que no lucharan y que usaran la palabra, al enseñarles el valor de la generosidad y la fuerza del “nuestro” frente al solitario “mío”. Y poco a poco, fueron descubriendo que el sortilegio en verdad residía en nuestras voces, en nuestros brazos, en nuestros cantos, en nuestra paciencia y en nuestra firmeza y no en ese dulce apiretal de fresa liquida. Y lo descubrieron justo cuando su desconcertante mundo dejó de tambalearse. Y comenzaron a cobrar certezas. Y seguridades. O aprendieron a ocultarlas con más eficacia. Y crecieron. Y crecieron. Y siguieron creciendo. Y dejaron de necesitar nuestros besos, nuestros abrazos, nuestras canciones, nuestros cuentos. Y volaron. Y se fueron o les echamos. Y marcharon, y no volvieron.
Pero ahí que en la alacena de la cocina y en aquel hueco recóndito del corazón seguimos guardando a buen recaudo toneladas de apiretal. Nuestra esencia sigue siendo de fresa y escondiendo abrazos, pero ahora también atesora ojos que saben ver, oídos que calman las congojas mientras escuchan, manos firmes que oprimen otras manos que a veces tiemblan y sonrisas sabias que restañan heridas. Porque cuando dudan en el trabajo, cuando rompen con su pareja, cuando sufren al saberse tan lejos y sentirse tan solos, cuando aún no han volado pero echan de menos aquel embozo, aquella almohada remetida, aquel interminable cuento, aquella canción mil veces repetida, ahí que acudimos nosotros, con nuestro apiretal, nuestros brazos, nuestra voz, nuestro amor y nuestro callado y oculto miedo por nuestros hijos, nuestras hijas. Y pronto, en un suspiro, serán ellos quienes nos consuelen con la magia de su apiretal.
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