Tenía unos 16 años cuando una mañana me sorprendió en las secciones informativas que un partido de reciente creación llamado Podemos, y su líder, Pablo Iglesias, habían obtenido cinco diputados en el Parlamento Europeo. Por entonces no estaba demasiado politizado, pero fue a partir de este hecho, y al nuevo escenario que se abrió en la política española a partir de ese 25 de mayo, lo que condujo a que incrementará enormemente mi interés por la política.
El pasado martes 12 de noviembre, cinco años más tarde, el mismo líder que obtenía cinco diputados en las elecciones europeas del 2014, llegaba a un acuerdo de Gobierno con el actual presidente del Gobierno en funciones.
Todos conocemos la historia que hay entre esas dos fechas, pues sin duda la irrupción de Podemos en el mapa político español fue el hecho desencadenante de todo un conjunto de sucesos que nos han llevado a esta situación política actual, en la que parece que tendremos a Pedro Sánchez y a Pablo Iglesias de presidente y vicepresidente del Gobierno respectivamente para los próximos cuatro años.
Pero los hechos van mucho más allá. Durante estos cinco años he visto cómo las cadenas de televisión han ido dedicando paulatinamente muchas más horas a la actualidad política que con anterioridad, he visto cómo los debates sobre política se intensificaban en las clases e iban cobrando cada vez más importancia en las conversaciones de bares. Así, mi generación ha crecido en un constante debate político, y en un ambiente de proliferación de ideas y desarrollo de opiniones críticas.
He de reconocer que estoy muy orgulloso de haber tenido la suerte de haber vivido en primera persona, y más aún, en pleno desarrollo intelectual, este contexto tan atractivo y a la vez convulso de la política española, pues creo que, tanto a mí, como a mis compañeros de generación, este contexto nos ha dotado de una mayor capacidad crítica y profundidad ideológica.
Sin embargo, en este tiempo también he ido observando cómo a medida que se ampliaba el campo de debate y a medida que la actualidad política ganaba cada vez más cuota de pantalla y mejores posiciones en las tendencias de las redes sociales, el debate se ha ido empobreciendo y perdiendo su principal esencia: la capacidad para el razonamiento crítico.
Durante este tiempo he observado cómo la profundidad con la que solía debatir con mis excompañeros de bachillerato y carrera se ha ido perdiendo poco a poco. Nosotros nos planteábamos si era conveniente o perjudicial para la economía española pertenecer a la Unión Europea y a la zona euro, que medidas debían de tomarse para combatir el desempleo, y hasta teníamos intensos debates sobre si el sistema económico capitalista era compatible con los modelos de producción sostenibles.
Independientemente de quienes llevaran mayor parte de la razón en esas conversaciones, lo cual es anecdótico, lo que sí es cierto es que nos planteábamos cuestiones de peso estructural. Unas cuestiones que se empezaron a poner encima de la mesa a partir de ese 25 de mayo de 2014, pero que a medida que la política se ha ido convirtiendo en uno de los temas de conversación mainstream, los debates se han ido reduciendo a un enfrentamiento de hooligans en los que los simpatizantes de cada equipo político intentan ganar el partido a través de banderas y argumentos aprendidos de manera dogmática en sus respectivos estadios ideológicos.
El juego ha cambiado. Ahora no gana quien defiende sus políticas de una manera mejor estructurada y más razonadamente para solucionar los problemas de los españoles. Ahora gana quien manda un mensaje más sentimental y complaciente a sus hooligans, independientemente de la veracidad del mismo.
Esperemos que esta partida no acabe como una pelea de hooligans, que por momentos parece que es el camino que está tomando, y que poco a poco vayamos incorporando mayor profundidad intelectual y temática al debate político, para que los argumentos fáciles y falaces dejen de seguir aumentando su peso en la política española.