A las ocho de la tarde, —todas las tardes— desde el confinamiento, venimos aplaudiendo en los balcones, desde las puertas de la calle, desde las azoteas. Son nuestros campanarios. A los pocos días, una hora después, sonaban cacerolas. Eran pocas y sonaban débil, como lejanas; otras flojitas y algo más cerca. A los pocos días silenciaron.
Son aplausos de vecindad. Algo nuevo, masivo, espontáneo. Unidos como pueblo por una misma causa: Apoyar y alentar a nuestros profesionales de la sanidad en su esfuerzo cotidiano ante la pandemia. Sólo eso, ¡casi ná! Y aplaudimos, vaya si aplaudimos.
Aplausos con sabor a pueblo. Porque esa es nuestra fuerza, ser pueblo, sentirnos como pueblo ante un reto común. Ahora, nuestro aplauso es su energía. Y suenan palmas por sevillanas de feria, por bulerías de Jerez. Palmas de zambomba. De orejas y rabo. Nuestra pólvora atronadora.
Al viento. Palmas al viento. Contra el silencio; enfrentados al dolor. Palmas que abrazan, que te abrazan. Como las que empujaron a la selección española de fútbol —a la roja, sí a la roja— a ser campeona del mundo. Palmas con las manos engendradas por nuestros antepasados que fueron capaces de levantar este país desbaratado. Palmas de un pueblo en pie. Siempre en pie. Con alegría ante el dolor. Con lágrimas y alegría. Ayer callaron cacerolas, hoy vuelven al asalto pidiéndonos silencio. Ni caso. ¡Vamos que nos vamos!
“Parece, Platero, mientras suena el Ángelus, que esta vida nuestra pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante y más pura, hace que todo, como en surtidores de gracia, suba a las estrellas…” (J. R. Jiménez).
Pues eso, que resuenen los aplausos a compás de pueblo, desde los campanarios – que son nuestros balcones – como si fuera el ángelus. Que suba a las estrellas nuestra fuerza e irradien con su luz a los profesionales que nos cuidan.
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